La receta de Orbán y el ordonacionalismo - Semanario Brecha
La receta de Orbán y el ordonacionalismo

Los panes y los peces

El primer ministro húngaro lleva tanto tiempo siendo reelecto que está a punto de superar el récord de Angela Merkel. Sus detractores a menudo olvidan qué es lo que hace tan efectiva su estrategia con los votantes.

Viktor Orbán, en Budapest, en abril de 2018. AFP, ATTILA KISBENEDEK

Viktor Orbán es, en Europa, el jefe de gobierno democráticamente electo que más años lleva en el cargo. Gracias a su victoria en las elecciones parlamentarias de abril, el primer ministro húngaro está a punto de superar el récord de Angela Merkel como líder europeo del siglo XXI con más tiempo en el poder. Que Orbán haya logrado esto al frente de un programa nacionalista explícitamente opuesto a los valores del liberalismo internacional lo ha convertido en un héroe para la derecha nativista mundial: el dirigente del Brexit Nigel Farage lo llamó una vez «el futuro de Europa»; Donald Trump salió dos veces a respaldar su última campaña electoral, y, en mayo, una cumbre estadounidense anual que tiene un rol central en la organización de la estructura trumpista, la Conferencia Política de Acción Conservadora, celebró una versión europea de su evento en Budapest, con la participación del propio Trump a través de videoconferencia.

A menudo, el caso de Hungría es presentado como una advertencia a los liberales de otras partes del mundo sobre los peligros que representa la llegada al poder de un líder populista de derecha: aquí es a donde conducirá la «batalla cultural» contra el progresismo; así serán reconfigurados paulatinamente el Estado y los medios de comunicación para socavar la democracia. Es cierto que el orbanismo ofrece material de sobra para hacer estas advertencias (véase «Mal augurio», Brecha, 14-VIII-20), aunque también es cierto que el Partido Republicano, el bolsonarismo o el conservadurismo británico no necesitan de muchos consejos externos para fomentar sus guerras culturales o para manipular las instituciones democráticas. A lo que se suele prestar menos atención es a la forma en que Orbán y su partido, Fidesz, tomaron y mantuvieron el poder hasta hoy.

EL ESTADO EQUILIBRISTA

El éxito imparable del que Orbán goza en Hungría desde 2010 está estrechamente relacionado con las secuelas de la crisis financiera de 2008. Como lo documenta el historiador económico Adam Tooze en su libro Crash: cómo una década de crisis financieras ha cambiado el mundo, los Estados de Europa del Este experimentaron a partir de entonces caídas de su PBI casi el doble de grandes de la que sufrió el propio Estados Unidos. En Hungría, la crisis se hizo sentir todavía más debido a las políticas de liberalización aplicadas durante la década anterior por el gobernante Partido Socialista Húngaro, que, entre otras cosas, había permitido un amplio control extranjero del sistema financiero, lo que dio lugar a la expansión de hipotecas y otros préstamos en moneda extranjera. Entre 2003 y 2008 aumentó 130 por ciento la deuda de los hogares, y la totalidad de este aumento estuvo compuesto de préstamos en moneda extranjera. Un trabajador húngaro cualquiera podía ver cómo sus deudas se multiplicaban de la noche a la mañana a medida que el valor del florín se derrumbaba frente al del yen, ya que el préstamo con el que había comprado su Dacia Sandero estaba –por razones que le hubiera costado explicar– en manos, por ejemplo, de un banco de Japón.

Fidesz ganó en las elecciones de 2010 con la promesa de terminar con todo esto. Una vez en el poder, culpó sin rodeos a las firmas financieras extranjeras y al banco central. A las primeras las atacó con multas, impuestos y sanciones inesperadas, y a los jefes del banco central les recortó los salarios. El diputado de Fidesz László Kövér lo llamó «una cruda pulseada entre el gobierno y el mundo bancario internacional por mostrar quién tiene el poder». Orbán logró mantener baja la deuda, estatizando las pensiones privadas, imponiendo tributos a los activos de la Iglesia y recortando el presupuesto de la universidad. Sedujo a las industrias extranjeras con impuestos al capital bajos y derechos laborales cada vez más reducidos, lo que mantuvo el desempleo controlado y los salarios relativamente altos. Redujo las políticas sociales, pero hizo un uso juicioso de los programas de trabajo en las áreas rurales y de los controles de precios de los productos de la canasta básica.

