Pretender dirigir la cultura definiendo lo que es bueno y lo que es malo (ya sea con herramientas totalitarias clásicas o manipulando las “reglas del mercado” a tales efectos) es considerar a la humanidad como una especie menos inteligente de lo que es. La política cultural puede ser la del jardinero que poda prolijamente el césped y los arbustos de un jardín, o la del guardaparques que vigila que nadie destruya una reserva natural.
Una visión reduccionista de la política cultural es pensarla como la promoción de las artes; no está mal, pero yo agrego el matiz de que, en este caso, “promover” debería significar, básicamente, quitar escollos, permitir que tanto creadores como consumidores (que no son grupos totalmente separados) desempeñen su tarea con naturalidad, teniendo como principales estímulos los que derivan de la propia actividad. Quitar escollos también implica entender que un artista es alguien que dedica una parte importante de su vida al arte, pero que este no es privativo de los artistas. La política cultural debería fomentar, además, el desarrollo de un público crítico y creativo al que no le vendan buzones.
Un escollo es, a veces, la falta de dinero. En esos casos es válido que el Estado se preocupe por fomentar económicamente algunas actividades. Yo puedo escribir un cuento o una canción sin un peso, pero no filmar una película o grabar un disco. Se pueden financiar algunas de estas actividades, quitar impuestos, etcétera (algo se hace). A lo que nunca le vi sentido es a los premios; son innecesarios si están dadas las condiciones para desarrollar la actividad, y en dosis excesivas contribuyen con la triste idea del éxito rápido e improbable. Los premios monetarios solucionan problemas muy específicos, abarcan a muy pocos y durante breves lapsos. Digo todo esto porque, ante la falta de ideas, se suelen derramar premios aquí y allá para salir del paso. ¿Qué es más importante para un músico: ganar mil o dos mil dólares en un concurso, o que se generen las condiciones para que pueda ganarlos en un lapso razonable y desarrollando su tarea (esto es, tocando)? ¿Para qué le sirve un premio si simultáneamente se crea toda una parafernalia propagandística que lleva a que el público de cualquier artista extranjero sea mil veces más numeroso que el suyo propio? Alguien acostumbrado a festejar si van a verlo cincuenta personas debería sentirse más feliz y (hasta obtendría más dinero) duplicando esa cifra que ganando concursos. Por último, es especialmente molesta cierta tendencia normativa (en el peor sentido: el de domar, controlar) que tienen algunos concursos.
Hablé arriba de la formación de un público crítico, participativo e interesado en saber qué pasa. ¿Cómo se llega a eso? ¿Haciendo cursillos de “sea un buen consumidor de cultura en seis semanas”? Ante todo, yo trataría de no limitar los análisis a palabras como “consumidor”, “producto” y otras peores, como management. Esa forma de tratar el tema no es una política cultural, claro, pero usarla y promoverla desde el Estado sí que lo es. Si bien vivimos en un mundo capitalista, definir la vida artística como si se tratara de un montón de microempresas que compiten por imponer sus productos pertenece más al ámbito de la política económica que al de la cultural. ¿Cuál es el problema? Entre otras cosas, que si yo busco simplemente imponer mi “producto”, no voy a esforzarme por crear arte de calidad (cada uno con su propia definición de lo que es “calidad”), sino por lograr un envase apetecible, como si estuviéramos vendiendo alfajores. Para el mercado, “mejorar un alfajor” puede significar, por ejemplo, envolverlo con un papel reciclable que tenga impresa la palabra “natural”; si eso aumenta las ventas, ya está.
¿Cómo tendría que actuar el Estado? Bueno, de acuerdo a sus intenciones, claro. Un gobierno que tenga como meta ideal un capitalismo extremo con artes-alfajores llenará todo de concursos y reglamentos y grandes centros de entretenimiento donde se promueva mayoritariamente lo que encaje en modelos previamente definidos por los expertos en marketing. Un concurso esporádico premia (bien o mal) lo que alguien hizo, mientras que un concurso periódico e institucionalizado define qué es lo que los artistas deben hacer, y los no obedientes son dejados de lado “bajo sospecha de subversión”, pero con un único castigo real que consiste en la muerte lenta por asfixia, esa en la que el occiso no “dejó de existir”, sino que nunca llegó a disfrutar de la existencia, porque bajo ese paradigma lo que no gana premios no le interesa a nadie o, con suerte, logra acceder a una existencia marginal. Así se termina dirigiendo la evolución de los géneros, quitándoles lo que no es redituable y agregándoles lo que sí.
