El director Shane Black es uno de los talentos ocultos del Hollywood de las últimas décadas. No sólo ha sido guionista de varias de las mejores y más taquilleras películas de acción de los años ochenta y noventa, como Depredador, Arma mortal, El último boy scout y El último gran héroe, sino que además también supo, desde detrás de cámaras, lograr películas explosivas y adictivas como la comedia negra Kiss Kiss Bang Bang (con Robert Downey Jr y Val Kilmer) y la mejor de las entregas del superhéroe acorazado, Iron Man 3 (con Robert Downey Jr y aledaños).
Así como a fines de los noventa y principios de los dos mil en Inglaterra Guy Ritchie sorprendió integrando elementos de la más desacatada comedia negra a thrillers sobregirados como Juegos, trampas y dos armas humeantes y Snatch, Shane Black hacía lo mismo en Estados Unidos, sólo que con menos películas como director, trabajando sobre todo como productor y guionista, lo que naturalmente redunda en un reconocimiento mucho menor.
Desde un comienzo la música soul y el funk se imponen, los créditos con letras en luces de neón rosadas, así como las panorámicas nocturnas, las patillas, los lentes oscuros y las camisas floreadas; la ciudad de Los Ángeles de los setenta inunda la pantalla con fiestas lisérgicas, el florecimiento del negocio de la pornografía y protestas hippies por las calles.
Esta película1 supone entonces la vuelta de un Shane Black en estado puro, una revancha que trae una batería de chistes negros de los mejores, con dos notables intérpretes (Ryan Gosling y Russell Crowe) y una inventiva prodigiosa. El cineasta nos recuerda lo eficiente que puede ser la comedia slapstick cuando viene acompañada de grandes actores. Así, fruslerías como una caída torpe o un forcejeo por un arma pueden convertirse en secuencias desternillantes. Si bien el guión se sirve de dos estereotipos, el investigador privado dado a los excesos y el matón a sueldo bonachón, ambos intérpretes logran imprimirle a los dos una frescura derrotista y un encanto que vuelve inevitable la identificación con uno y otro.
Una sentada de hippies muertos con máscaras antigás, un unicornio en una fiesta o un tiroteo en torno a un auto giratorio en exhibición son sólo algunas de las genialidades que pueblan esta película. El exceso de ridículo, el humor canchero y la verborragia son las apuestas del director-guionista, y ese desborde constante es sumamente bienvenido. Es verdad que llegando a cierto punto estos recursos se agotan, y la película seguramente hubiese sido más sólida y efectiva si le hubieran recortado unos diez minutos de metraje. Además, esa niña sabelotodo, con palabras adultas a flor de piel y tendencias moralizantes es el cliché menos favorable del planteo. Pero no hay con qué darle, Dos tipos peligrosos es un divertimento total, dotado del sabor de lo perdido y lo recuperado.