Uno de los efectos más notorios de la decadencia creativa del Hollywood actual viene siendo, desde hace poco más de un lustro, la fuga de directores y guionistas desde el cine hacia la televisión. Este éxodo, gentileza de una industria a la que le sobran millones para producir pero le faltan productores ejecutivos que asuman riesgos, deriva –entre otras cosas– en una agobiante cadena de películas de superhéroes como escaparate de un sistema carente de ideas y alérgico al cambio. Basta con ver la última superproducción de Warner Bros, Batman versus Superman, para constatar una pobreza artística –apenas hay algo parecido a un guión– que ni 250 millones de dólares pueden camuflar. A excepción de unos pocos que se mantienen fieles a la gran pantalla –Wes Anderson, Paul Thomas Anderson, Tarantino–, aquellos que además de realizadores buscan ser autores –es decir, el cine entendido como un corpus coherente con un sello distintivo– suelen alternar trabajos como directores de oficio y proyectos en la televisión, donde hoy se suelen asumir mayores riesgos dramáticos.
David Fincher (Denver, Colorado, 1962) se convirtió en uno de los primeros cineastas de renombre en constatar el agotamiento de Hollywood. “Sentí que en los últimos diez años lo mejor que se estaba escribiendo para actores estaba en la televisión”, dijo en una entrevista en 2012. Un año más tarde se convertía en la principal cabeza creativa –productor ejecutivo y director de los primeros dos episodios– detrás de House of Cards, una de las apuestas más innovadoras y riesgosas de los últimos tiempos. Innovadora porque llevaba figuras fuertes de la gran pantalla a la televisión –el propio Fincher y los actores Kevin Spacey y Robin Wright–, y riesgosa porque apostaba a un sistema de difusión hasta entonces inédito: cada temporada estaría disponible vía streaming y de manera completa el día de su estreno.
Fincher consigue algo muy difícil: es funcional a la mainstream y a la vez su filmografía mantiene una identidad. Es posible identificar su mano incluso ahí donde el peso de la productora es muy grande. Salvo en casos extremos –su flojo debut como director por encargo en Alien 3–, uno de sus planos suele estar más trabajado que la media pautada por el Holly-
wood actual, muy dado a la pirotecnia y a fórmulas en muchos casos agotadas. Fincher no escribe los guiones pero sí sabe qué historia puede ser un buen vehículo para poner en escena imágenes, personajes y temas que le interesan. Ejemplos de esto son Pecados capitales (1995), El club de la pelea (1999), Zodíaco (2007) y Perdida (2014). Pero Fincher también sabe –y ahí está la huella de su pasado como publicista y director de videoclips– dirigir tanques oscarizables, como El curioso caso de Benjamin Button (2008) o La red social (2010). Por poner un ejemplo, Pecados capitales y La red social son antagónicas en lo que a montaje y fotografía se refiere: de ritmo pausado y ambientación lúgubre la primera; de montaje histérico y diálogos incesantes la segunda. Con una hace cine de culto y revitaliza el policial; con la otra acumula premios y nominaciones.
ESTILO. Fincher tiene una particular predilección por las historias que implican investigaciones, desapariciones y asesinos en serie, probablemente porque traducido en imágenes eso le permite desplegar visualmente un mundo de alta densidad psicológica y dramática sin perder la tensión narrativa. Cuatro de sus películas caen dentro de esta denominación y en ese terreno ha hecho escuela; la reciente serie True Detective, sin ir más lejos, es deudora de su cine. En Pecados capitales Fincher le da una vuelta de tuerca al género: usa una pareja clásica de detectives –el viejo sabio Morgan Freeman y el joven altanero Brad Pitt–, pero inserta en el medio la simbología de los siete pecados capitales para desembocar en un final demasiado pesimista para el habitual triunfalismo estadou-
nidense. Tan pesimista que la productora New Line Cinema le exigió que lo cambiara, algo que finalmente no ocurrió porque Pitt puso como condición para trabajar que se filmara tal cual estaba. Ocurre en este policial un corrimiento poco habitual en el cine comercial: los detectives no son los héroes y el final feliz nunca llega. Vale otorgarle el crédito correspondiente al meticuloso guión de Andrew Kevin Walker. Pero si hay algo que se instala en la mente del espectador es una puesta en escena meticulosa hasta la obsesión: el asesino no aparece pero se manifiesta en cada escena del crimen y en la lluvia que nunca para de caer.
