RAFAEL. Después de conocer cómo era la vida en los yerbales, Rafael publicó seis artículos denunciando la explotación de los mensúes por La Industrial Paraguaya y la empresa Matte Larangeira. El primero de los seis artículos que aparecieron en El Diario comenzaba con un llamado a la conciencia pública: “Es preciso que sepa el mundo de una vez lo que pasa en los yerbales. Es preciso que cuando se quiera citar un ejemplo moderno de todo lo que pueda concebir y ejecutar la codicia humana, no se hable solamente del Congo sino de Paraguay”. El último cerraba con una acusación demoledora: “Yo acuso de expoliadores, atormentadores de esclavos y homicidas a los administradores de La Industrial Paraguaya y de las demás empresas yerbales. Yo maldigo su dinero manchado en sangre”.
La esclavitud en que vivían más de 20 mil paraguayos, un sistema cuya reproducción garantizaba el Estado, se iniciaba con la firma de un contrato por el que el trabajador recibía un anticipo de salario que se comprometía a devolver a la empresa con su trabajo: “Una vez arreado a la selva, el peón queda prisionero los doce o quince años que, como máximo, resistirá a las labores y a las penalidades que le aguardan. Es un esclavo que se vendió a sí mismo”.
Un decreto del presidente de la República le prohibía abandonar el obraje si tenía deudas. Y es claro que los números cerraban siempre a favor del patrón. Los inspectores, a los que ni siquiera en la letra se les asignaba la vigilancia de las condiciones de trabajo, de pronto y sin excepción se volvían ricos. Indiferentes al desamparo del mensú, no veían más que el renglón donde firmar las planillas y certificados que les presentaban los contadores de la empresa. Inspectores, capataces y jueces eran agentes activos en la cadena de explotación: “Suponiendo que un peón sacara de su cerebro enfermo un resto de independencia, y de su cuerpo dolorido la energía necesaria para atravesar inmensos desiertos en busca de un juez, encontraría un juez comprado por La Industrial, la Matte o los latifundistas del Alto Paraná. Las autoridades locales se compran mensualmente mediante un sobresueldo, según me ratifica el señor contador de La Industrial Paraguaya. El juez y el jefe comen, pues, en ese plato”.
La libertad del mensú duraba lo que tardaba en gastar el adelanto: en general no más de un día. Después se despertaba condenado a perpetuidad: “Reparte su tesoro entre las chinas que pasan, compra por docenas frascos de perfume que tira sin vaciar, adquiere una tienda entera para dispersarla a los cuatro vientos, grita, ríe, baila –¡ay, frenesí funerario!–, se abraza con rameras tan infelices como él, se embriaga en un supremo afán de olvido. Se enloquece. Alcohol asqueroso a diez pesos el litro, hembra roída por la sífilis, he aquí la postrera sonrisa del mundo a los condenados en los yerbales”.
La ganancia era perfecta para la empresa aunque fuera a costa del exterminio de los pueblos de yerbales convertidos periódicamente en cementerios. La Industrial había despoblado Tucurú-pucú ocho veces; en 1900 salieron de Villarrica para los yerbales de Tormenta, en Brasil, 300 hombres. No volvieron más de 20: “En Paraguay quedan los menores de edad, y se los llevan también. Un 70 por ciento de los arreados al Alto Paraná son menores”.
La obligación de comprar, a precio de asalto, la comida y la ropa en los almacenes del patrón renovaba la deuda del mensú, hundiéndolo más. Un poncho valía 60 pesos; tenía que pagarlo 200; un pantalón por el que no hubiera dado más de cuatro pesos en cualquier lado, en el obraje costaba 20. Los capitalistas, que no despreciaban ningún negocio, también destilaban y vendían caña: “El obrero saca a crédito una camisa, la empeña y se la bebe, a cambio de unos minutos de olvido. ¡La Industrial ocupa todos los mostradores!”.
El mensú comía una mezcla de maíz, porotos y charque llamado yopará, las más de las veces podrido, lleno de tierra y gusanos, también vendido por la empresa: “Así se come en la mina; ninguna labradora civilizada consentirá en cebar con semejante bazofia a sus puercos”. Dormían a la intemperie, tumbados en el suelo, cubiertos apenas por una enramada de ysipó. Nubes de mosquitos les enloquecían el sueño. Eran carne dispuesta para la yarará, las garrapatas y la ura, una mosca cuyos huevos anidaban en la ropa y crecían con el sudor, bajo la piel, criando gusanos que liquidaban los músculos.
