El dictador Alberto Fujimori falleció este miércoles luego de ocho meses en libertad gracias a un pacto político que le permitió incumplir su condena de 25 años de prisión por crímenes de lesa humanidad: estuvo solo 17 años preso. Para dejarlo libre, el régimen autoritario encabezado por la presidenta peruana, Dina Boluarte, desacató en diciembre una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y en junio, gracias a que el fujimorismo y sus aliados controlan el Congreso, tramitó una pensión vitalicia de 4 mil dólares y otros beneficios, como viáticos por combustible y un asistente personal, dada su condición de «expresidente». Ello pese a que Fujimori afrontaba un nuevo juicio por el caso Pativilca, la masacre de seis campesinos en 1992 cometida por el destacamento del Ejército llamado Grupo Colina, un comando de aniquilamiento creado durante su primer gobierno.
Como parte del reposicionamiento público del autócrata fuera de la cárcel, su hija mayor, Keiko Fujimori, anunció en junio la afiliación de su padre al partido que ella lidera, Fuerza Popular, y un mes después lo presentó como el candidato presidencial del fujimorismo a las próximas elecciones –en 2026 o cuando se produzcan–. Lo dijo pese a que la Ley Orgánica de Elecciones prohíbe que quienes «por su condición de funcionarios» tengan una condena de prisión «efectiva o suspendida, con sentencia consentida o ejecutoriada, por la comisión de delito doloso». En las semanas siguientes, los medios de Lima no reportaban novedades sobre el juicio por el caso Pativilca, pero sí dedicaron muchos minutos y secuencias a comentar la candidatura del octogenario. Incluso reportaron que la decisión final de aceptar o no al candidato tendría que comunicarla el Jurado Nacional de Elecciones, institución que el fujimorismo cuestiona dura y sistemáticamente porque no convalidó su versión –falsa– de que en 2021 hubo un fraude electoral.
En estos meses de reinserción mediática, una radio afín al fujimorismo y un canal de televisión de la extrema derecha tuvieron «exclusivas» con Fujimori cuando asistía a consultas médicas o a hacer algún otro trámite. La última vez, el jueves 5, una reportera de Radioprogramas le preguntó por su candidatura presidencial. «Vamos a ver», respondió el político saliendo en silla de ruedas acompañado por su hijo menor, Kenji Fujimori.
El exgobernante había sido condenado en 2009 por autoría mediata de asesinato en las masacres de Barrios Altos y La Cantuta, perpetradas por el Grupo Colina en 1991 y 1992, y fue sentenciado en otros juicios por robo, secuestro agravado, espionaje, compra de medios, soborno de congresistas y otros casos de corrupción, entre ellos, el pago ilegal de 15 millones de dólares –como compensación por tiempo de servicios– a su asesor Vladimiro Montesinos, jefe de facto de las fuerzas armadas durante el fujimorato.
Fujimori ganó las elecciones presidenciales en 1990, en segunda vuelta, frente al escritor Mario Vargas Llosa, cuando Perú estaba destruido por la hiperinflación, la crisis económica y las matanzas cometidas por los grupos armados Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, así como por las graves violaciones de los derechos humanos cometidas por las fuerzas del orden en el contexto de las acciones antisubversivas. En abril de 1992 Fujimori dio un autogolpe, cerró el Congreso, intervino el Ministerio Público y el Poder Judicial, y subordinó enteramente a las fuerzas armadas, que fueron usadas para la corrupción y para eliminar a opositores, bajo la fachada de la lucha antiterrorista. Privatizó las empresas del Estado y en 1993 aprobó una nueva Constitución que introdujo el modelo neoliberal. Un sector de los peruanos lo recuerda con añoranza como el presidente que iba a colegios pobres a entregar zapatos o a visitar localidades alejadas para inaugurar alguna pequeña obra pública.
