La mecánica naranja - Semanario Brecha

La mecánica naranja

Malvín y Trouville están disputando la serie final de la Liga Uruguaya de Básquetbol. Hasta el momento, los tres partidos han tenido un resultado claro e indiscutible, lo que en nuestro baloncesto se traduce en la triste escena del equipo perdedor entregando el balón a los árbitros antes de que termine el encuentro.

En nuestro fútbol, la imagen del equipo que pierde claramente y que, antes de cumplirse el tiempo de juego, se queda como congelado instando al árbitro a terminar el encuentro sin esperar a los descuentos, se vio sólo una vez: fue en 2004 en aquel 0 a 3 de la selección ante Venezuela, que le costó el puesto a Juan Ramón Carrasco. En aquella oportunidad, y tras el tercer gol vinotinto, Recoba tomó el balón en la mitad del campo y comenzó a dar lentos pasos, mirando de reojo al árbitro, quien se apiadó y terminó el que seguramente haya sido el encuentro más triste de la selección en lo que va del siglo (y eso que antes de 2006 tuvo varios).

Pero en nuestro básquetbol eso pasa todo el tiempo y cada vez con mayor frecuencia. El momento en que la situación se vuelve inevitable es cuando el entrenador del equipo perdedor cruza la cancha para saludar a su colega. Los jugadores ven de reojo la escena y comprenden que ya no hay nada para hacer. A lo sumo, algún jugador novato buscará mejorar sus números con alguna bandeja indigna.

Esa escena ha sido constante en los tres partidos de la serie final de la Liga: el primero a favor de los rojos, los otros dos a favor de los azules. Los tres encuentros se cerraron con amplia ventaja para el ganador, por lo que los mayores atractivos hubo que buscarlos fuera del “rectángulo de juego”, como los periodistas deportivos especializados llaman a la cancha (como si la de fútbol, la de tenis o la de bádminton fuesen hexagonales).

La empresa Tenfield parece preocuparse mucho más por el “producto básquetbol” que por el “producto fútbol”. De otro modo no se entiende que con 15 años en el mercado no haya conseguido hacer algo con los taludes del Centenario, que además de estar mugrientos y semiabandonados, dan la –a veces– falsa sensación de que el estadio está vacío.

Es que cuando un telespectador hace zapping en busca de un buen partido de fútbol, en su mente hay un orden de prioridades. Primero hará énfasis en los equipos protagonistas: se quedará en la pantalla de Espn si ve al Barcelona o al Real Madrid. Luego se fijará en la importancia del partido: aunque estén mal en la tabla, un Milan-Inter será siempre un partido atractivo. O en la presencia de algún jugador: por ejemplo, será capaz de ver un Elche-Getafe para ver el rendimiento del “Zorro” Suárez.

Pero cuando la competencia se da entre ligas de nivel similar (por ejemplo, la uruguaya frente a la paraguaya o la peruana), importan cuatro cosas: que la televisación sea buena, que la cancha sea digna, que el estadio esté lleno o semilleno, y –por último– que el partido esté bueno.

Tenfield comienza a perder (y si pierde Tenfield perdemos todos) fundamentalmente en el tercer ítem. Porque sin ser algo descomunal, el nivel de las trasmisiones es digno si las comparamos con sus pares de Sudamérica: las recientes incorporaciones del croma con los escudos en el centro de la cancha, el medidor de distancia en los tiros libres (sospechamos que es Abuchalja quien los mide en tiempo real con un metro) y la presencia siempre contundente de “la lupa” para las jugadas polémicas (por más que su efecto sea similar al de acercar el ojo al televisor), son más que suficientes para sentirnos conformes. Quizás habría que mejorar las estadísticas (nos anclamos en contar las faltas y los córners) con esos datos de posesión de pelota y cantidad de pases acertados, que si bien no sirven para nada, visten.

Las canchas del fútbol uruguayo han mejorado mucho en los últimos años. El problema se da en las tribunas, generalmente desvencijadas o semivacías. Allí es donde pierde buena parte de su público no cautivo: si dos equipos desconocidos juegan en canchas con tribunas prefabricadas medio hechas guasca, no hay forma de que brinden un gran espectáculo. El partido podrá ser muchísimo mejor que un Boca-Vélez, pero ese espectador ya no estará allí para comprobarlo.

Ni que hablar si nos referimos a las finales del Uruguayo, cuya ceremonia de premiación consiste en poner unas chapas de Coca Cola detrás de los jugadores que reciben medalla y copa de un modo desordenado y nada protocolar. En los últimos años se ha sumado un ventilador que tira papel picado, con suerte dispar (a veces parece soplar más que otras).

Sin embargo, en nuestro básquetbol la situación es diferente. Se llevan jugadas tres finales, y siempre ha habido al menos un cambio, un intento por mejorar lo que se les brinda a los aficionados. Primero pintaron el centro de la cancha, borrando el escudo de Peñarol para poner el de los equipos participantes. Quizás podemos discutir si el esquema cromático es adecuado (las áreas están pintadas de amarillo, negro y violeta, el círculo central es predominantemente azul con detalles en blanco y rojo), pero al menos hay una intención de hacer algo. Luego se optó por poner una tribuna prefabricada donde se ubica el escenario. ¿No se podrá hacer algo parecido en los taludes del Centenario? Dicha tribuna fue decorada con plantas, en una decisión de dudoso buen gusto. Pero no se equivoca el que no intenta.
Y por último, se mejoró el tema de la presentación olímpica, con unas telas gigantes sobre las que se proyectan imágenes muy bien editadas de los jugadores y entrenadores. Antes se llevó al Pitufo Lombardo a cantar en el entretiempo, y hasta volvió el Triplazo, que será una bobada pero es una bobada divertida. Por ahí no faltará quien diga que proyectar imágenes sobre unas telas es medio terraja, que lo del Pitufo no se entendió porque la acústica del Palacio sigue siendo espantosa, o que resulta poco serio que la tercera final se haya demorado media hora porque el humo humedeció la cancha. Pero resulta claro que hay un intento por hacerles sentir a los espectadores que no se está ante un partido más, que no les da lo mismo que el partido sea una final o un Marne-Olivol por la tercera fecha del Metro.

En fútbol estamos lejos. De momento nos contentamos con discutir si la patada del hincha de Defensor logró atravesar el alambrado o si el jugador de Racing simuló.
Suerte que en básquetbol hace 30 años que no jugamos un Mundial, porque si no las diferencias serían aun más indescontables

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