Entre 800 mil y 1 millón de integrantes de la minoría tutsi fueron masacrados por el Ejército de Ruanda en 1994. Un verdadero genocidio perpetrado en unos pocos meses por los seguidores de un régimen que contaba con la colaboración de Francia, gobernada entonces por el socialista François Mitterrand.
Las denuncias sobre la responsabilidad de París en la masacre –desatada tras el derribo del avión en el que viajaba el presidente Juvénal Habyarimana, con el que Mitterrand mantenía relaciones estrechísimas desde 1990– fueron abundantes. Los tutsis ya habían alertado que el gobierno de Habyarimana, de la etnia hutu, mayoritaria en Ruanda, estaba abocado a una limpieza étnica que sólo podía llevarse a cabo con la complicidad del gobierno francés, que lo respaldaba económica y militarmente.
Durante más de un cuarto de siglo la documentación oficial francesa sobre el penúltimo genocidio del siglo XX (un año después tendría lugar la masacre de Srebrenica, en Bosnia) permaneció mayormente oculta. Otro presidente socialista, François Hollande, prometió develarla, pero, como en tantas otras cosas, no cumplió. Algunos archivos salieron a la luz gracias al esfuerzo de investigadores como François Graner, integrante, además, de la asociación Survie, que, tras cinco años de demandas insistentes, logró, a mediados de 2020, que el Consejo de Estado lo habilitara a hurgar en los archivos acerca de la implicación francesa en este genocidio. Un año antes, el presidente Emmanuel Macron constituyó una comisión integrada por una quincena de historiadores. Les dio, en principio, acceso ilimitado a la documentación.
El viernes 26 la comisión difundió las conclusiones de sus trabajos. Aunque está lejos de confirmar incluso todo lo que ya se sabía sobre la implicación francesa en el genocidio, el informe, de unas 1.200 páginas, no deja de ser revelador en cuanto a cómo, tras la descolonización de África en los años sesenta y setenta, Francia nunca dejó de moverse en su patio trasero como una potencia colonial, preocupada, incluso, por preservar su espacio en la región ante otras potencias, tanto bajo gobiernos conservadores como bajo gobiernos progresistas. «[Para Mitterrand, su país] sólo podía ser una potencia si conservaba una zona de influencia neocolonial. A cualquier precio», dijo François Graner al diario Libération el 15 de junio del año pasado.
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Francia «tiene una responsabilidad abrumadora» en las matanzas que culminaron en 1994, por «haber cerrado los ojos frente a su preparación» y por haber dado, bajo el segundo mandato de Mitterrand, un respaldo «casi incondicional» al régimen «racista, corrupto y violento» del presidente Habyarimana frente a una rebelión tutsi a la que percibió como dirigida desde la Uganda anglosajona, dice el informe (AFP, 26-III-21). La comisión de historiadores muestra que en 1990, cuando estalló la ofensiva del Frente Patriótico Ruandés (FPR, dirigido por el actual presidente ruandés, Paul Kagame), París salió a defender con uñas y dientes al gobierno de Habyarimana. Con dinero y con armas. Y también con tropas en el terreno en el marco de una operación militar que, como la gran mayoría de las intervenciones llamadas humanitarias, ocultaba su verdadero objetivo (el de esta, bautizada Noroît, era «proteger a los ciudadanos extranjeros en Ruanda»).
Cuando a partir de 1992 ya había signos más que suficientes e, incluso, advertencias de diplomáticos franceses de que las tropas de Habyarimana estaban masacrando a los tutsis, París no sólo los ignoró, sino que reforzó su misión militar en el país. La sola presencia de esos soldados «operaba como un factor de disuasión para salvaguardar al gobierno», amenazado por la ofensiva del FPR, dice el informe. Tampoco cambiaron las cosas cuando, tras la muerte de Habyarimana en un atentado, en 1994, las matanzas se generalizaron. Los historiadores afirman que «Francia reaccionó tarde», con otra intervención armada (llamada Turquesa), que «permitió salvar muchas vidas, pero no las de la gran mayoría de los tutsis ruandeses exterminados en las primeras semanas del genocidio».
El informe responsabiliza no sólo a Mitterrand, sino a las jerarquías militares francesas de la época; en particular, al Estado Mayor Presidencial –una célula montada por el líder socialista, que actuó a sus anchas en Ruanda, «saltándose todos los controles»– y al Estado Mayor de las Fuerzas Armadas. El jefe del Estado Mayor Presidencial, Christian Quesnot, y otros altos oficiales recomendaron a Mitterrand mantener el apoyo al régimen ruandés incluso después de que el genocidio quedara en evidencia. Había que evitar a toda costa una victoria tutsi que llevara a que el país cayera en la órbita anglosajona, pensaba Quesnot.
