La máquina de sentir (VII) - Semanario Brecha

La máquina de sentir (VII)

Héctor Piastri

La primavera se enciende por todas partes. Al costado del camino, las flores incendian lo que antes era mustio. Las ferias se cubren de plantas, los canteros rebozan colores, el sol acaricia con su brisa (hasta de los escombros brotan esperanzas). En mi patio, las pesadas macetas siguen allí, pero la vida vegetal se eleva, cruje la simiente, los tallos cobran vigor, los esquejes serán obsequios en manos queridas. Respiro profundo y miro: el jardín es una proyección de vida verde y honduras. Ya quisiéramos florecer por dentro, ser el vergel de la primavera.

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Los miradores de los edificios señoriales contemplan la ciudad con soberbia justa. Es tanto lo vano que hay debajo, la carne pasajera y ellos en la cima, clavando sus ojos, en sus cúpulas soñando al cielo. Es difícil no dejarse seducir por el flâneur decimonónico y pasearse por las veredas, ser esa misma carne pasajera que mira desde el precipicio y pregunta: dónde están los habitantes de esos balcones que apuntan al vacío como puertas al infinito; cómo será ver la ciudad desde cada cristal, asumir con objeciones el cambio, sentir que en cualquier momento, en cualquier año venidero, el golpe fatal puede caer sobre uno.

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El trozo de la luna era rojo, recién fue tragado por las nubes. Persiste el silencio, sólo el viento en las palmeras de una casa vecina. Una motocicleta gime en la lejanía: es montada por un díscolo.

Desde los techos, este fragmento de ciudad huele a vacío, a medianoche que se suicida. Algunas luces titilan; sale a flote el trozo de luna.

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Piense en que el bicho que lo agarra es el amor. Conoce a una persona que lo cautiva, le mueve el piso, pero cuando se saca el barbijo algo se desmorona. No hablo necesariamente de fealdad o estereotipo de belleza, insisto con algo más simple: la magia se fuga y todo conduce a que sea para siempre.

Es cierto que la situación no le resulta del todo extraña, ya se ha sentido halagado con la imagen de una mujer anónima o un hombre –cualquier ejemplo sirve–, ya ha admirado en silencio sus facciones casi cinematográficas y ha reflexionado: «Qué hermosa, y todavía no lo sabe». Pero ese ser angelical pronuncia una frase cualquiera y el edificio de la contemplación se derrumba; la voz, su entonación, se pelea a muerte con el ideal ya plantado en usted mismo.

Bueno, eso mismo con el bicho de Cupido en tiempos pandémicos. Qué lío si usted es un enamoradizo.

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Llegó al trabajo y se encontró con ella. Sintió de inmediato una infinita vergüenza: la noche anterior (ya lo tenía olvidado) se habían besado bajo la penumbra de un árbol; se había producido el temblor, el deseo encendido en ambos, aunque en ella había algo de contradicción, quizás de culpa. Luego habían hecho el amor, aunque no recordaba dónde, acaso fuese la elipsis propia de un filme: los besos robados en la calle daban paso al lecho oculto de los amantes.

Había sido un sueño, claro está, fulminante en la madrugada, olvidado por completo al despertar. Hasta que llegó a su trabajo y se encontraron. El estupor del hombre fue tan súbito como la sonrisa cómplice de ella.

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Un padre empuja a su hija en la hamaca de la plaza. Lo hace con el brazo izquierdo, el torso hacia un costado. Nunca la mira, nunca sonríe. Sus ojos están en la pequeña pantalla de su mano derecha, siempre.

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Cocinar en apuros, el tajo frenético de un cuchillo sobre el dedo pulgar. Primero sientes el corte agrio sobre la uña que protege como un blasón, luego la hoja entrando en tu carne. Suena fuerte describirlo así, pero, en realidad, no fue más que la punta del pulgar izquierdo, la cebolla apenas coloreada por el bermejo de la sangre.

Pasaron los días, con estrictas curitas a colocar en un lugar tan molesto para los quehaceres básicos de la vida. Pierdes un pedacito de uña que ya crecerá. La carne abierta en dos (no más que la piel, no hagamos de esto la crónica roja de un noticiero) primero jugó a unirse, como hace siempre, ilusionándonos. Pero las horas fueron separando las partes y dejando a un lado la piel mortecina, que deberá retirarse o terminará cayendo (finísima piel, con sus correspondientes huellas dactilares).

Ahora la fascinación está en ver el pulso de la naturaleza. Con sólo desinfectar y dejar que pase el tiempo, los tejidos se regeneran. Lo que ahora es un rosado fuerte ya estará cubierto de piel, imperceptible en el breve beso de cuchillo dado por uno mismo. Vaya maravilla del cuerpo humano, vaya complejo organismo que nos fue obsequiado para hacernos tanto bien, para complicar tanto las cosas.

Una mujer mayor camina por la que fuera una vía de tren, ahora tan sólo un verdoso montículo sin durmientes ni rieles. Viste un pantalón deportivo gris, un buzo de hilo amarillento, unos viejos lentes gruesos. Tiene la dignidad de otros tiempos. La señora es todavía ágil, lleva solamente una pequeña canasta, mira con atención, se agacha, recoge algunos yuyos del primaveral suelo. Me muero por saber qué especie detiene su paso, qué fibras está realmente buscando. Logro verla más de cerca, pero sigue siendo imposible cualquier diálogo. La observo detenerse ante un fibroso y hermoso pasto. Con el ruido de los dientes de un caballo, lo arranca de allí con sus manos, lo pone en su canasta.

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Después del almuerzo, el cuerpo parece pedirnos algo dulce y calórico que nos reconforte. Pero dejamos pasar unos minutos y el deseo se va disipando. Te acuerdas de que compraste jengibre, tienes hojitas de cedrón, marcela, té negro en hebras; sigues buscando y te encuentras con el limón, la miel, tal vez algo de azúcar rubio. Pones agua a calentar. Vas a la alacena, buscas una taza que sea diferente a la de siempre y la lavas junto a la bombilla de todas las mañanas. Al cabo de unos segundos los ingredientes ya están dispuestos en su recipiente. Apagas el agua antes de que hierva, la vuelcas. Las hierbas se desperezan y mezclan, los aromas levantan vuelo. Al fin, el mate de té humea.

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