Antes de cumplir 40 años era un “peón viejo”, como se le llamaba. De lejos se lo reconocía por el andar derrotado, el semblante embrutecido y la mirada vacía. La especie no abundaba en los yerbales: “Se suele morir en la mina sin hacerse viejo. Un día el capataz encuentra acostada a su víctima habitual. Se empeña en alzarla a palos y no lo consigue. Se le abandona. Los compañeros van a la faena y el moribundo queda solo. Está en la selva. Es el empleado de La Industrial, devuelto diabólicamente por la esclavitud a la vida salvaje”.
Era raro que el mensú tuviera la voluntad necesaria para pensar en escaparse, pero si por azar lo intentaba, salía una partida armada con la orden de cazar al fugitivo y devolverlo al obraje, vivo o muerto. Grillos, cepo y estaqueadas esperaban a los rebeldes. Además daba lo mismo emplearse con este o aquel patrón, porque las empresas formaban un trust invencible. Todas eran iguales. El principal accionista de La Industrial Paraguaya, Juan Bautista Gaona, a quien Rafael llamaba “el hombre de las tres presidencias”, había sido también presidente del Banco Mercantil y de la República.
Los políticos, liberales o colorados, los hombres de letras, los abogados, sabían cómo se vivía y moría en los yerbales, pero esa realidad estaba lejos. Era invisible. Ante la denuncia de Rafael, dos diputados se comprometieron a llevar el caso al parlamento. Nunca lo hicieron. Ofreció documentos y testigos para probar todas las afirmaciones de sus artículos. No había elegido –les dijo– los hechos más horribles sino los más corrientes. Y si alguien dudaba de su palabra no tenía más que comprobarlo yendo a las minas: “Venid conmigo a los yerbales, y con vuestros ojos veréis la verdad”. Nadie se sintió interpelado, no hubo comisiones parlamentarias de investigación ni editoriales en la prensa. No se oyeron voces que lo desmintieran. El contador de La Industrial Paraguaya, un tal López Moreira, se acercó a ofrecerle dinero a cambio de silencio.
Como Rafael era obstinado, los patrones tuvieron que intervenir de manera más enérgica. El 28 de junio de 1908 iba a dar una conferencia en el Teatro Nacional con el dinero que los obreros de Asunción habían reunido para alquilar la sala. La presión de Gaona hizo que, a último momento, los dueños del teatro le dijeran que no tenía lugar. Esa noche Rafael salió con su gran amigo y compañero de lucha José Guillermo Bertotto, engrudo y balde en mano, de pegatina por la ciudad. Recién estaba de regreso en casa, de madrugada, cuando alguien golpeó la puerta avisándole que se habían llevado preso a Bertotto. Inmediatamente se presentó en la comisaría. Que liberaran al muchacho, que él era el único responsable por el manifiesto difundido esa tarde. El acto finalmente se hizo en la calle, en un galpón de la esquina Palma y Garibaldi. Peones, obreros y algún que otro estudiante se acercaron a la tribuna donde, pálido y bañado en sudor, Rafael denunció los crímenes del capital.
ALEX. Por más que buscara en la memoria, Alex no podía encontrar más que un solo recuerdo propio, claro y distinto, de su padre: el de aquella mañana de sol en que fueron con Panchita a despedirlo y se quedaron mirándolo hasta que el barco se perdió en el horizonte. “Tenía 3 años cuando mi mamá me llevó al puerto de Asunción a despedirlo. Las plataformas de madera del muelle se bamboleaban y mi madre me tomaba del brazo para no caerme. Su figura se alejó dentro del barco que lo llevaba a Europa. Su mano alzada señalando el adiós es la única imagen que de él aún conservo en mi mente.” El resto eran historias que se contaban en la familia. También estaban las cartas que Rafael había enviado desde Arcachón, una de las últimas, amorosa y triste, dirigida a él: “Nene querido, hijo mío, mi hijo, papá, papáá, paííta, poapíita. Te mando tu carta, tu colito y tu pinito, y los beso. Te mando mi frente sobre el papel, para que me des un tito. Te mando mi alma, no la ves ahora, pero la verás cuando seas grande. No llores, me curaré para verte. Te mandaré juguetes cuando llegue el dinero de Gondra. Tu pobre papá, tu pobre hijito que te quiere”..