«Los hutus se enloquecieron. Francia nada tuvo que ver en el genocidio», fue uno de los comentarios de Mitterrand poco después, cuando los testimonios sobre las matanzas ya se multiplicaban y comenzaba a hablarse de la complicidad francesa. Quesnot, que entonces era coronel, fue luego ascendido a general, y el mando de la operación Turquesa –que podría haber permitido la captura de los responsables intelectuales de las masacres, refugiados en la zona bajo control francés– eligió no actuar.
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Muchas investigaciones –periodísticas e históricas– se han publicado en los casi 30 años que siguieron a las matanzas. «El relato de la participación francesa en Ruanda se conoce en su conjunto desde 1994 y los documentos revelados en los medios de comunicación desde enero confirman el alcance del apoyo militar y político de París al régimen de Habyarimana y luego a los extremistas responsables del genocidio de los tutsis», afirmó al portal Mediapart (25-III-21) la historiadora Hélène Dumas, autora de varios libros sobre este tema. «Las operaciones militares francesas no se llevaron a cabo a puertas cerradas, sino a ojos vista de los ruandeses, que fueron testigos de la cercanía de los soldados franceses con las Fuerzas Armadas de Ruanda. Las decisiones tomadas en la cúpula del Estado en París tuvieron consecuencias trágicas muy concretas en la vida de muchas personas», dijo.
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Libération sostiene que el informe de la comisión se queda corto. Aunque sus trabajos son un gran avance, en la medida en que significan un reconocimiento de hecho del Estado francés de su responsabilidad en las masacres, su negativa explícita a hablar de complicidad no es un detalle banal. Podría, sin embargo, haberlo hecho, porque ya salieron a la luz archivos que prueban esa complicidad. Pero la comisión optó por no manejarlos.
Se sabe, por ejemplo, que el gobierno que sucedió al de Habyarimana fue montado en la embajada de Francia en Kigali y que varios de los responsables del genocidio fueron recibidos en mayo de 1994 en París, con la promesa de continuar con la ayuda militar y económica e, incluso, lanzar una campaña para limpiar la imagen pública del régimen. Todo eso está documentado, subrayan tanto Libération como el portal Mediapart. Los archivos disponibles, coinciden ambos medios, permiten también concluir que la operación Turquesa no sólo fue tardía, como reconocen los historiadores, sino funcional a los intereses de los genocidas, cuya huida cubrió.
El informe de la comisión instituida por Macron admite que los militares franceses nada hicieron para detener a los responsables de las masacres, pero afirma que carecían de atribuciones en ese sentido. No es así, apunta Libération. En tanto signataria de la Convención sobre la Prevención del Genocidio, Francia «no tenía necesidad de ninguna autorización para detener a los autores de una solución final africana». Si no se lo hizo fue por otra razón. Tal vez la misma que en 1994 llevó a los responsables de la misión militar en Kigali a enviar una carta a París en la que se recomendaba «pasar por la trituradora» todos los documentos sobre Ruanda.
Aunque algunos hayan sido destruidos, buena parte de esos documentos se conservaron en distintas dependencias oficiales. Los historiadores no pudieron, sin embargo, acceder a todos, como lo admiten en la introducción a su informe. La oficina de la Asamblea Nacional, por ejemplo, les negó la consulta de los archivos de la Misión de Información Parlamentaria (MIP), formada en 1998, que recibió a puertas cerradas a la mayor parte de los actores políticos y militares de la época. Hubiera sido clave acceder a la documentación de la MIP para confirmar la complicidad francesa en el genocidio, apunta Libération. Macron, cuyo partido es mayoritario en el Parlamento, no cumplió así con su promesa de dar a la quincena de historiadores un «acceso ilimitado» a todos los rincones del Estado, incluso a aquellos que conservan documentos clasificados como secreto de defensa.
Las zonas de sombra en el relato oficial sobre el genocidio ruandés siguen siendo considerables. Como lo siguen siendo los entresijos de las intervenciones militares y políticas en Haití y las matanzas en la guerra de Argelia. Y qué decir del involucramiento francés en la formación de los militares golpistas en América Latina (véase «Las alas francesas del Plan Cóndor», Brecha, 20-VIII-15), un tema sobre el que el Estado guarda completo silencio.