Hacía años que quería hablar con él. Vivía cerca. Se ve que lo comenté a algunos amigos en común, porque un día, por Facebook, me llegó el mensaje: “Hola, Pablo. Lilian Madfes me escribió diciéndome que deseabas tener una entrevista conmigo. Será muy grato conversar con vos. Por este medio podés contestarme y arreglamos entonces el día y la hora del tête à tête. ¿Somos vecinos? Yo vivo en El Fortín, en la mera ‘rambla’. Un cordial abrazo”. Así fue que Daniel tomó la iniciativa y dio comienzo a un fructífero intercambio. Yo estaba –sigo estando– obsesionado con un tema. “Somos vecinos –le respondí–, vivo en Salinas. Tengo una gran pregunta. No es una interrogante específica sino más bien un racimo de cuestiones. Me explico: quisiera poder entender cuál es el papel o el significado, antropológico tal vez, de la infancia en la vida de un hombre adulto. No estoy pensando en teorías psicológicas. Entiendo que esta idea de la infancia varía de acuerdo a las culturas, es claro, pero me gustaría charlar a partir de tu propia experiencia, la de un hombre de 97 años que recuerda o que vive aún la experiencia del niño. Bueno, espero no asustarte con tamaña pregunta.” Enseguida respondió. “A esta altura del partido con la Huesuda no me asustan ni las preguntas a Edipo ni los bultos que se menean.” El mensaje era más largo y concluía: “Hay un auto de color azul a la vista, en la entrada. Va a ladrar la perra cuando llegues. Estaré atento. Si tenés Whatsapp te mando la ubicación. ¡Oh, la tecnología!”. Pero yo no tenía Whatsapp.
Una mañana fría que se extendió hasta pasado el mediodía la dedicamos a hablar de la amistad, del arte, de los viajes, de la muerte. Quería que me hablara de su niñez, pero se escabullía. “Decía Alain, famoso escritor, que cuando la vida deja de ser una esperanza, continúa todavía rigiendo el deber. Y es lo que me pasa a mí, ahora. Porque acá esta soledad, lejos de Montevideo, te ayuda a pensar y sobre todo a descubrir tus faltas. Somos muy benevolentes con nosotros mismos. Y eso de las faltas me vino ya hace algún tiempo, cuando me reprocharon cierta amistad muy profunda y yo dije, bueno, a esta persona la traté desde los 18 años, fui amigo durante toda su vida, tú me estás reprochando lo que yo veo valioso. Lo quiero con sus faltas y por sus faltas. Ahora estoy tratando de hacer un ejercicio que siempre reproché al budismo, que nunca se preocupó por el otro, sino que busca perfeccionar su ser para llegar al nirvana o huir del samsara, la cadena de las reencarnaciones… Me ha ayudado mucho a pensar en la línea intermedia entre la creencia y el ateísmo. Yo no soy ateo, pero tampoco soy creyente. No creo en un dios particular.”
Asoma de pronto su compañera, Alicia:
—Ah, Alicia, él es Pablo Thiago. ¿Te puedo llamar Jacobo? Porque Thiago es Jacobo.
—¿Todo bien, acá, con ustedes? ¿Un tecito? –saluda Alicia.
Daniel gira su asiento y me mira:
—¿Un tecito?
—No, nada, nada. Estoy bien –respondo.
—Traé un té frío, por favor –pidió él. Y ya sobre el asunto–: Vuelvo a la conversación, no a la entrevista, porque esto es una causerie. En Montevideo no podía, el teléfono me tenía loco. Alicia me ayuda muchísimo… es muy hábil con todo.
Habla de Alicia, de cómo se conocieron, de lo importante que es en su vida. La charla pronto deriva hacia las muchas veces que estuvo a punto de morir pero que salvó sin miedo, porque el hermano de un embajador italiano, un personaje muy pálido, “como salido de un cuadro del Bosco”, leyó su mano –tenía 14 años– y le vaticinó que sobrepasaría fácilmente los 90. Me relata luego los cinco accidentes de avión de los que se libró por un pelito, y la confianza ciega que se tenía. Obsesionado, vuelvo al tema de la niñez.
