La rabia y las lágrimas - Semanario Brecha
El impacto del terremoto en las ciudades turcas de provincia y el factor humano

La rabia y las lágrimas

Ciudades turcas y sirias se han convertido en verdaderas capitales mundiales de la resiliencia en las últimas semanas, con los sobrevivientes del terremoto y sus réplicas trabajando junto con los rescatistas, mientras la ayuda estatal e internacional escasea.

↑ Familiares de las víctimas del colapso de un edificio en Adıyaman, Turquía, el 9 de febrero AFP, AKENGIN

Al límite de sus fuerzas, Mehmet se toma un respiro. Sentado sobre una bombona de gas entre los escombros, este rescatista de 30 años parece abatido. Agarrado a su casco, oculta sus ojos llorosos tras sus largas pestañas, blanqueadas por el polvo. A su alrededor, una escena apocalíptica.

Adıyaman, con una población de 250 mil habitantes, se encuentra completamente derruida. Todo lo que queda aquí son escombros, polvo y restos de edificios que vomitan lo que albergaban en su interior. Los que milagrosamente siguen en pie, penden a veces de un hilo. Un paisaje apocalíptico donde el peligro se añade a un drama ya de por sí inenarrable.

Gritos y lágrimas escapan de este escenario casi monocromo, mezclados con el ruido de las excavadoras. Pero hay algo aún peor: el irritante olor a humo de leña, quemada día y noche en las frías calles para calentar los cuerpos, ya incapaz de cubrir el olor de la muerte.

«¿Cómo vamos a vivir con esto?», pregunta una mujer de unos 40 años. Casi afónica, con los ojos desencajados, se sienta a esperar que los equipos de rescate encuentren a un pariente, muy probablemente fallecido. Un marido, un hermano, un hijo tal vez… Aquí esas preguntas no se plantean.

Esta escena, aunque insostenible, no es un hecho aislado. En la arteria principal de la ciudad, no solo se repite, se multiplica. Allí se colocan, sobre montículos de escombros, sacos que contienen los restos de sus habitantes, a la espera de ser evacuados. Aquí hay fotos que no se toman y testimonios que preferiríamos no escuchar, como cuando un rescatista nos relata «haber encontrado los cuerpos de una pareja, todavía acurrucada» en medio de un océano de hormigón roto.

«ABANDONADOS»

Es una conclusión inapelable: los días de impotencia que siguieron al terremoto del 6 de febrero parecen haber roto mucho más aún los corazones de los supervivientes que las indescriptibles y aterradoras sacudidas del sismo. Adıyaman, situada en la parte oriental de la zona siniestrada y geográficamente aislada, permaneció en un verdadero punto ciego durante interminables horas.

Talip Gunes, de 50 años, recuerda: «Durante los dos primeros días, Adıyaman ni siquiera fue mencionada, y, por lo tanto, no se envió nada. Nos quedamos solos ante la catástrofe. Las tiendas de campaña no llegaron hasta el tercer día, cuando toda la ciudad era ya inhabitable».

Enes, de 22 años, se encontraba allí: «Estábamos solos. Solos. Cavamos a mano para sacar a la gente de los escombros, a veces para sacar a nuestros muertos». Una joven, que desea permanecer en el anonimato, reclama: «No había electricidad, calefacción, agua… La población ha sido abandonada por las autoridades». Para complicar aún más las cosas, se ha declarado una epidemia de sarna en el lugar.

Los habitantes de Adıyaman conocen bien este sentimiento de abandono, ya que su ciudad mantiene una antigua tradición de marginación. Marcada durante mucho tiempo por el subdesarrollo económico, la ciudad se inscribe con letras mayúsculas en esta Turquía «periférica», a menudo olvidada. Y la historia se repite. «Los equipos de rescate llegaron muy tarde y no eran suficientes, toda la ciudad está derruida. ¿Dónde está Turquía?», pregunta Faruk, de 65 años. A su lado, Kadir, de 35 años, lo interrumpe, replicando: «Erdoğan no tiene nada que ver. Antes de apuntarle, hay que atacar a los diputados, a los alcaldes y a los gobernadores que nunca se ocuparon de Adıyaman. Ellos son los responsables, hay que juzgarlos».

