Desconfío de los adultos que no atesoran dentro de sí la llama de su niño ido. Y no me refiero a aquel que implica infantilismo, pataleo, capricho (estos abundan en muchos adultos), pienso en el niño que sabe ver el mundo siempre con ojos nuevos, a ese pequeño todavía sin prejuicios, original, subversivo, siempre dispuesto al aprendizaje, a ser discípulo y guía. Niña savia que juega y sueña y sabe volver tangible lo que imagina.
Desconfío de los adultos con las alas marchitas.
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Sucedió tan cerca, tan inesperadamente. Salí y un mangangá negro (deliciosa franja blanca) buscaba alimento entre las flores silvestres, las copetudas de un lila claro. Tuvo que meterse dentro de la gran corola para saborear su polen, con tanto ahínco que durante un segundo desapareció, como tragado por una flor carnívora. Luego regresó al mundo, para seguir su ruidoso y alegre camino.
Yo también retomé mi paso, conmovido.
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Aprovechó el día para pasar por el banco a pagar una cuota más del préstamo hipotecario. Cuando llegó, ya quería irse, acostumbrado al cajero que recibe sus datos y luego traga el sobre con billetes. Es sencillo, apenas unos sonidos que lo llevan a engordar parsimoniosamente. Pero hoy cambió de sucursal y había nuevas máquinas. Repitió el procedimiento de siempre, aunque algo estaría destinado a cambiar: una boca se abrió a la altura de su pecho, exigiendo ruidosamente su dinero, sin pedirle cantidad ni envoltorio, convencida de poder contar los papeles por sí misma y sin margen alguno de error. La ubicación tan cercana de sus dedos le resultó extraña y peligrosa, le despertó la misma sensación de una licuadora a punto de encenderse, su mano derecha dentro de la jarra. La boca seguía gesticulando, reclamando con tono amenazante su alimento, manjar para los jugos gástricos de un banco insaciable.
Dio cancelar y el cajero cerró sus fauces con iracundia. Prefiero la discreción ‒se dijo el hombre ante la máquina‒, el disfraz del sobre; todo suena así más inocente.
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El semáforo dio verde, pero no estaba permitido cruzar en esa esquina. Debí aguardar hasta que se dignara encenderse ese mismo color en dirección a la otra acera. Crucé y volví a esperar. Cuando la bendita luz me concedió el segundo avance, ya el tiempo me había hecho perder en algún mundo que ni siquiera recuerdo. Todo pasó demasiado rápido.
—¡Joven, joven!
Yo ya soy viejo, pero por cortesía levanté la vista. La voz prosiguió:
—¿No me ayudaría a empujarlo? Mire que arranca enseguida.
Era un muchacho en el medio de la calle, que intentaba arrancar un auto anterior a su nacimiento.
Soy una persona solidaria, así que no lo dudé ni un segundo. Me aferré a la parte trasera del vehículo y comencé a empujar, como no lo hacía desde hacía décadas. El rodado, claramente en punto muerto, dobló con mi brioso impulso; se movía con fatiga al principio, como tosiendo, pero finalmente logró arrancar. Inició entonces una marcha veloz, incluso sin respetar la luz roja, o eso me pareció ver. Aunque debo decir que antes tuvo un gesto que valoré especialmente, dos bocinazos que interpreté como una forma de saludo, quizás de retribución por renovarle la vida. Me quedé contento, pese a que no pude ver la sonrisa agradecida del muchacho.
Fue todo demasiado rápido. Mientras volvía a repetir el camino de dos semáforos, y me lamentaba por ver pasar el ómnibus que me llevaría a casa, vi un patrullero frenar e iniciar la marcha tras recibir los movimientos desesperados de una pareja ubicada en la vereda de enfrente. Sus brazos, sus gesticulaciones iban en dirección al auto que ayudé a encender. Pronto sentí que sus cuatro ojos me apuntaban, eran como gotas heladas que chorreaban por mi espalda.
No tardé en comprender todo. Entonces el semáforo volvió a darme verde.
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Azotea. La noche de a poco se enciende. La perra acompaña cerca de los pretiles; en guardia, husmea el trajinar de la calle. Ve pasar a otro can y ladra con furia. Ve pasar una camioneta blanca con parlantes; una murga que alaba a un político se pierde suavemente entre las primeras sombras. La perra no responde, sólo mira, como entendiendo todo.
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Moscas invaden su verano, sus cuatro paredes, su lectura. No son una compañía deseada, es claro, pero tampoco quiere que el veneno las mate ni que ensaye su fin en el aire, todo su perfume falso sobre las cosas.
Las moscas persisten en su vuelo, en procura de no sabe qué, después de posarse sobre territorios inciertos, de seguro execrables. Él ha sido el culpable, lo sabe bien: la puerta de la cocina abierta apenas unos minutos, tiempo suficiente para llegar sin ser invitadas. Quiere leer, olvidarlas y olvidar el calor, no contar con otra presencia más que ese mar que allí se derrama.
Dobla un diario que ya murió hace días, le da la forma de un arma con rostros que sonríen. Un golpe que es caricia para los hombres se transforma en trampa mortal para el insecto. No son más que cinco o seis moscas; en un rato, si todo sale bien, será el vencedor en la desigual batalla.
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A los gritos, escuálidos, suben la rampa. En cadenas caminan, cargan peso, rumbo a un ómnibus para presos. La imagen es violenta, como el error cometido. Los policías gesticulan con severo histrionismo, decenas de curiosos miran con un goce oculto. La tarde se apaga en la Cárcel Central. A la vista de todos, los reos entran al vehículo que, para muchos, debería conducirlos a la muerte. Veo sus jóvenes rostros tras las ventanillas; siento sus miradas de tormenta y cuchillo.
A pocas cuadras, entrega sus premios otro ministerio.
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Una siesta. Niños desafiando el descanso adulto. Campo, árboles, mojarritas en el estanque de las vacas. Los domingos íbamos a lo de nuestros abuelos, allí donde divertirse consistía en perseguir patos o recoger huevos de gallina.
Un recuerdo relampaguea y llega hasta el palo borracho, aquel que ‒como presagio‒ juega entre flores y espinas. Una hermana apenas mayor me empuja sobre él.
—¡Ay! —exclamé.
Ella comenzó a gritar. Abuela se levantó y junto con mamá me llevó a la canilla con agua del molino.
Mi cabeza había recibido el beso de una espina. Simétrico, coronó el centro de mi frente con el grito de la sangre.
El motor arrancó. Con la mano de abuela sobre la herida, que empuña un retazo de sábana blanca que iba tiñéndose de rojo, partimos al pueblo.
La sangre persistía. En mi susto presentía el fin, pero ¿qué entendía del fin? ¡Toda la culpa la tenía Vanina! ¿Y si me quedaba sin frente?
El auto se detuvo. Al llegar a la ruta uno, la sangre ocultó su índice de susto. Un alivio se dibujó en cuatro sonrisas. Volvimos. n