“No hay una infancia –me dice–. Hay una infancia en Samoa, que estudió Margaret Mead, una infancia entre los bosquimanos, entre los griegos, los romanos, los franceses del siglo XVII, nosotros… La figura del niño y sus derechos ha aparecido hace poco. Pero evidentemente hay un ademán de protección, sobre todo de la madre, y el problema que se está presentando ahora, que yo veo y entiendo, pero que para mí aparentemente no tiene solución…, es el machismo, y yo, mirá, todos los libros que ves ahí son sobre el patriarcado, la mujer…”
Se me iba por las ramas. Entonces lo arrinconé:
—Entiendo que es una pregunta muy grande esta que te hago: ¿cuál es tu relación con tu propia infancia?, ¿tenés recuerdos de ella?…
—A partir de los 3 años –me cortó antes de terminar la pregunta–. La recuerdo mucho. Y muchas cosas de mi infancia están vinculadas a mi abuelo materno. Porque papá, cuando bajó a Montevideo como diputado batllista, me trajo con él, pero yo extrañaba Paysandú y me mandaron a la casa del abuelo materno. Pasaba meses con ellos. Y mi abuelo materno era un enamorado de la geografía, me leía los viajes y me los explicaba. Recuerdo que me leía a Sven Hedin, un sueco que viajó por el Gobi e hizo una descripción fantástica. Y le dije: “Abuelo, qué difícil llegar a estos lugares”. Me mira, el vasco, y me responde: “No pierdas la esperanza de ir al Gobi”. Y un día fui. Pero fuera de ello, tuve una infancia muy rica, muy profunda. De abuelos, tíos abuelos, tías. Hay momentos que me han quedado grabados. Paysandú es muy caluroso en verano. Mi abuela, bisnieta de Artigas –yo soy descendiente directo–, tenía dos hermanos. Habían heredado una estancia grande, de 10 mil cuadras. Pero eran mujeriegos, jugadores, borrachines… y le fundieron la estancia. Entonces volvieron a la casa solariega en Paysandú. Y uno de esos tíos abuelos había quedado ciego y estaba con las tías viejas allá en Paysandú. Un día de verano, estando junto a él, me hacía cuentos del campo y me dijo: “M’hijo, hace mucho calor, ¿quiere que le dé un bañito?”. Estaba al lado de esas famosas tinajas, o tinajeros, como le dicen en Venezuela, donde hablan mejor que nosotros. Por ejemplo, la ropa no es abrigada, es abrigadora. Bueno, te sigo el cuento. “Venga para acá que lo voy a bañar”, me dice. Llama a la tía Nimia (mirá los nombres que le ponía mi abuelo: Nimia, y era una mujer alta…) –dijo Vidart, riéndose–. Yo tendría unos 6 años. “¡Traé una toalla que lo voy a bañar a Danielito!” Él tanteó el agua y me metió. Como era ciego me hundió bastante, y en mi visión recuerdo el agua azulada y los anofeles nadando… las larvas de los mosquitos. Me saca, me seca, y cuando me está repasando los brazos me dice: “Sabe una cosa, m’hijo, usted tiene brazos largos, buenos para cuchillero” (mirá las cosas que me decía). “Y le voy a enseñar, porque usted va a crecer, va a ser un hombre y va ir a los boliches y lugares donde hay mucha gente. Si usted entra a tomar una copa y hay un señor al lado que lo mira sin saludarlo y lo vuelve a mirar fijo, usted le dice: ‘Vamos pa’ fuera a ver quién es más’. Usted nunca abandone ni el poncho de verano ni el poncho de invierno. Lo lleva en el hombro, se lo pone a la cintura, pero nunca lo deje. Usted agarra el poncho con la mano izquierda. No use daga larga. Porque si usted tiene un problema con una persona y le tira la daga larga le puede resbalar en el costillar. Usted use un cuchillo cortito.” Y me acuerdo de las palabras que utilizó: “Una cuarta y media, afilado como una navaja. Siempre tiene que tener un afilador grueso y otro fino para terminar la afilada. Que corte un pelito en el aire. Y si tiene un encuentro con esta gente que yo le digo, salen. Usted pone el dedo en la hoja con el filo para arriba, el poncho siempre como distracción, y de repente se lo tira. Va a ser sólo un segundo, el hombre va a descuidar el cuchillo y usted se lo va a clavar en la vejiga y corta pa’ arriba. Se le va a abrir el redaño y se le va a caer el triperío… Entonces da un paso, se enreda, cae y usted me lo degüella en el aire”. Esos eran los consejos que me daba Siceo Marote, y me repetía aquella famosa frase de “la muerte es un ratito”. ¿La conoces, Pablo? Tú no sos del campo. Es de Ciriaco Sosa, que era el degollador oficial cuando Quinteros; cada cinco prisioneros degollaba uno. A la brasilera, con el filo para delante, levantaba la nariz del prisionero de atrás, si no le saltaba la sangre. Entonces en una de esas siente un griterío, y alguien que le dice: “Tío, me tocó el número, ¿usted me va a degollar?”. Y él calladito. Cuando llegó el turno, el jovencito interrogó a su tío: “Bueno, acá estoy, ¿ya me podré ir?”. “No, sobrino, quédate, la muerte es un ratito.” Y lo degolló. Ciriaco Sosa.
“Entiendo, Daniel –retomé desde otro ángulo–, que vos no creés en un dios particular, preocupado con la peripecia personal. Entonces ¿qué pensás que pasa con la conciencia después de la muerte, se desvanece?” El hombre de 97 años que me acababa de contar las dos historias más crudas de la interrupción de la infancia –acaso no era eso lo que estaba buscando–, me respondió con más preguntas. “¿Qué te puedo decir? Ese es el gran tema. Porque por un lado tú puedes creer que hay un inmenso poder intangible, inefable, indefinible… ¿Entre un dios creador del universo y la conciencia personal hay un alma? ¿Hay un alma? Acá tenemos conciencia pero después… ese es el gran tema.” En ese momento Alicia entró, depositó el té frío y salió de la habitación. Una habitación luminosa que da a un jardín y, como una fortaleza o un fortín inexpugnable, está toda rodeada por libros.