Todo el proyecto orbanista es un acto de equilibrismo, que rápidamente da con una mano y saca con otra, y hace uso de herramientas de izquierda, derecha y centro para premiar a algunos sectores y ciudadanos y castigar a otros en medio de un torbellino de intervención estatal. La socióloga de la Universidad Centroeuropea Dorit Geva ha llamado a este enfoque ordonacionalismo: bajo anteriores regímenes –llamémosle neoliberales–, los ciudadanos veían desregulación y disrupción; bajo un ordonacionalista, ven un gobierno poderoso que da una apariencia de orden y previsibilidad… para las personas «correctas». A pesar de que las condiciones generales son las mismas que en el pasado –la clase trabajadora sigue a la defensiva y el Estado, en última instancia, sigue achicándose–, existe sin embargo la sensación de que ahora hay una mano firme al volante.

Este estilo de gobierno ha demostrado ser increíblemente popular. Orbán obtuvo mayorías de dos tercios en las elecciones de 2010, 2014, 2018 y 2022. La coalición que lo mantiene en el poder es notablemente similar a las bases de Trump: un núcleo duro de conservadores cristianos de clase media y suficientes votantes de clase trabajadora como para mantener una mayoría. Para los primeros, el Estado recompensa a las pequeñas empresas y a los plutócratas locales a expensas de las finanzas internacionales; para los segundos, los puestos de trabajo son abundantes y los productos básicos son baratos; además, ambos grupos parecen disfrutar de la persecución que el Estado hace a sus compatriotas romaníes, judíos, LGBTQ+ y sin techo, así como del espectáculo de violencia antinmigrante que ha desplegado con la absurda militarización de la frontera sur.

UN ERROR REPETIDO

El atractivo central del orbanismo es su oferta al mismo tiempo discursiva y material. Junto con un nada despreciable arsenal de ajustes institucionales de dudosa naturaleza democrática, esta estrategia doble ha cimentado su éxito. (Como contraste, pueden verse los recientes fracasos electorales del partido derechista esloveno SDS, cuyo programa podría ser calificado como de orbanismo cultural, pero sin la pata de intervencionismo económico.) Las condiciones que hacen tan atractiva esta combinación no son exclusivas de Hungría. En Estados Unidos, así como en otros países, todavía son fuertes los efectos de la crisis económica y de la larga sangría de desindustrialización. Es poco probable que los políticos estadounidenses entren en guerra con las grandes finanzas, pero el llamado conservadurismo nacional, expuesto por personalidades como el conductor televisivo Tucker Carlson, el comentarista Oren Cass o el senador Marco Rubio, no tiene empacho en hablar de la necesidad de poder estatal, onshoring y sindicatos. No es sorpresa que sus expositores elogien públicamente a Orbán e inviten a figuras del Fidesz a dar conferencias.

Los políticos más tradicionales de centro y centroizquierda que se oponen a estos movimientos a menudo parecen ignorar esa estrategia. La alianza de seis partidos que se opuso a Orbán en 2022 se centró en criticar su erosión de las normas democráticas y lo odioso de sus creencias. Lo acusaron incluso de no ser un verdadero cristiano conservador y llamaron a una nueva «era de honestidad». Hubo algún ruido menor de nuevas protecciones laborales, pero muy poco en cuanto a un programa material para los votantes. Cuando esta coalición perdió –y perdió por mucho–, su candidato a primer ministro, Péter Márki-Zay, afirmó que incluso Jesús habría perdido ante la maquinaria propagandística de Orbán. Pero Márki-Zay se olvidó de que Jesús echó a los mercaderes del templo y fue generoso con los panes y los peces. Los oponentes de Orbán hicieron poco para ser vistos como algo más que un regreso a la «normalidad», una normalidad que el programa de Orbán ya derrotó y reemplazó por completo. Es desalentador ver este error repetido en otros lugares.


(Publicado originalmente en London Review of Books. Traducción de Brecha.)

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