Ella realmente existió. Como Ed Wood en lo suyo, Florence Foster Jenkins se empeñó en una actividad completamente reñida con sus facultades. Estaba convencida de lo real de su inexistente talento lírico, de la calidad de una voz imposible, sostenida por su inconmensurable amor por la música. Rica y generosa, ayudó a innumerables artistas a proseguir con su carrera, a la vez que hacía la propia. Dio varios recitales en los años veinte y treinta, interpretando a Mozart, Brahms y Verdi, y a veces sus propias composiciones. Inmune a las risas y las críticas, convertía sus espectáculos en una experiencia naïf, además de por su forma de cantar, por sus vestidos, que diseñaba ella misma, por los capullos que arrojaba a la platea, por las alas de ángel que a veces adosaba a su espalda. Entre 1930 y 1944 grabó cinco discos que, inesperadamente, tuvieron éxito, quizá porque mucha gente apreciaba más la diversión que el canto lírico, y en 1944, a los 76 años, llegó a cantar en el Carnegie Hall, un mes antes de morir. Además de esta película, el personaje inspiró la francesa Marguerite (2015), dirigida por Xavier Giannoli con el protagonismo de Catherine Frot (que ganó el Oscar francés, el César, por ese papel).
No es la primera vez que, además de películas de origen literario como Mi bella lavandería (1985) o Las relaciones peligrosas (1988) el director inglés Stephen Frears aborda biografías o casos reales. Lo hizo en Susurros en tus oídos (1987), sobre Joe Orton, en La reina (2006) y en Philomena (2013). En Florence, y con la colaboración formidable de Meryl Streep, el realizador diseña un personaje tan entrañable como ridículo, tan fastidioso como querible. Florence es tan sensible a la magia de la música y a las necesidades de los músicos como insensible a los datos que le devuelve la realidad. ¿Cómo alguien que, legítimamente, se emociona al escuchar cantar a Lily Pons puede pensar que lo que emite su garganta –la propia, no la de Lily Pons– es algo digno de ser escuchado? En Florence hay a la vez tanta humildad como autosuficiencia; su pasión por cantar bloquea su percepción del mundo y de cómo suena esa música interpretada por ella para los demás. Alguien perfectamente engañado –y nunca lo sabremos– en dosis imponderables por su genuino amor por la música y por su ciega egolatría. Frears presenta así a ese simpático monstruo como una suerte de vieja-niña a la que protege como a una flor delicada su platónico marido Hugh Grant –que como británico actor fracasado y devoto y vividor esposo compone el más ambiguo y delicioso papel de su carrera–, mientras le sigue la corriente a la vez que se burla de ella su pianista Simon Helberg –uno de los divertidos nerds de The Big Band Theory–. Con todo esto, Florence termina imponiéndose a su público, al del filme y al de la platea del cine. Desde el punto de vista de quienes buscan el humor, es un filme menor: hay un único “chiste”, lo horrible que canta Florence y su ignorancia al respecto, y lo enorme de sus expectativas. Pero es un buen “chiste” (Streep mediante), desarrollado en divertidas escenas, y es también, aunque por la vía del ridículo, un afectuoso acercamiento a la pasión artística, más allá de sus logros. Ese equilibrio en la mirada hacia lo patético y lo pasional, la simpatía por los excéntricos personajes –a los nombrados, cabe agregar una variopinta farándula de melómanos reales o improvisados–, la tragicómica culminación del concierto en el Carnegie, preludio de otra culminación definitiva, hacen de Florence una película atractiva, en la que el absurdo y el humor están impregnados de melancolía.