Esta exposición es fruto del encuentro entre dos artistas, Ernesto Vila (Montevideo, 1936) y Eduardo Pincho Casanova (Montevideo, 1957), en el fondo de una casa y sobre lo que el segundo ha realizado con las imágenes del primero. Con distintos medios, ambos están acostumbrados a trabajar con las imágenes como testimonio residual de la historia o de las historias. Casanova resume la idea de la muestra: «Durante la cuarentena de 2020 Vila sacó cerca de 1.000 fotos de su patio trasero. Al pasarlas, cuando me alcanzó el aparato, tomé conciencia de que la actividad creadora libera y de que –como él dice– también se piensa con los ojos. Vila quedó sin poder ir al taller a trabajar, pero experimentó con el celular eligiendo los personajes del patio: los palillos, la pileta, las cuerdas, los baldes, las baldosas, los cielos recortados por las rejas».
El taller de Vila es una especie de sótano circular en el fondo de una casa que fuera de Manolita Piña (pintora, esposa de Joaquín Torres García) y el taller del escultor Eduardo Díaz Yepes. En el audiovisual que se exhibe como antesala de la exposición, Casanova, que actualmente vive en esa casa, otrora de Manolita (casualidades o causalidades), lo entrevista. Ambos están en ese taller, al que Vila asiste diariamente, como quien va al trabajo y marca tarjeta. Aunque durante la pandemia no pudo ir y, en cambio, tomó las fotos mencionadas en el patio de su casa, aquí vemos el día a día prepandémico: el flaco Vila toma mate y escucha música. Debajo de un sombrero de pescador que lleva encasquetado hasta los ojos –y estos, a su vez, escondidos tras gruesos cristales–, observa, aquí y allá, los pedacitos de vidrio, los recortes de papel, las siluetas de personajes populares o familiares queridos esgrafiados en todo tipo de soportes, las cuerdas, los palillos sueltos, los espejos rotos, las chapitas de refrescos. El arte es un trabajo de espera activa, de espera con los ojos. Hay un proceso acumulativo. Los objetos van quedando sobre la mesa, aguardando una decantación que ejerce la mirada mucho antes que las manos, un orden que se establece con mínimos gestos, que denuncia la fragilidad de la memoria, pero también su increíble persistencia.
A lo largo de su vida Vila ha construido algo así como un lenguaje plástico personal, una gramática, si se pudiera hablar de lenguaje y gramática en la composición plástica (punto debatible). Pero también –y en esto no cabe duda– ha conseguido su propia poiesis: una forma de crear, filosofar y reflexionar lúdicamente sobre las funciones del arte en la sociedad, sobre la memoria y el pasado. Ahí están sus libretitas escritas hasta los márgenes y las frases que va tirando en las entrevistas: «El pasado intercepta al olvido». Sobre los desaparecidos: «Es la hernia de la conciencia». Vila quisiera poner un grafiti debajo de sus fotos emblemáticas de los desaparecidos: «No desaparece lo que en el tiempo queda». Le escribe una carta a Juan Manuel Blanes, pinta un zapato con colores patrios y lo cuelga con palillos: es «el zapato de Blanes».
Y Casanova hace lo que Vila dice que hacía en sus tiempos juveniles: «[Los artistas] no iban tanto a aprender a las exposiciones, sino que más bien iban a los talleres a romperles las pelotas a los maestros». Se generaba una camaradería, un grupo que «era una proyección del barrio». Vila prolonga esa épica barrial de múltiples maneras. Coloca 11 palillos enmarcados en un cuadro, juntitos, en dos filas, y escribe: «Los Palillos F. C.» (por fútbol club). La omnipresencia de los palillos de enganchar ropa en la producción de este artista es un leitmotiv. Los usó en la bienal de Venecia para colgar sus obras cuando representó a Uruguay en 2007 y los usó también en la celda, cuando fue preso político en el Penal de Libertad, entre 1972 y 1978.
Tanto la entrevista como las fotografías que Vila tomó con su celular y Casanova seleccionó y expuso en mosaico, como algunas obras de Vila que se exhiben en toda su materialidad, se conjugan en una búsqueda rigurosa: la de un orden que remita a ciertas claves de la memoria social, una arqueología que rescate los signos de una afectividad a punto de perderse, como si estuviera prendida de viejos palillos usados.