UNA LABOR TITÁNICA

En la arteria principal de la ciudad, el trabajo es incesante. Cerca del edificio del gobernador, equipos internacionales de una veintena de países se afanan. Una delegación de Taiwán acaba de llegar. Sin embargo, estos hombres y mujeres, en su mayoría muy experimentados, parecen muy desamparados ante la magnitud del desastre.

A pocas cuadras de distancia, en el corazón de la ciudad, las calles son intransitables, y ningún equipo de rescate ha tenido tiempo de empezar su labor en este campo. Las «fracturas abiertas» que presentan los edificios que aún no se han derrumbado amenazan con su colapso en cualquier momento. En realidad, ni una sola calle de la ciudad es segura. Los rescatistas lo saben: cada operación de rescate puede ser para ellos la última. Pero no importa, avanzan.

El ruido de las sirenas de las ambulancias se hace cada vez menos presente, ya que, desde el quinto día, son cuerpos sin vida en su mayoría los que son extraídos de entre los escombros. Una gran calle y una treintena de rescatistas, hombres y mujeres que afrontan el peligro y cavan incansablemente una montaña de escombros.

«Hay todavía unas 50 personas aquí debajo», precisa Ahmet Aslan. Por suerte para él, que vivía en el edificio ahora derribado, no estaba en casa el 6 de febrero. Nos lleva unos metros más allá, y nos muestra, oculta visualmente por alfombras de salón que sujetan algunos lugareños, una auténtica morgue a cielo abierto. Decenas de cuerpos son fotografiados y luego envueltos en sudarios. «Ni siquiera los limpian», lamenta Ahmet. Minutos después, serán cargados en un camión en dirección al cementerio de la ciudad.

Allí, en medio de un terreno fangoso, repleto de piedras numeradas a mano, Ihsan llora. «Algunas personas han perdido a dos seres queridos, otras tres. Éramos una familia de 12, ahora solo somos cinco.» A su lado, mientras su mujer grita y golpea con todas sus fuerzas sobre un montículo de tierra, un crío de 5 años observa la escena, petrificado.

EL ESTADO Y SUS CARENCIAS

El derrumbe del hotel Isias va a hacer mucho ruido: de su interior, 35 miembros de un equipo de vóleibol de entre 12 y 15 años, pertenecientes a Chipre del Norte, no saldrán vivos. La noticia se difundió rápidamente. El hotel, cerrado hace algún tiempo «por irregularidades en la construcción», había sido reabierto posteriormente sin autorización. Como consecuencia, la ira contra las «mafias del edificio» no deja de crecer, tanto en Adıyaman como en otros lugares. Bakir señala un edificio inclinado: «Mira, es nuevo. Nadie ha vivido allí y ya está destruido. ¿Es normal?».

Las autoridades turcas no tardarán en ocuparse del problema. Según las cifras comunicadas por la AFP, de las 134 investigaciones iniciadas en total, tres personas fueron encarceladas, siete detenidas, entre ellas otros dos promotores que intentaban escapar a Georgia, y 114 siguen siendo buscados.

Si bien esta redada mediática ha sido muy bien recibida por la población de todo el país, muchos temen que el Estado la aproveche para eximirse. En Turquía es conocido que no siempre se respetan las estrictas normas sísmicas. El sector de la construcción, vital para la economía turca, no solo está en plena explosión –el número de empresas que trabajan en el sector inmobiliario ha aumentado un 43 por ciento en 10 años–, sino que también se encuentra en una encrucijada de intereses entre los promotores, el Estado y sus representantes locales. «Todo el mundo está involucrado. Alcaldes, ministros, el presidente y sus amigos promotores. Es una mafia, hacen lo que quieren, y no respetan ninguna regla, siempre que haga girar la economía. Bueno, pues este es el resultado», se rebela Enes.