Tras la muerte de Rafael, la madre y el niño volvieron al campo familiar en Arroyos y Esteros. Viuda a los 21 años, Panchita se dedicó a la crianza del hijo y a sostener la memoria del marido con una pasión encendida que mantuvo hasta el fin de su vida. En febrero le escribió a Peyrot contándole de su tristeza sin fondo: “yo no creo que ha muerto, me parece mentira, ¿es posible que ya no lo vea más, que no lo escuche, que no lo cuide ya? (…). Le juro que si no quiero morir yo también es sólo por mi nene, pobrecito tan chiquito y ya no tiene padre, y no debo faltarle: seguiré su consejo, sacaré fuerzas de él para vivir y criarlo en el amor a su padre y a la verdad, que él tanto me recomendaba para mi hermoso Alex”.
El pequeño creció a la sombra, o iluminado por la presencia de Rafael, que la madre y las tías Angelina y Emiliana alimentaron con relatos verdaderos de estoicismo y coraje. Uno de los preferidos decía que Rafael había roto el cheque en blanco con que los patrones de La Industrial Paraguaya pretendieron comprarle su silencio. En otro –Panchita no se cansaba de repetirlo–, Rafael había preferido dormir en el suelo antes que acostarse en la cama de los negreros, como les llamaba ella, de la Matte Larangeira, cuando no tuvo más remedio que posar en las oficinas de la empresa en la escala que lo retuvo, camino al exilio, en Puerto Murtinho. Panchita le hablaba del amor inmenso y sufrido del padre por él, que la distancia y la cercanía de la muerte convirtieron en sentimiento casi religioso: “Verdaderamente este niño es sagrado; la majestad de su inocencia me confunde. No merezco esa gracia divina; que viva, es cuanto pido a los poderes ocultos; que viva, aunque tenga yo que pagar cada minuto de su vida con un siglo de infierno”, le escribió a Panchita.
Madre e hijo se mudaron a Areguá, el balneario cerca de Asunción frente al lago Ypacaraí donde veraneaban las familias acomodadas. De un lado está Areguá y su estación de tren, y en la margen opuesta el balneario San Bernardino. Ese fue el sitio elegido por Audibert y Angelina para construir una casa, única en la época, de dos pisos y 14 habitaciones por las que Alex entraba y salía a gusto. Ruinosa pero en pie, la casona sobrevive en lo que hoy es el casco histórico de la ciudad, un conjunto de construcciones señoriales, con escalinatas de mármol, amplias galerías y techos de teja rematados por miradores.
Audibert había sido un padre para Panchita y un buen amigo de Rafael, aunque los separaban 20 años, diferencias ideológicas y miles de hectáreas. El abogado era propietario de estancias en todo el país, mientras que Rafael no poseía más que unos pocos libros y le repugnaba tanto la propiedad privada que no había querido darle servicio ni siquiera como agrimensor. Audibert tenía fortuna, prestigio académico y posición política. Fue ministro del presidente Liberato Marcial Rojas, sucesor de Albino Jara, a quien, como a otros presidentes que le precedieron y que vendrían después, tumbó una sublevación militar.
Más instruida que sus hermanas y tan religiosa como ellas, Panchita fue apegándose a las ideas, los hábitos y las amistades de Angelina y el marido. Tradujo a la fe católica las ideas de justicia social de Rafael, convirtiéndolas en caridad y compasión por el prójimo. Contribuyó con Emiliana y Angelina y otras damas de Areguá a la construcción de Nuestra Señora de la Candelaria, una iglesia con reminiscencias góticas, levantada, donde antes hubo un convento, en la cima de la colina del pueblo.
Alex pasó la infancia en un ambiente de cálida protección familiar, devoción religiosa y bienestar económico. Panchita lo consentía y cuidaba como a su Jesús niño. Él la trataba con respeto y nunca dejó de pedirle la bendición tanto al levantarse como cuando salía o volvía a la casa. Panchita le devolvía un solemne “que Dios te bendiga”, fórmula que, imperturbable, siguió practicando con los nietos aunque ellos no se la pidieran y los supiera tan ateos y comunistas como su querido Alex.
SOLEDAD. El 6 de julio de 1962 ocurrió el hecho que convirtió a Soledad en símbolo y bandera de la izquierda uruguaya. La secuestraron y le tajearon los muslos con esvásticas. Es cierto que no fue la única, que en esos días hubo otros agraviados, pero sólo ella se transformó en un caso. El caso Soledad Barrett. La prensa dedicó decenas de artículos y editoriales al atentado. Su foto apareció en las portadas de todos los diarios. En una muestra los muslos lastimados; en otra sale del juzgado donde ha ido a declarar, habla en un acto callejero o responde las preguntas de los periodistas. Por momentos parece una niña menuda y sorprendida, y en otras imágenes se la ve mayor y segura, enfundada en un abrigo Montgomery. Tenía 17 años y hacía poco más de uno que vivía en Montevideo.