Doce años más tarde Fincher volvería al género policial con Zodíaco. El esquema básico, de hecho, es similar: el asesino empieza a manipular a los investigadores y va revelándose in crescendo con el correr del metraje. Sin embargo, ambas películas abordan el tema desde ángulos opuestos: si en Pecados capitales el eje central de la historia son el asesino y sus macabros métodos, en Zodíaco lo son los detectives y periodistas y su investigación. El filme, protagonizado por Jake Gyllenhaal, Mark Ruffalo y Robert Downey Jr, se enmarca en el police procedural, subgénero al que pertenecen clásicos como Harry el sucio (1971, Don Siegel) y Serpico (1973, Sidney Lumet), donde lo más importante son las rutinas policiales que se ponen en marcha para capturar al asesino, más que los propios pasos de éste. De ahí se desprende el hecho de que, fotográficamente, ambas películas también sean opuestas: en Pecados capitales abundan los planos-detalle sangrientos y la cámara se detiene repetidas veces en las explícitas escenas del crimen, mientras que en Zodíaco hace precisamente lo contrario y esquiva olímpicamente cualquier exceso macabro, dejando esto librado a la sutileza.
Lo que sí une inevitablemente a ambas películas es su Leitmotiv: Fincher se confirma como un muy habilidoso creador de atmósferas, capaz de engrandecer a un personaje hasta volverlo omnipresente aunque apenas aparezca filmado. El ejemplo perfecto es el Kevin Spacey de Pecados capitales, que con tan sólo unos minutos de presencia en el metraje genera esa empatía culposa que obtienen los mejores villanos del cine hasta hacer que el espectador, de alguna forma, lo entienda.
POPULARIDAD. Entre Pecados capitales y Zodíaco Fincher rodó tres películas tan distintas como El juego (1997), El club de la pelea (1999) y La habitación del pánico (2002). El primero y el último bien pueden considerarse filmes menores dentro de su filmografía, aunque los dos son ejercicios de entretenimiento altamente efectivos. El juego es posiblemente la película más disparatada de Fincher y La habitación del pánico una de las más eficaces si tomamos en cuenta economía narrativa y tensión en el espectador. Basada en la novela homónima de Chuck Palahniuk y coprotagonizada por Brad Pitt y Edward Norton, El club de la pelea se estrenó en medio de las dos anteriores y levantó mucho polvo: fue vapuleada por la crítica en general y a la vez generó una legión de fieles devotos. Con el tiempo, algunos parecieron entender que el efectismo que tanto le criticaron en su momento no era más que el principal objetivo de su director. Entre el público habituado esencialmente al cine de entretenimiento, esta película provoca dos reacciones posibles: un fuerte rechazo ante su crudeza, o la inusual sensación de estar usando la cabeza. Crítica social antisistema o mera provocación inocente, el hecho es que El club de la pelea cerró la década del 90 con una sátira autodestructiva y visualmente opresiva, rodada en interiores oscuros y húmedos y en exteriores nocturnos o en sombras, con un arte abarrotado de objetos en descomposición y personajes que se movían siempre en los límites de la cordura.
Los años recientes de Fincher en la gran pantalla han estado marcados por grandes superproducciones por encargo –Benjamin Button, La red social– y un regreso a sus territorios predilectos con La chica del dragón tatuado (2011) y Perdida (2014). La primera, su versión del policial nórdico Millenium, protagonizada por Daniel Craig y Rooney Mara, demuestra un pulso probado a la hora de contar historias de suspenso sobre mentes siniestras. Visualmente es una de las películas más disfrutables de Fincher. El guión le sirvió al director para desplegar en más de una escena su habitual dolly in lento y ominoso y para montar puestas en escena sombrías y alguna secuencia ultraviolenta. Perdida, su más reciente largometraje, venía precedido de su enorme éxito en la televisión. Ben Affleck pone el rostro para un protagonista que denuncia ante la policía la desaparición de su esposa el día de su aniversario. Y en tiempos donde es difícil mantener al público en la butaca, Fincher presenta un drama mezclado con thriller de casi dos horas y media que, tras un inicio luminoso, sume al espectador en la penumbra. A esta altura, Fincher es, con 53 años, el único cineasta de Hollywood al que se puede llegar a reconocer como heredero de Alfred Hitchcock.
Con Mindhunter, una serie sobre –cuándo no– asesinos seriales que está actualmente en etapa de preproducción y contará con Anna Torv (Olivia Dunham en la serie Fringe) y Jonathan Groff en los papeles principales, Fincher afianza todavía más su lugar en Netflix. La serie está basada en el libro Mind Hunter. Inside the Fbi’s Elite Serial Crime Unit, de John Douglas y Mark Olshaker, y se estrenará completa el año próximo.