RESENTIMIENTO KURDO

A 300 quilómetros al este de Adıyaman, también fue golpeada por la onda de choque del terremoto la que a menudo se denomina la capital de los kurdos: Diyarbakır. Sin embargo, el panorama que se nos ofrece no tiene nada de comparable con Adıyaman: si bien la ciudad ha sido muy sacudida, solo algunos edificios colapsaron. Pero también aquí el sentimiento de abandono es omnipresente. «Si miramos el mapa de los lugares que más se ha tardado en rescatar, nos damos cuenta de que se trata de la región de Hatay, gobernada por la oposición, así como de las regiones dominadas por los kurdos», comenta un activista. Emine, una mujer de unos 30 años que perdió a un ser querido, se enfurece: «Había menos de diez edificios derruidos, si el Estado hubiera puesto los medios, no habría muertos. Se ha perdido demasiado tiempo, han echado por tierra nuestras vidas».

Una cosa es segura: este tipo de críticas no son tomadas a la ligera por Ankara, que ha procedido a una serie de detenciones a raíz de mensajes hostiles publicados en las redes sociales. A pocos meses de las elecciones presidenciales de mayo –si es que se mantienen en esa fecha–, Recep Tayyip Erdoğan se muestra impasible, aunque ha llegado a admitir, fenómeno raro, que «se habían constatado lagunas» en la respuesta aportada al seísmo.

Para Samim Akgönül, director del Departamento de Estudios Turcos de la Universidad de Estrasburgo, en Francia, las carencias estaban presentes en todas partes: «La sociedad civil, con una organización como Ahbap, ha sido a menudo más visible que el Estado, hasta el punto de que se han visto obligados a declarar que trabajaban con organismos estatales, por miedo a ser criminalizados».

Mientras tanto, miles de personas en Diyarbakır no han podido regresar a sus hogares, bien porque han sido destruidos o dañados, bien porque no han sido inspeccionados. Llega la medianoche y el termómetro ha bajado de los cero grados. Mientras sus hijos juegan, a pocos metros de distancia, Hassan y sus seres queridos se sientan alrededor de una hoguera. La alimentarán toda la noche. «Ha pasado una semana, no tenemos nada. Estamos en medio de un parque helado. Afortunadamente, la población nos ayuda, pero el Estado no está ahí. Estamos desesperados», explica.

RECONSTRUIR LAS CIUDADES, REPARAR A LOS VIVOS

A pocos metros de un edificio aún en ruinas, al pie de un centro de primeros auxilios, el rostro de Umut Karagöz es la viva imagen del desgaste. Médico de urgencias en el hospital de Diyarbakır, viene después de trabajar en el lugar de un colapso con sus colegas del Equipo Nacional de Socorro Médico de Turquía. «Es normal. Estamos de luto, no puedo estar en otro lugar. Pero hay que subrayar la excepcional ayuda mutua que reina en Diyarbakır.»

Emra Gaze, de 33 años, miembro de la Media Luna Roja turca, llegó de Ankara para ayudar en la distribución de alimentos en la ciudad. Y coincide: «Todos ayudan a todos. Esta ciudad es diferente a todas las demás, está muy unida. Estoy muy marcado». De las ruinas del sudeste turco ha surgido una solidaridad que invita al respeto, a la admiración. Adıyaman, Antioquía o Kahramanmaraş se han convertido en las capitales mundiales de la resiliencia durante algún tiempo. Innumerables son los relatos de personas que lo han perdido todo, incluidos familiares, y que unas horas después se marchaban en busca de vecinos o desconocidos, poniendo en peligro sus vidas.

Diez días después de la tragedia, en las ciudades más afectadas, la muerte está presente por todas partes. Adıyaman, en el momento en que escribimos estas líneas, representa por sí sola una décima parte de las muertes del terremoto (más de 3 mil víctimas registradas, mientras el total supera las 42 mil), pero todo el mundo sabe que tomará semanas para rescatar a las víctimas de sus tumbas de escombros. Y que, por lo tanto, el balance final podría ser mucho más importante.

Mientras tanto, ¿cuántos están esperando en el frío, después de más de diez noches casi sin dormir, para poder recuperar los restos de un ser querido? Probablemente cientos aquí y miles en todo el país. Definitivamente, reconstruir las ciudades será menos difícil que reparar a los vivos.

