Dos cosas se destacan con unanimidad entre los analistas: lo atípicamente tranquila que fue la campaña y la estabilidad de la democracia uruguaya, dos factores que se resumen en un titular de la BBC, que calificaba a las elecciones uruguayas como «las más aburridas» del año, cosa que podía ser «envidiable». ¿Cuál es la relación entre una campaña que no entusiasmó y una democracia sólida? ¿Cómo entender esa quietud si el país se divide en dos mitades aparentemente opuestas? Parece haber una contradicción en las características de este proceso, salvo que se asuma una definición minimalista de democracia, que impide ver debilidades y amenazas.
No es difícil destacarse por la estabilidad en una región convulsionada por la violencia, la desigualdad, la corrupción y el autoritarismo. Sin embargo, debemos preguntarnos si en Uruguay no existen los conflictos que estallan en todas partes o si las diferencias son de escala. O si quizá la sociedad uruguaya prefiere la seguridad conservadora al riesgo de la transformación, evitando encarar de frente los problemas que permanecen tras sucesivos cambios de gobierno: lo que se percibe como estabilidad puede significar estancamiento si el apacible cambio de mando no implica cambios más profundos en la vida de la gente, lo que será difícil dada la ausencia de mayorías contundentes.
Quizá Uruguay no es excepcional y solo va un poco más atrás y más lento por el mismo camino que otros pueblos, que ya han descubierto las limitaciones del progresismo, el crecimiento de los radicalismos de derecha, la debacle de las instituciones a causa de la corrupción y los estallidos sociales como efecto de crisis económicas y políticas. Hemos visto muestras de estos procesos en los últimos años, entre las cuales la más alarmante es la debilidad del sistema político frente a la influencia del narcotráfico.
Lo que la campaña nos dejó
Algunos episodios ilustran las tensiones y los consensos que atraviesan nuestra elogiada democracia. El primero es el plebiscito por la seguridad social promovido por el PIT-CNT y apoyado por algunos sectores minoritarios del Frente Amplio (FA) más otros partidos: obtuvo un 40 por ciento de los votos y mostró que la voluntad popular no siempre comparte la opinión de los dirigentes. Es una señal de lo que puede el campo popular, cuya frontera se puede trazar, al menos en algunos temas, bastante más allá de la línea divisoria entre FA y coalición. Se han dado señales de escucha de ese mensaje por la dirigencia política ante el inminente «diálogo social», a pesar de que Lucía Topolansky no tardó ni 24 horas en responsabilizar al movimiento sindical por «distraer» del objetivo principal de ganar en primera vuelta. El cisma que marcó el plebiscito es una señal que se suma a otras –como la campaña contra 135 artículos de la Ley de Urgente Consideración (LUC)–: una parte del campo popular no resigna sus pretensiones a los consensos dirigenciales.
Ahora bien, el factor Valeria Ripoll seguramente se lleve una cuota importante de la responsabilidad por la derrota de la coalición, junto con los escándalos de corrupción, pero lo cierto es que a pesar de todo esto, en octubre, el Partido Nacional votó bien y la coalición sumada superó al FA, aunque no pudo evitar la fuga de votos en el balotaje. Más allá de los resultados, es posible pensar una diferencia táctica entre la izquierda y la derecha: la derecha, para disputar elecciones, intenta cambiar de apariencia sin perder su identidad, mientras que la izquierda cambia de identidad intentando mantener las apariencias.
La incorporación de Ripoll pretendió darle a la coalición una apertura que en los hechos no existe, en cambio la coalición de izquierda tiene una larga historia de moderación de sus proyectos y ambiciones, corriéndose cada vez un poco más a la derecha en busca de ese inasible centro político que reemplaza toda utopía. Pero el centro es un horizonte estratégicamente problemático. Con cada paso, este se corre un poco más a la derecha. Pero el problema del centro en el corto plazo, a diferencia de los radicalismos, no es tanto dónde va, sino que no va a ningún lado. A la larga, los éxitos políticos dejan de importar frente a los objetivos electorales, y se corre el riesgo de no obtener ninguno: en lugar de convencer al adversario, es el adversario quien ha convencido.
