La segundona - Semanario Brecha
Europa y su subordinación político-militar

La segundona

La invasión rusa echó por la borda los planteos de «muerte cerebral de la OTAN» y de la necesidad de un ejército europeo. Frente a una guerra en su propio continente, la Unión Europea vuelve a su posición subalterna.

Europa se está armando como nunca antes. Desde 2017, el gasto militar de la Unión Europea (UE) aumentó 26 por ciento, según datos de la propia UE, o 38 por ciento, de acuerdo a informaciones de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) (Público, 26-III-22). Pero en los próximos años el crecimiento será mucho mayor. La intervención rusa en Ucrania ha desatado en Europa una inflación armamentista que parece imparable. Empezando por Alemania, su mayor potencia económica, que apenas iniciada la guerra, en un giro radical de la política de defensa seguida desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, anunció que dedicará cada año el 2 por ciento de su PBI al gasto militar y destinará un fondo especial de 100.000 millones de euros a la modernización de su Ejército (véase «Alemania cambia el rumbo», Brecha, 3-III-22).

En los días sucesivos, otros 20 países de la UE se fijaron objetivos similares. Algunos –no precisamente los más ricos, como Grecia, Rumania, Polonia, las repúblicas bálticas– ya tienen un presupuesto militar superior al 2 por ciento de su producto (Grecia llega al 3,5), pero lo incrementarán aún más. El 21 de marzo los ministros de Relaciones Exteriores y Defensa de la UE, reunidos en Bruselas, adoptaron un plan de defensa que supone, entre otras cosas, la constitución de una fuerza de intervención europea de unos 5 mil soldados e inversiones para dotarse de «capacidades militares» de las que hoy carecen, como drones, tanques y sistemas de defensa antiaéreos y antimisiles (AFP, 21-III-22). «Estamos muy por debajo de lo necesario para los tiempos que corren», dijo entonces el canciller europeo, el español Josep Borrell, quien calificó como «muy escasos» los 200.000 millones de euros que el conjunto de los países de la UE destina actualmente a defensa, «tan solo el 1,5 por ciento del PBI» global.

En su preámbulo, el plan de defensa adoptado en Bruselas, llamado Brújula Estratégica, dice que la UE «está insuficientemente equipada para hacer frente a las amenazas y los desafíos actuales». Y más adelante señala: «Vivimos en una época de competencia estratégica y de complejas amenazas a la seguridad. Aumentan los conflictos y las agresiones militares. […] Nos enfrentamos a crecientes intentos de coerción económica y energética. Además, los conflictos y la inestabilidad se ven a menudo agravados por el efecto multiplicador de amenazas del cambio climático».

La Brújula Estratégica, afirmó también Borrell, no es «una respuesta a la guerra de Ucrania, sino parte de la respuesta» que la UE consensuará con Estados Unidos en el marco de una OTAN «revitalizada». En enero pasado, otra española y socialista, la ministra de Defensa, Margarita Robles, había descrito a la OTAN como un «instrumento de libertad y democracia que persigue la paz en el mundo». No puede haber demócrata en el mundo que ponga en duda esa noble condición de la alianza, agregó la ministra. E hizo suyas las palabras de otro socialdemócrata, el británico Tony Blair, que, en ocasión de otra guerra, la de Irak, había calificado a la alianza atlántica como «la partera del nuevo orden mundial». Hace unos pocos días, el jefe inmediato de Robles, el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, celebró que a fines de junio próximo Madrid sea sede de una cumbre «histórica» de la OTAN, en la que todos juntitos, europeos y estadounidenses, podrán «reforzar», como jamás han hecho, «su unidad y sus valores».

Cuesta creer, en ese ambiente de armonía celestial, que hace apenas tres meses el presidente francés, Emmanuel Macron, pudiera hablar públicamente de la OTAN como de una estructura en estado de «muerte cerebral» o que tanto él como las autoridades alemanas manejaran hasta hace muy poquito la idea de crear un Ejército europeo totalmente autonomizado de Estados Unidos (véase «La cosa se pone seria», Brecha, 17-I-20). «No es la menor paradoja de la intervención rusa en Ucrania que haya servido para uno de los objetivos mayores de la política exterior de Estados Unidos: reflotar la alianza atlántica, un instrumento que a Washington le sirve para tener sujeta a Europa en un papel absolutamente subordinado y para alejarla de Rusia, un vecino con el que Europa le conviene, por múltiples razones (de seguridad, de aprovisionamiento de energía), mantener correctas relaciones de convivencia», dijo en una reciente entrevista el periodista y analista español Rafael Poch.

El primer borrador de la Brújula Estratégica de la UE decía algo que, leído ahora, suena tan extraño: «La UE y Rusia comparten muchos intereses y una cultura común. Por ello, la estrategia de la UE pretende comprometer a Rusia en algunas cuestiones específicas» (Infolibre, 27-III-22). Era en noviembre, hace cuatro meses. Un siglo.

A mediados de los años noventa, cuando la Unión Soviética se había disuelto, el Pacto de Varsovia estaba muerto y enterrado, Rusia había entrado de plano en el redil capitalista y ya no representaba peligro ideológico alguno, y en Europa occidental hubo un renacer de planteos de autonomía respecto al aliado estadounidense. Ya no había Guerra Fría ni estructuras como la OTAN, nacida para defenderse del enemigo comunista; habían perdido toda razón de ser, decían entonces estos europeos, inspirados, acaso, en las posturas del general Charles de Gaulle. Y proyectaban un nuevo reparto del mundo en el que no necesariamente los intereses europeos coincidieran con los estadounidenses y sí, puntualmente, con los rusos y hasta con los chinos.

Si la guerra de Ucrania tiene vencedores, no serán tanto los rusos (menos que menos los ucranianos), sino Estados Unidos, que condujo metódicamente a Moscú a caer en el embudo de la invasión y se metió en el bolsillo a Europa en medio de un delirio belicista, escribió en Público (26-II-22) el politólogo español Juan Carlos Monedero. Refiriéndose al suicidio europeo, afirmaba a su vez (Desde Abajo, 29-III-22) el filósofo italiano Franco Berardi: «Ilimitado es el poder del estúpido, porque el estúpido está dispuesto a dañarse a sí mismo para dañar al otro».

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