La película se abre con el ritual del mate, que intenta construir una metáfora de inicio: el Pepe invita con un mate a Kusturica, quien se adentrará en su vida. La escena se construye así: una cámara tambaleante filma a Mujica preparando el mate; corte a un primer plano del director de la película, que fuma un habano mirando fijamente la situación; corte a Mujica de nuevo, que escupe el mate porque es el primero; corte a la mirada consternada y solemne del director serbio; corte (extrañísimo y discontinuo) a un plano detalle de la mano de Mujica alcanzándole el mate al director; corte al director tomando el mate con expresión compenetrada; corte a sonrisa socarrona de Mujica. La forma en que está construida esta primera escena prefigura lo que vendrá después: no se los ve juntos en el mismo plano y se evidencia que la supuesta intimidad será, más bien, una construcción de montaje, una ilusión de paridad más que el registro de un encuentro verdadero. La elección del mate cumple con el cometido turístico de la película, refiriendo al Uruguay de la manera más obvia que existe. El gesto de la escupida será apoyado en el resto del filme por el regodeo de construir una corporalidad ruda, bien heroica, bien “de macho”, fuera de toda idea de vulnerabilidad o contradicción. Los fluidos tienen una extraña relevancia: se trata de mostrarnos a este varón que fue capaz de tomarse su propia orina y de superarlo todo, y que hoy puede, sin pudor, celebrar sus años de cárcel y tortura porque “a veces, lo malo es bueno, y lo bueno es malo”. El rostro, la figura de Kusturica no será más que un plano de corte, un recurso superficial: no tendrá densidad dramática, su punto de vista no se explicita –ni con palabras, ni con la perspectiva de cámara–, y la construcción histórica de una Verdad con mayúscula no presentará ninguna fisura subjetiva.
Desde ese inicio hasta el final, la película mantiene una absoluta fidelidad al discurso estandarizado sobre José Mujica: una mirada ecofriendly en torno al presidente más pobre del mundo, el de los discursos virales, el Fusca, la cárcel y las flores. Tratándose de una película de autor, uno esperaría encontrarse con una mirada que permita desautomatizar las percepciones ya naturalizadas, algo diferente a lo que se puede encontrar en Youtube o en la prensa internacional. Pero estamos ante un producto industrial de Netflix (con Mujica devenido en otro commodity de nuestra economía primarizada). La película no cuenta, de manera reflexiva, la austeridad y la precariedad, sino que es precaria ella misma: lo demuestra su montaje desangelado, primario, donde una batucada da lo mismo que una murga y lo único que importa es la utilización de un sonido (¿tribal?) que sirva como separador entre escena y escena. Porque Uruguay no tiene grandes paisajes selváticos, o montañas, o poblaciones originarias, o carnavales espeluznantes o imágenes que puedan venderse fácilmente como interesantes dentro del mercado mundial de “lo latinoamericano”. Retratar el espíritu de este país socialdemócrata –como lo llama Mujica– tiene otras complejidades, requiere un tipo de sensibilidad que no se recueste en lo exótico. ¿Qué puede mostrar Kusturica entonces? A la gente, a su pobreza. Y en ese sentido, no hay nada, tampoco, ni un solo plano en el que la gente esté filmada con contemplación genuina, intensidad, escucha o deseo: no sólo porque los planos no duran nada y no nos dejan conocer casi a nadie, sino porque los cuerpos están tratados como accesorios, como telón de fondo, en un procedimiento hondamente colonialista que no deja aparecer destello alguno de asombro inconsciente. Todo se siente como adorno, como pose, aparateo; nada está contado con obsesión o con una curiosidad que roce la locura, esa que construye la verdadera fuerza de una buena puesta en escena documental.
Es innegable que Mujica tiene un estilo de vida muy particular y que domina la retórica. Sus discursos despiertan pasiones varias, hace uso del humor y de metáforas bellas que le permiten conquistar hasta a varios de sus detractores políticos (aunque para Netflix –o Kusturica– el “tempo” del discurso esté desfasado con los ritmos acelerados que exigen nuestra vida contemporánea, de ahí que, en la película, la mayor cantidad de diálogos del Pepe están fuera de cuadro, pudiendo cortar en edición los tiempos muertos de su habla). Para el aprecio o el desprecio, Mujica es tremendamente seductor, nunca pasa desapercibido ni genera indiferencia. Así de pintoresco, su figura es una verdadera trampa para cualquier guionista. Tantas anécdotas produce como personaje que se bloquea por completo la posibilidad de contar una historia. Es que el Pepe, por ahora, no ha podido ser un verdadero –o un buen– personaje de cine, pero es bárbaro para los retratos; El Pepe, una vida suprema puede ser visto como un reportaje más. Uno ameno, cordial y hasta simpático, con una estructura que gira en torno al último día como primer mandatario, donde, según el director: “Un verdadero socialista deja la presidencia, y miles de personas lo lloran”. De todas formas, como retrato, le sobra la firma de Kusturica, porque, pese a su fama de hombre profundo, lo cierto es que sólo conocemos a Mujica superficialmente. No sólo en lo que refiere a la necesidad política de transparentar lo opaco (los vínculos con los militares, con empresarios como Paco Casal o Alberto Fernández –el de Fripur–, las concesiones a multinacionales como Aratirí o Montes del Plata), sino también a la realidad de que nadie ha podido contar quién es en un sentido cinematográfico o narrativo, esto es: darnos a conocer los deseos y los miedos del hombre, las contradicciones, las debilidades, los conflictos internos. Mujica está cómodo en prácticamente todas las escenas de la película (y en todos los registros que hay de él en Youtube), ya sea sacándose miles de fotos en un shopping o siendo trasladado por un chofer en su propio Fusca –algo que la película decide no enfocar–. Para el Pepe no hay diferencia dramática entre una reunión con el presidente de Estados Unidos o con el de Bolivia, y si la hay, no lo sabemos. Filmar a Mujica durmiendo, sin importar lo impresionantemente pobre que sea su cama o su pijama, no tiene mayor interés. Lo relevante sería ver qué es lo que le quita el sueño, y ahí tenés un buen comienzo de película.
Con respecto al vínculo de amor con Lucía, pasa más o menos lo mismo: dentro de la narrativa no se logra construir la relación. Es algo que está referido, pero no hay ningún momento en que el montaje se calme, se detenga un rato en mostrarnos un diálogo entre ellos, una situación cotidiana de encuentro, una imagen metonímica que resulte impactante como síntesis. Es lo que se busca en la escena final, en la que se los ve cantando tango, pero aun así el director no confía en el presente de lo que está mostrando y adorna la cosa con fotografías de archivo. Esa actitud –aunque intente esconderla– de desprecio hacia lo pequeño, hacia lo cotidiano, no sorprende en un director que decide alimentar la heroicidad masculina, justificadora y minimizadora de la violencia, como camino ético y estético. Kusturica omite que frente al terrorismo de Estado las mujeres uruguayas y quienes eran las infancias de ese tiempo se encuentran disputando, aún hoy, su lugar en un relato histórico que las ha dejado afuera de forma sistemática. Como se trata de un material endeble, anacrónico y perezoso, la esperanza para esta película tal vez sea crecer en 50 años, cuando al menos tenga sentido ver cómo eran las calles y los cuerpos del Uruguay progresista de principios del siglo XXI.