La Policía puso en duda la autenticidad del atentado. Pretendieron que era un fraude. La mayoría del gobierno se acopló a la hipótesis del autoatentado con fines políticos. Nardone la acusó de montar una operación de propaganda al servicio del comunismo.. La prensa de derecha replicó y amplificó la versión oficial.
Soledad trabajaba en la casa del ingeniero Gerardo Rodríguez y la economista Ana María Teja. Poco antes la pareja había tenido su primer hijo y la contrató para cuidar al bebé. Recuerda Ana María: “Mi cuñada conocía a la familia Barrett y, a través de ella, Soledad vino a trabajar en casa. Ellos eran muchos hermanos y creo que por eso yo no tenía temor de dejarla sola con mi hijo, que tenía unos siete meses. Vivíamos en un apartamento pequeño en la calle Canelones 2263. El nuestro era el último de tres apartamentos en un segundo piso por escalera. La recuerdo como una muchacha encantadora. Linda, esbelta, sobre todo educada y de muy buen trato. Se notaba que la familia había contribuido a esa educación. Después del atentado no volvió más a casa. La vimos alguna vez, pero dejó de trabajar. Nosotros empezamos a recibir amenazas por teléfono y por carta. Amenazas contra mí, contra Gerardo y contra el bebé. Hicimos la denuncia y nos pusieron custodia policial durante un tiempo”.
El secuestro tuvo un preludio el jueves 5 de julio. Ese día Soledad salió del trabajo más tarde que de costumbre. Estaba oscuro y hacía frío. En la puerta de entrada del edificio cruzó a un hombre joven, recostado contra la pared. Era morocho y vestía un sacón marinero. En la vereda de enfrente había otros tres muchachos. Cuando Soledad ganó la calle, los hombres subieron a un auto grande y oscuro, que quizá fuese un Impala, y la siguieron hasta que tomó un troleybús en la esquina de Rivera y bulevar Artigas.
Al día siguiente le contó el episodio a los patrones. Después del atentado, así relató los hechos ante el juez: “El día transcurrió tranquilo, hasta que a las seis menos cuarto de la tarde recibí una llamada telefónica. Me preguntaron si yo era Soledad, a lo que respondí afirmativamente, me contestaron ‘gracias’ y colgaron”. Se despidió del bebé y de la abuela, que llegó a relevarla, y salió. En el descanso del primer piso, tres hombres se le aparecieron cortándole el paso: “me llevaron las manos a la espalda y me taparon la boca. Me sacaron la cartera que tenía por el brazo y así, un poco caminando y otro poco en el aire, me llevaron para afuera y me metieron en un coche. Presumo que se trataba de la parte de atrás de un coche –este vehículo no estaba justo frente a la puerta de la casa sino que estaba un poco separado pero muy próximo, dado que casi se tuvo que caminar unos pasos para llegar a él– y salimos a toda velocidad”. Los hombres eran tres, quizá cuatro. Entre ellos se llamaban “Cabeza” y hablaban con acento uruguayo. “¿Estás seguro de que es ella?”, preguntó uno. “Sí, es la misma, la de la foto”, respondió otro.
“Me comenzaron a decir que gritara ‘Viva Hitler’, cosa a la que me negué. Me preguntaron si era comunista o a qué partido pertenecía, y me dijeron que gritara ‘Viva el fascismo’, cosa que no hice. Conversaron entre ellos de modo que no pude entender lo que decían, pero me dijeron que tenía que gritar ‘Viva Hitler’ o ‘Muera el gobierno comunista de Fidel y la revolución cubana’, cosa a la que me negué rotundamente. Entonces fue cuando sentí un rasguño en la pierna que resultó después la marca de la cruz esvástica. Primero me marcaron en la pierna derecha y luego en la izquierda, cuando no grité contra Castro y la revolución cubana. Me amenazaron también con cortarme y marcarme los senos. Al hacer esto me levantaron un buzo que tenía puesto desgarrándome el viso que llevaba puesto. La pollera quedó desgarrada al costado y manchada de sangre. Pero ellos tenían algo con qué secarme porque yo sentía que lo hacían al cortarme. El coche no paró en ningún momento y ellos mantuvieron una discusión en voz baja que se relacionaba con el deseo de uno de ellos de cortarme los senos para que me acordara durante toda la vida del fascismo, pero el que estaba a mi derecha manifestó que con lo que habían hecho por hoy bastaba.”
* El libro se presentará el miércoles 24 de mayo a las 19 horas en el Centro Cultural de España.