(Publicado originalmente en El Salto. Titulación de Brecha.)

 

Causas naturales y causas humanas

Junto con los centenares de réplicas que ha tenido, el terremoto del 6 de febrero ha provocado la peor catástrofe por causas naturales que el mundo haya conocido desde 2011, cuando un tsunami en Japón mató a 20 mil personas. El seísmo, que hizo temblar a 23 millones de residentes en países como Turquía, Siria, Egipto, Irak, Líbano y Chipre, tiene, en realidad, poco de sorprendente.

El sur de Turquía, junto con parte del Oriente Medio, descansa sobre lo que los expertos conocen como un territorio de alto riesgo sísmico. La faz de la tierra está fragmentada en placas tectónicas que se mueven a diferente velocidad, y el frotamiento entre ellas produce temblores. En aquel punto se encuentran la placa arábiga, la africana y la euroasiática, condenando la zona a sufrir terremotos de magnitud considerable cada pocas décadas.

A pesar de eso, muchos en Turquía acusan estos días a las autoridades turcas de haber contribuido a que la catástrofe sea mayor de lo que podría haber sido. Desde hace más de medio siglo, múltiples gobiernos turcos han aprobado «amnistías de construcción»: permisos para que las empresas constructoras incumplan las regulaciones de seguridad a cambio de una tarifa. La última amnistía de este tipo se aprobó en 2018 y pocos días antes del seísmo, en la prensa turca aparecían algunas referencias que indicaban que la próxima amnistía estaba por llegar en estos meses.

«La máxima intensidad del terremoto fue violenta, pero no lo suficiente como para destruir un edificio bien construido», declaró David Alexander, experto británico en planificación de emergencias, a la BBC. «En la mayoría de lugares donde el seísmo tuvo lugar, el temblor fue inferior al máximo nivel, así que podemos concluir que casi todos los edificios que se han caído incumplían los reglamentos de construcción y previsión de terremotos que sería razonable esperar», añadía Alexander. Sindicatos de ingenieros y arquitectos turcos calculan que hasta 75 mil edificios ubicados en la parte del país afectada por el terremoto habían recibido ese tipo de amnistías.

En el norte de Siria, la crisis humanitaria se multiplica ante la ausencia de infraestructuras médicas causada por la guerra. El terremoto castigó territorios repetidamente bombardeados durante el conflicto, haciendo que el 65 por ciento de clínicas médicas de la zona estuvieran ya destrozadas antes del cataclismo. De hecho, fuentes militares y civiles sobre el terreno aseguraron a Middle East Eye que el régimen de Bashar al Asad bombardeó territorio afectado por el terremoto dos horas después del seísmo. Ocurrió en Marea, donde no hubo que lamentar víctimas mortales provocadas por aquellos misiles.

El presidente sirio no solo ahoga la región rebelde del noroeste de Siria con bombardeos, sino también con aislamiento humanitario. El régimen de Al Asad exige que toda ayuda humanitaria que entre en territorio sirio pase antes por sus manos. Otros envíos anteriores que tuvieron lugar durante la guerra o durante la pandemia se perdieron de vista sin llegar a los destinatarios, algo que desalienta la cooperación con Damasco.

Con todo, la ayuda humanitaria no llegó al noroeste de Siria hasta el cuarto día, cuando el primer convoy de la ONU atravesó el paso de Bab al Hawa, el único corredor humanitario que conecta Turquía con la parte rebelde de Siria con el permiso del Consejo de Seguridad de la ONU. Representantes de la organización internacional se habían excusado alegando que las carreteras del sur de Turquía estaban en mal estado, impidiendo el acceso de la ayuda humanitaria. Trabajadores del paso fronterizo desafiaron el contenido de tales declaraciones, asegurando que los vehículos cargados de sirios muertos en Turquía durante el terremoto circulaban por el paso de Bab al Hawa sin cesar.

Joan Cabasés Vega

(Publicado originalmente en El Salto. Brecha reproduce fragmentos.)

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