Carlos Ernesto Ráez, un antropólogo que durante su trabajo de campo ha encontrado seguidores del dictador en varias regiones de Perú, explica ese respaldo. «Las percepciones sobre lo positivo del período fujimorista suelen remitirse, en primera instancia, a un nivel macro: la economía y la lucha contra el terrorismo. Mientras que, en el nivel micro, existen historias personales o locales vinculadas a la construcción de infraestructura, como escuelas y locales comunales, a la implementación de servicios de agua y luz (al margen de su calidad), a la titulación de predios, e incluso a una cuestión de visibilidad. Decían: “Fue el primer presidente en llegar a mi localidad”. No obstante, estos relatos de agradecimiento no necesariamente justifican todos los delitos cometidos, sino que coexisten con ellos», comenta Ráez a Brecha.
ACOMODOS DE LA HISTORIA
El autócrata tuvo un cáncer en la boca en 2008 que remitió luego de que recibió tratamiento médico. La enfermedad no reapareció hasta que se la detectaron nuevamente, en febrero de este año. Sin embargo, sus familiares, su médico personal y congresista fujimorista, Alejandro Aguinaga, y otros políticos y seguidores señalan que ha estado luchando contra el cáncer incluso en prisión. En 2017, cuando el entonces presidente, Pedro Pablo Kuczynski, negoció el indulto de Fujimori a cambio de que la poderosa bancada fujimorista lo mantuviera en el cargo, organismos de derechos humanos presentaron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos información médica que desmentía que Fujimori padeciera fibrosis pulmonar y otras enfermedades, como sostenían sus seguidores. Tenía arritmias, normales para su edad, que podían tratarse con medicación.
En 2019, Fujimori volvió a prisión por decisión de un juez supremo que anuló el indulto que concedió Kuczynski, pues infringía las obligaciones del sistema interamericano y además había tenido un trámite irregular. La condena en 2009 a 25 años de prisión se produjo porque el sistema interamericano sentenció al Estado peruano a que se hiciera justicia en los casos Barrios Altos y La Cantuta. En 2023, un auto del Tribunal Constitucional, en respuesta a la defensa de Fujimori, dio validez al indulto que había otorgado Kuczynski, y el gobierno de Boluarte lo excarceló. Así el Estado peruano desacató sus obligaciones internacionales y pisoteó los reclamos de los familiares de las víctimas y los sobrevivientes.
Además, entre julio y agosto, las bancadas de Fuerza Popular y sus aliadas aprobaron una ley de impunidad para crímenes de lesa humanidad cometidos antes de 2003. El 11 de agosto, el abogado de Fujimori pidió a los jueces del caso Pativilca que declararan prescrito el delito, mientras que las defensas de miembros del Grupo Colina hacían lo propio. Con esta ley, varios militares quieren reescribir la historia y aparecer como quienes pacificaron el país, y desconocer las violaciones a los derechos humanos.
Una radio afín al fujimorismo desde los años noventa abrió la noche del miércoles sus líneas telefónicas para recibir opiniones de los oyentes sobre el legado del dictador. La mayoría destacaban su aporte para «recuperar la economía» o «la derrota del terrorismo». El político falleció en la misma fecha en la que lo había hecho hace tres años Abimael Guzmán, el fundador del grupo terrorista Sendero Luminoso, y en vísperas de que se conmemoren 32 años de la operación policial que capturó a Guzmán. Sin embargo, la llamada Operación Victoria fue protagonizada por el Grupo Especial de Inteligencia (GEIN) de la Policía, que, al no haberse subordinado a Montesinos, se había visto asfixiado, castigado sin presupuesto. Cuando el GEIN capturó a la cúpula senderista, Fujimori estaba descansando en la Amazonía, y el entonces jefe de facto de las fuerzas armadas quería presentar el logro como un mérito propio. Los policías no se lo permitieron y sus carreras fueron afectadas por ello. La derrota de la subversión en Perú no se debió a la guerra sucia de Montesinos y Fujimori, sino también a los miles de ronderos campesinos que se enfrentaron a los senderistas desde antes de que el régimen fujimorista les entregara fusiles viejos para combatirlos.