El centro parecía una fiesta. A las 11 de la mañana estaba programado un simulacro de evacuación en caso de terremoto, en una fecha más que simbólica: el 19 de setiembre de 1985 la tierra tembló dejando un reguero de destrucción y muerte, en el mayor sismo de la historia reciente de México. Más de 10 mil muertos, aunque la cifra exacta nunca se conoció, y alrededor de 800 edificios derrumbados. El gobierno de la época fue un monumento a la ineficiencia y la solidaridad fue la que salvó vidas, recuperó cuerpos sepultados y trasladó heridos.
A las 11 de la mañana de este 19 de setiembre, 32 años después, era difícil abrirse paso entre los miles de funcionarios que colmaban las aceras de la Colonia San Rafael, una de las más afectadas por lo que sucedería dos horas después. Una serena algarabía emergía de los cientos de grupos que festejaban, quizá, el tiempo libre fuera de la supervisión de sus jefes.
Cuando la tierra tembló, los edificios se tambaleaban y costaba mantenerse en pie, se trataba apenas de mirar hacia arriba para detectar algún peligro, la caída de algo grande sobre las cabezas. “Pinche temblor”, gritaban algunos cuando todavía el mundo se movía frenéticamente alrededor.
Después sobrevino una tensa calma; miles se agolpaban en las aceras, ahora con rostros serios, con la premonición de la tragedia estampada en los gestos. Enseguida apareció la certeza de que estábamos metidos en una inmensa ratonera de la que sería difícil salir. Millones de coches inmovilizados, semáforos apagados, la luz y el agua cortadas y una incertidumbre que crecía como una sombra amenazante. Avanzamos unos metros y paramos.
El primer rasgo que toma la solidaridad son los cientos de espontáneos que ordenan el tránsito agitando pañuelos. Algunas personas acompañan a los que entraron en pánico hasta los centros de salud. Los más decididos, jóvenes casi todos, van corriendo hasta los edificios colapsados para ayudar en el rescate. Empezaron a despejar escombros con las manos y con las pocas herramientas que se conseguían. Llegaron tres horas antes que la Armada, encargada por el gobierno de socorrer a las víctimas.
En cuanto paró de temblar vinieron corriendo los vecinos, porque los que están más cerca son los primeros que responden. La proximidad es ley. Una hora más tarde, hombres y mujeres habían armado un sistema que funcionaba bajo la básica regla de sacar escombros y entrar baldes vacíos con los que ídem. No es que la gente ayude en el rescate, la gente es el rescate.
En uno de los edificios de ¡seis pisos! que cayó en un barrio símil Parque Rodó –no en aspecto sino en perfil socioeconómico– había tres sectores, con cuatro filas cada uno, que iban desde el pie de la pirámide trunca de escombros hasta la calle. Por las filas del medio, grupitos de gente sacaban los pedazos más grandes y pesados que estructuraron la casa, mientras que las líneas de los bordes funcionaban como cintas transportadoras en direcciones opuestas. Las cosas de la gente que ahí vivía aparecían por todas partes: una bota sin compañera, una foto que no perdió el marco de vidrio a pesar de los 7,1 Richter que la sacudieron; y un obrero, mago del cincel y del martillo, que separa en segundos grandes pedazos de pared, que se entretiene un rato mirándola antes de tirarla al vacío que fue patio trasero.
Si los bomberos y los rescatistas de la división de Protección Civil mantuvieron una relación cordial con la gente, indicándole, por ejemplo, que estaban escarbando en un punto que agregaba más peso a la estructura, en vez de alivianarla, todo cambió cuando llegaron los militares de la Armada, que pretendieron sacar a la gente a los gritos. Pero como en ese momento los de verde eran minoría, pronto se los tragó la cadena de trabajo que no paró, aunque se lo ordenaran fuerte. Una minivictoria de la vida contra la militarización de todo.
Ya para la tarde, en torno a la mayoría de los derrumbes se había formado una cadena de policías con escudos que no permitían la libre entrada de la gente a colaborar. Para el segundo día, eternas filas de jóvenes con palas, carretillas y cascos de construcción esperaban horas a que la autoridad les permitiera prestar sus manos para remediar el desastre. Fue la respuesta de arriba para frenar la acción de abajo: dejar a la gente fuera, esperando.
El aluvión, igual, se sigue viendo en la cantidad de donaciones que desbordan los centros de acopio. En la calle hay un clima agitado, como de pecho inflado por la respuesta colectiva. Todo el mundo colabora en la manera que puede, pero los más visibles son los jóvenes pos 85: no vivieron el sismo anterior, pero eso no importa, porque aquella respuesta colectiva ante la inacción estatal fue una lección que quedó metida en la memoria de todos. Los mexicanos se cobijan en su capacidad de respuesta, que es genuina y espontánea, y deciden que sea esa la identidad que se han creado para sí.
La solidaridad es el milagro de la vida. Como una manta gigantesca que abriga en medio del colapso. Una solidaridad que saca lo mejor de los seres humanos, incluso en esta ciudad inhóspita, esculpida por el individualismo del consumo y los valores que arrastra. Es imposible no pensar que la única salvación posible nace de esa ternura que aún practican los pueblos y que ya nada podrá revertir.