“El Darno siempre dijo que Dylan merecía el premio Nobel de Literatura. ¡Salud, maestros!”, celebraba Nelson Díaz, biógrafo de Darnauchans, en Facebook, mientras en el otro extremo Alberto Giordano, crítico y ensayista rosarino, se preguntaba: “¿A dónde va la literatura?¡A dónde fuimos a parar!”, provocando en su muro un torrente de comentarios, ingeniosos o apasionados, o ambas cosas. La polémica quedó instalada y lo interesante es que seguramente no atañe sólo al Nobel, un premio que siempre provoca críticas sin dejar de motivar expectativa, sino a la literatura misma, a sus límites y a su futuro. A su incierto estatuto.
El año pasado se premió a una periodista, es decir, una autora que trabaja con las voces de los otros, y al elegir a Svetlana Alexiévich se rompió también con la tradición de premiar a novelistas y poetas y, algo menos, a ensayistas y dramaturgos, categorías que hasta hace poco daban cuenta de lo que se entendía por literatura. El caso de Dylan es análogo, pero ha provocado más escándalo. En parte, seguramente, porque su creación, salvo su biografía, no circula en formato libro (hoy –daño colateral de la originalidad sueca– los libreros estarán acusando el golpe), pero acaso más porque su enorme popularidad, una que difícilmente alcanza a los escritores, hace del premio 2016 menos una revelación mundial de algo valioso que un gesto caprichoso. Porque en verdad Dylan no precisa el Nobel y parecería que, en cambio, de algún modo el Nobel se adorna (¿aggiorna?) con Dylan. Hay que decir que tampoco fue algo sin precedentes: los tuvo en el premio Príncipe de Asturias que se le otorgó en 2007 (dicen que, cuando le avisaron que había ganado, preguntó qué cosa era el Príncipe de Asturias, pero además que en principio se lo querían dar a Paul McCartney que no podía ir a recibirlo y se lo dieron entonces a él; detalles que repiten la asimetría premio-premiado de este Nobel. En 2013, más claramente, el New York Times publicó un largo artícu-
lo titulado “Knock, Knock, Knockin’ on Nobel’s Door”, en el que Bill Wyman argumentaba pesadamente y en fecha estratégica, a unas semanas del veredicto, porque se le diese el premio. El presidente Obama, que en estas cosas se mueve bien y ya había confesado a la revista Rolling Stone que tiene 30 canciones de Dylan en su I-Pod, lo felicitó llamándolo “mi poeta favorito”. Y ese es el punto: ¿Es poeta?
¿Qué es poesía? preguntas…, las palabras de Bécquer regresan para que el cuestionamiento se haga más interesante. ¿Es que no hay poesía en las canciones? ¿No son acaso muchas veces más poetas los letristas que los formales poetas? Bueno, no me apuren que no es tan fácil. Ya fue dicho que en Brasil, cuando el avance de los poetas concretos, la poesía se refugió en la música. La frase, aparentemente casual, impone una definición: “un poema es un franco hecho sonoro –sonidos, timbres, estructuras, ritmos–. O no es”, decía Idea Vilariño. A propósito de Brasil, sobre el final del citado artículo del New York Times, Wyman desafiaba a la Academia sueca a no perder la oportunidad de premiar a un cantautor, y se preguntaba: “Porque ¿qué otro letrista podría ni remotamente calificar? ¿Joni Mitchell o Leonard Cohen? Tal vez. Aunque en verdad el único que puede competir con Dylan es Chuck Berry, pero esa es una discusión aparte”. Y si una no estuviese escribiendo una nota, le diría: “Oiga, míster Wyman, quítese un poco las anteojeras de las orejas y escuche, por ejemplo, y vea acá, un poco al Sur, a Chico Buarque”. Ese habría sido de pronto un Nobel revelación y, para nosotros, un acto de justicia y una alegría. De todos modos, las preguntas persisten: puesta en página, la canción ¿sobrevive? ¿Y sobrevivirá a la voz de su autor? Al dar el Nobel a Bob Dylan se adujo que no estaban innovando, sino reconociendo una antigua tradición oral que viene de Homero, un argumento efectivo pero extraño dado que desde hace siglos Homero vive en la lectura silenciosa. Lo que, sin embargo, ha resultado interesante han sido las razones con las que el jurado de la academia justificó su elección: “Por haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana”. Acusado de guiarse por criterios ideológicos, de alternar geografías o de buscar imponer valores ajenos a lo estético (aunque ese argumento humanitario figura en los estatutos), el Nobel esta vez argumentó con base en la calidad formal y en búsquedas estéticas renovadas en la carrera del premiado. Y eso está muy bien, y además, ¿a quién no le gusta Bob Dylan?
¿Pero por qué entonces muchos sentimos desilusión y melancolía? Es posible que este premio sea menos una ruptura que la consolidación de una tendencia por la que la literatura, tal como la entendimos por mucho tiempo, pierde espacio y protagonismo. También en el ámbito local, los premios que antes monopolizaban los escritores han sido otorgados a otro tipo de intelectuales. En 2012 el Gran Premio Nacional a la Labor Intelectual fue compartido entre un poeta, Washington Benavides, y un científico, Rodolfo Gambini, y antes ya lo había ganado un ingeniero, Eladio Dieste (y bien dado, ya que fue en verdad un genial “poeta de los ladrillos”). Los premios, es sabido, no son la literatura, sino que pertenecen más bien a sus aledaños, a la más trivial y fugaz “vida literaria”; pero si nos apasionan así es porque no dejan de ser un bien simbólico, y por lo tanto, un síntoma. “A todos nos gusta Dylan –escribió alguien en Internet–, pero estamos hablando de un premio que recibieron Thomas Mann y Faulkner y Samuel Beckett.” Ese es el origen de nuestra nostalgia. No queremos perder aquella grandeza. Cuando Juan Carlos Onetti se lamentaba en sus últimos escritos de la decadencia de la literatura de la segunda mitad del siglo XX, incapaz, decía, de dar un Proust, un Nabokov o un Faulkner, o cuando George Steiner coincidía con él y juzgaba que las artes no avanzan en concertada armonía y que vivimos un retraso de las humanidades, sentí que pecaban de la nostalgia de los viejos, pero es posible que el enojo que me provocaban responda al fundado temor de que quizás tuviesen razón. Es el mismo reflejo que hace que esperemos cada octubre el fallo de una falible academia en Estocolmo, deseando que no falle, que no se adapte, que nos revele a un genio desconocido y que resista en los valores de la literatura que amamos. (O que de una buena vez se lo dé al portugués António Lobo Antunes o a Thomas Pynchon o a una poeta del Sur, como Ida Vitale, que este mismo día ganó el premio García Lorca).
Mientras escribí esta nota dejé que sonaran en la computadora “Blowin’ in the Wind”, “Masters of War”, “The Times They Are a Changing”, “A Hard Rain’s a-Gonna Fall”, “Mr Tambourine Man”, “Chimes of Freedom” y otras canciones, a ver si ese reencuentro me sacaba la melancolía, pero me vino más, lo que, sin embargo, visto desde los efectos del arte, acaso está muy bien.