Otro episodio interesante es el (no) debate presidencial. Logró lo que solo la elogiada democracia uruguaya puede lograr haciendo gala de la estabilidad de su sistema político: hacer de la espectacularización de la política un espectáculo aburrido. Al día siguiente abundaban los análisis que intentaban identificar un «ganador»: tan abúlico fue el match, tan escasamente significativo lo que se dijo, que hubo que echar mano de expertos en comunicación no verbal, a ver si un pestañeo lograba expresar algún mensaje diferencial. Lo bueno es que no hubo mucha demagogia: ninguno de los candidatos habló de género, ni de derechos humanos, ni de medioambiente; lo preocupante es que al parecer ya ni vale la pena hacer una mención, aunque sea simbólica. Quedó meridianamente claro que, a pesar de los esfuerzos por marcar diferencias, lo esperable es más continuidad que cambio.
La estabilidad de nuestra democracia y la solidez de las instituciones tienen que ver con los consensos y la moderación, pero no hay que confundir eso con un síntoma de buena salud: el presupuesto de una democracia sana es la pluralidad de opciones diferentes en conflicto que pueden coexistir. ¿Qué tan libre es la elección si hay dos opciones similares? ¿Cuáles serán las consecuencias de esta indiferenciación a largo plazo? Puede ser el punto de partida para una alternativa disruptiva, no necesariamente mejor.
¿Dos modelos?
Interpelado en varias ocasiones sobre qué pasaría con la LUC (que, recordemos, fue parcialmente impugnada por el movimiento social y parcialmente apoyada por la oposición), Yamandú Orsi respondió que «lo que el soberano resuelve, se acata» (y mal podría ser de otra forma sin mayorías): esa fórmula resume la claudicación de la imaginación y la pedagogía política, que se priva de todo intento de persuadir. Una prueba más de que hablar de «dos modelos» es un exceso: las diferencias son matices y el único modelo es la permanente búsqueda de la aprobación de una mayoría cada vez más despolitizada, mediante un populismo catch-all cimentado en algunos consensos conservadores sobre los principales problemas (léase economía e inseguridad), en el que el pragmatismo electoral es la ideología vencedora. Pero si el rol de los políticos se reduce a interpretar lo que la gente quiere, resta saber quién o qué media entre los problemas de la gente y su deseo: ¿cómo se construyen las demandas populares si los políticos profesionales solo son intérpretes de la opinión?
Desde antes de la primera vuelta se conocían sondeos que caracterizan el perfil de los votantes indecisos, ese preciado botín electoral, una inmensa minoría, que a pesar de su pequeño porcentaje tenía en sus manos los destinos del país: se autodefinen como «de centro», pero confiesan que la política no les interesa, y se agrega el dato de que están más inclinados hacia la derecha. Entonces, ¿son de centro o no saben realmente dónde se ubican en el espectro político?, ¿qué es ser de centro? Sin embargo, a ellos van dirigidos los discursos y las campañas, porque ellos, que no se interesan por la política, son los que deciden. Y hablándoles a los desinteresados, los políticos desinteresan cada vez más al resto.
En lo que sí parece haber dos modelos distintos es en la táctica para ganar ese disputado centro, y eso se vio en el debate: la ideología y la discusión política fue el único adversario que Álvaro Delgado enfrentó tenazmente, mientras Orsi apostó al diálogo y la propuesta. Pero ninguno de los dos mostró una idea, un proyecto o un plan central para el próximo gobierno: nada disruptivo, ninguna novedad que entusiasme, que sobresalga de la mediocracia centrípeta en la que al parecer nos precipitamos. No hay una política concreta que se presente como la gran apuesta del nuevo gobierno, salvo el acuerdo en torno a las políticas de infancia.
Es evidente que el próximo no será un gobierno de grandes cambios: no hay tales ambiciones ni espacio para eso sin respaldo absoluto ni dentro ni fuera del Parlamento. Habrá que contentarse con frenar o revertir algunos retrocesos. El gran desafío de los próximos años será proteger y fortalecer nuestra elogiada democracia, construyendo la mayoría necesaria para avanzar en la dirección correcta, previniendo la acumulación de frustraciones y resentimientos a la que podrían conducir los consensos que logren malos acuerdos y peores resultados, tanto como la parálisis derivada de no lograr acuerdo alguno. Pasadas las elecciones, el centro de la discusión ya no debería estar ocupado por el centro político, sino por los problemas y las soluciones de fondo: su búsqueda es la finalidad de la política, no el consenso en sí mismo. Es la hora de reivindicar la política, en su faz dialógica pero también agonista.
* Marcos Hernández Carballido es abogado, maestrando en Sociología.