¿Y qué debería o podría hacer un gobierno con ideas de izquierda? Primero: tener muy claro que el arte tiene una función social además de generar dinero, y que esa función es esencial para que una sociedad no se transforme en un cajero automático explosivo. Una parte importante pasa, sin duda, por la educación, pero no de la forma que se percibe habitualmente. Nada impide que una doctora en bioquímica o un técnico electricista puedan ser músicos, poetas o pintores aficionados (o más que eso), y que incluso puedan optar, eventualmente, por una de sus vocaciones en función de lo que la vida les depare. Fomentar la expresión artística en primaria y secundaria no debería considerarse una pérdida de tiempo o una dilapidación de recursos. Lo opuesto (orientarse a generar “jóvenes emprendedores aptos para competir en el mercado laboral”) es bobo y criminal, porque la gente suele necesitar algo más que un empleo para realizarse más o menos plenamente, y porque un país de esclavos sólo puede convertirse en un país esclavo. Y este es uno de los ejes de la cuestión: pensemos en cómo proliferan, por ejemplo, los talleres literarios que se llenan de personas que van a desarrollar tardíamente una vieja vocación inexplorada, buscando acaso algo que les faltó en su primera formación, décadas atrás. Y capaz que lo suyo no es escribir, pero bueno, parece más fácil que aprender a esculpir. La educación utilitaria es enemiga de la felicidad, porque los humanos no son máquinas especializadas, sino que en muchos casos necesitan (y pueden) alternar entre tareas bien distintas. Un trabajo mecánico y rutinario es terrible sólo cuando es la única actividad que se desarrolla. Para alguien que escribe puede ser hasta una fuente de anécdotas, situaciones y personajes; pero además, no está de más mover de tanto en tanto determinados músculos mentales cuya existencia desconocíamos y que nunca habían dolido.
La asociación del arte con el entretenimiento, tan usual en estos tiempos, va de la mano con la forma estanca en que se concibe al arte. La gente se aburre de sus rutinas y necesita variar, para lo que hay montada (vaya casualidad) toda una industria masiva del entretenimiento. Pero esa masividad implica un consumo rápido y fácil, y se suele terminar en efectismos superficiales. Si la gente desarrollara –aunque fuera en forma amateur– actividades artísticas, se entretendría, en gran parte, sola. Y sería capaz de disfrutar espontáneamente de creaciones más ambiciosas. También (no está de más decirlo) sería más inmune a fundamentalismos baratos y a campañas electorales que apelan a nuestra plena estupidez sentimental: en resumen, sería más libre.
Claro: aplicar todo esto exige un cambio de mentalidad muy drástico. Y va más allá de los partidos que gobiernen, porque en estas cosas parece haber un acuerdo tácito en que lo mejor, o lo único posible, es el arte de supermercado. Es una tarea compleja, sí, pero imprescindible. No se puede pensar en solucionar ninguno de los temas que habitualmente aparecen en las listas de “grandes problemas” si no se pasa por un cambio cultural que nos permita dar un salto, zafar de las cadenas del viejo sentido común y apostar a soluciones nuevas allí donde las clásicas han demostrado una y otra vez fracasar. Y ese cambio no se logrará si fomentamos un pueblo con vocación de ganado vacuno que ni siquiera –como la vaca de “Guitarra negra”– entre al tubo desconfiando porque allí no hay pasto.
El arte es el monte ribereño, y las políticas culturales deberían ser cuidar la salud de la tierra y los ríos. En cambio, se dedican a plantar eucaliptos y a darles a los artistas sacrílegos su marronazo en plena frente, en plenas ganas de hacer arte, en plenas ganas de explorar el mundo agreste de la creación más allá del monocultivo “for export del Uruguay”.