Hay pequeños gestos y hay grandes gestos que fortalecen el desarrollo del campo artístico en un momento dado, históricamente pautado. La donación por parte de Enrique Silveira (Montevideo, 1924) y Jorge Abbondanza (Montevideo, 1936) de un conjunto de 32 piezas cerámicas a la principal pinacoteca del país participa de esa gestualidad generosa, que implica renunciamientos personales –pequeños para lo colectivo, grandes para los propietarios– a la vez que supone una consolidación de la cerámica como medio expresivo en un contexto local atravesado por las crisis del mercado del arte y el declive de la actividad artesanal. Esta última tiene, sin embargo, chispazos y fulgores intermitentes, y es precisamente mediante acciones de este tipo que se puede alumbrar un camino de esperanza. Porque si bien la cerámica como pieza única no puede volver a su dorado connubio con el público comprador –aquel de las Ferias Nacionales de Artes Plásticas propiciadas por María Luisa Torrens en los años sesenta, que llevaron a contar a los artistas que se veían obligados a volver de la feria directamente a trabajar al taller para reponer las piezas que no paraba de llevarse el público–, hay señales de una vitalidad sostenida en ciertos ámbitos, como evidencia el reciente éxito del V Encuentro de Ceramistas en la ciudad de Minas el mes pasado –organizado por el Colectivo Cerámica Uruguay que está cumpliendo diez años– o por ocasionales muestras de buen nivel, como la que acontece actualmente en la Escuela de Artes y Artesanías doctor Pedro Figari con cerámicas de Juan Pache en diálogo con pinturas de Teodoro Fabra.
Pero volviendo al tema de esta donación y de la muestra resultante,1 lo que ennoblece el gesto es la calidad del “legado” que se brinda, que da cuenta de un sentido unitario y abarcador de tres décadas de producción (1962 a 1991). Olga Larnaudie en el catálogo de la muestra identifica tres grandes etapas del dueto de ceramistas: una primera (1960-65) de experimentaciones en “objetos utilitarios”, una segunda de cambios y reconocimientos (1966-81) signada por las becas y los premios, y muchos viajes (Bolivia, Perú, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Austria, Grecia y España); y una tercera que supone un nuevo rumbo hacia lo conceptual y a las instalaciones (1982 en adelante). De las tres etapas hay una meditada representación. Comenzando por los “cacharros” de ricos esmaltes y curvas depuradas, que invitan a palparlos y a probar su sonoridad –aunque naturalmente nos lo prohíban y nos quedemos con las ganas–, deudores de la tradición japonesa y sobre todo de la “pureza semántica” de la cerámica escandinava, que en la relectura de Silveira y Abbondanza encuentra un nivel de refinamiento como pocas veces se alcanza en otros medios expresivos, y que desde ya justifica su inclusión en un museo. Pero la selección también comprende los interesantes conjuntos cerámicos a modo de instalaciones, en los que botellas y figuras humanas seriadas compuestas por blanca y lisa arcilla cocida parecen marchar en procesión hacia un hundimiento inevitable en las negras bases que las sustentan, como un prolijo naufragio que aconteciera sin que ellas lo notaran. Sin duda la idea de lo colectivo es la que está en entredicho, y ya remitan a la historia local como a la global, definen toda una época de crisis existenciales. Las 32 piezas se presentan en un espacio reducido y sólo gracias a una lograda distribución espacial y una muy hábil iluminación –a cargo de Javier Bassi– se ha conseguido un montaje acorde a la relevancia del acontecimiento.
- Silveira y Abbondanza: un legado, Museo Nacional de Artes Visuales.