Desde Argentina
En invierno nunca amanece a tiempo. Tenía 13 años y caminaba a oscuras las seis cuadras hasta el colegio. Esa mañana, yo tenía puesto el uniforme de gimnasia y, con la impunidad de la calle desolada, un tipo me tocó el culo. No reaccioné. Él no apuró el paso ni nada. Yo tuve que meter la mano en el pantalón para acomodarme la bombacha.
La sensación me duró toda la mañana hasta que el preceptor interrumpió una clase, dijo mi apellido y me sacó del aula.
—Es grave –escuché a mi mamá desde el teléfono de la dirección–. No sabemos qué es, pero es grave. Estamos en el hospital de 197 y Panamericana.
Era la primera vez que internaban de urgencia a Gabriel. Hicieron una excepción para dejarme salir del colegio sin un adulto. Cuando llegué a la clínica, mi mamá estaba desfigurada de llorar; la abracé y enseguida la subieron a una ambulancia con Gabriel inconsciente. Lo trasladaban a un lugar de alta complejidad. Papá los siguió en el auto. Yo me quedé un rato en la vereda hasta que el sonido de la sirena se apagó. Me tomé el colectivo a mi casa y allí esperé el siguiente llamado telefónico al número de línea, porque no era época de celulares.
—Está en un coma diabético –dijo mamá cuando llamó esa noche.
Había escuchado la palabra “diabetes” porque mi abuela y mi bisabuela tenían la misma enfermedad, pero pensaba que era algo que sólo les podía dar a los viejos. En ese momento, mi hermano de 10 años se moría de eso.
Papá me fue a buscar a casa para llevarme a la clínica. Teníamos que estar todos juntos en ese momento. En el camino me contó que es una enfermedad hereditaria, que la transmiten las mujeres a los hijos varones y que a mamá le habían preguntado si quería donar los órganos de mi hermano.
—Mamá no respondió –dijo él.
Cuando me dejaron pasar a verlo, Gabriel ya estaba despierto, pero era un cadáver de labios pintados. Le di un beso en la frente y le dije te amo. Cuando era más chico, hacía apenas unos años, lo confundían con una nena. A los 6 o 7 era bajito, de pelo largo por debajo de los hombros, lacio perfecto y rubio, como una nena vestida de varón. Una tarde, jugaba en la vereda y un tipo desconocido que pasaba en bicicleta frenó, lo levantó con un brazo, lo sentó en el caño y volvió a pedalear. Gabriel no preguntó, ni se resistió, ni se tiró. Nada. El tipo tampoco. Hicieron tres cuadras y pasaron por el frente del campo donde los pibes del barrio jugaban a la pelota. Ahí estaba mi tío con los amigos. Mi hermano lo reconoció y apenas le pudo gritar. Mi tío enseguida dejó la pelota, organizó bien rápido la situación en la cabeza y salió corriendo. Detrás de él, salieron sus amigos. El tipo de la bici pedaleó más rápido, llegó a una esquina y bajó a Gabriel. Mi tío y los pibes lo corrieron varias cuadras más. No lo alcanzaron.
A mi hermano le preguntábamos qué pasó y él decía no sé, que el hombre nunca le dijo nada. Después se angustió por nuestra insistencia, por la pregunta repetida de mamá: ¿por qué no gritaste antes?, ¿por qué no te bajaste? Papá, ni una palabra y al otro día le rapó la cabeza.