Las Abuelas, el gobierno de la sangre y la banalidad del bien - Semanario Brecha

Las Abuelas, el gobierno de la sangre y la banalidad del bien

Al nacer podría haberse llamado Guido Montoya Carlotto pero lo desaparecieron y fue durante 36 años Ignacio Hurban. Apareció, lo aparecieron mejor dicho, y se abren ecuaciones complicadas para él, pues lo humano mismo (en forma de algunos de sus temas gruesos: identidad, nombre propio, sangre, biología, filiaciones…) batalla en su cuerpo. Resolvió ahora esas incógnitas eligiendo llamarse Ignacio Guido Montoya Carlotto. Ojalá tenga suerte.

Igncaio Guido Montoya Calotto y su abuela Estela. Foto: AFP LEO LAVALLE

Es un nieto de las Abuelas de Plaza de Mayo, un hijo de de-saparecidos recuperado, el 114 de una serie que sólo dos semanas después, el 22 de agosto de 2014, llegó al 115. La cifra es espectacular por lo que deja atrás (otros 113), por el agujero de sentido que representa (500 niños apropiados) y por la posibilidad de la que avisa, otros 400 por venir. Pero es también espectacular por la gestión colectiva del caso: la identidad recuperada es la del nieto de un personaje público, la presidenta de las Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto; Ignacio Guido se incorpora a una saga familiar –los Carlotto– central en la historia, joven aún pero ya significativa, de un fenómeno inaudito en dimensiones y resultados, las políticas argentinas de derechos humanos de los años del kirchnerismo y el imponente aparato (organizativo, social, mediático y también institucional) que corre aparejado a esas políticas. Sus dimensiones merecen, sí, ese adjetivo: inauditas. Tanto que hoy trascienden Argentina y ocupan un lugar de privilegio entre los referentes de un presente donde lo humanitario es una marca de la nueva moral. Aplaudamos. Y tengamos en cuenta que el cuerpo de Ignacio Guido Montoya Carlotto juega también en ese terreno, que es ya global. De nuevo, suerte con eso.

La noticia en todo caso merece celebrarse. Y así se hace: la alegría es general, las redes sociales rebosan mensajes de júbilo (“Por los 114 y por los que vienen”, “Ahora el 115”, “Estas viejitas divinas son lo mejor de la Argentina”). La prensa en Argentina no para de recoger la noticia, cada una en su tono, pero por aclamación festejan la llegada del nuevo nieto, la alegría de la reconocida abuela, la capacidad nacional de gestionar el pasado reciente, ciertamente rara en la región. Todo lo que en esos días toca Abuelas de Plaza de Mayo se convierte en alegría y en Facebook, en miles de likeados: la foto de abuela y nieto (“Son iguales, miren esa sonrisa”), los comentarios de la tía del recuperado (“Le dije a mami, es como el padre, no tiene nada de Laura”). Y así. La felicidad general se compone, a partes iguales, de celebración militante, la asociada a la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo y al triunfo de esa estrategia que con inteligencia combina ciencia, protección del hogar familiar y persistencia, y de emoción, la ligada al reencuentro familiar, a la reparación del daño, a la felicidad de la identidad recuperada, todo con el prefijo re, subrayo ese re.

Y el júbilo va más allá de Argentina, más allá de la región: en España, desde donde escribo, las perezosas rotativas de agosto y los implacablemente mediocres informativos televisivos, celebran no ya que lo ocurrido se pueda conjugar a partir de verbos como luchar o reparar sino que pueda pensarse junto a otros mucho más melifluos (llorar, emocionar, recomponer el hogar) y que vaya protegido por sustantivos más triviales y ordinarios (abuela, nieto, familia). La abuela en el último período de su vida, otra infancia robada, esa víctima que deja al fin de serlo… son hilos narrativos que pesan más que otros posibles, más duros (hijo de quién, hijo de qué, desaparecido por quién y cómo). Sí, las víctimas se reencuentran y lloran; no es momento de pensar sino en ellas, no en las razones del terror que las convirtió en tales. Y eso, ay, parece convocar a un humano universal que se sensibiliza ante este espectáculo. Así parecen creerlo desde el papa, que felicita a su compatriota Estela de Carlotto porque su firmeza le ha permitido encontrar a su nieto y rehacer la familia descompuesta, hasta las Naciones Unidas, que felicitan a las Abuelas de Plaza de Mayo por haber unido con enorme eficacia ciencia (determinación del parentesco a través de pruebas de adn) y políticas de derechos humanos.

Júbilo unánime. Ahora bien, las causas que aquí ganaron (la causa de la infancia, la causa de la identidad verdadera, la causa de las víctimas, la del humanitarismo global, la de la ciencia al servicio del humano doliente) ¿son realmente tan acríticamente festejables? ¿Merecen esta infrecuente unanimidad emocional que parecen despertar? Sí… No… No sé. Sé sí que cuando estas convulsiones ocurren en las frágiles arquitecturas de los afectos colectivos y en las sólo aparentemente más sólidas de las convicciones morales, conviene reaccionar con un poquito de sospecha y otro poquito de análisis. Y, por qué no, de irritación. A mí al menos tanto sentido común compartido me irrita, y por dos razones: por la celebración de la biologización del vínculo social y por el encantamiento colectivo con la moralidad humanitaria. Creo que la primera es conservadora y que la segunda es peligrosamente pueril.

El gobierno de la sangre. Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, Familiares de Detenidos Desaparecidos, hijos, Hermanos… la respuesta contra la de-saparición forzada de personas se sanguinizó desde el arranque. Podría haber sido de otro modo, nada obligaba a esta apuesta, pero se hizo así: contra la catástrofe devastadora que para nuestra idea de identidad supuso la desaparición forzada se combatió con más identidad, y no con cualquiera, sino con la que se materializa en ese material viscoso, la sangre. Tenía sentido: los desaparecidos se habían evaporado en un espacio inexistente, a medio andar entre la vida y la muerte, cerca de una nada que algunos creen de imposible gestión. Vivían… morían… puf, no hay verbos para eso… estaban en un territorio sinsentidioso. Convenía agarrarlos con sogas sólidas, y la sangre, como otros humores corporales, ha generado varias en nuestra historia: la verdad, la familia, la filiación, la identidad… Para el caso de los niños apropiados, las posibilidades de revivir viejas ataduras o de inventar nuevas eran, además, muy pocas, pues de ellos no quedaba nada, ni el recuerdo, ni la foto, ni un resto, ni una historia. Sólo lo que llevasen puesto en el cuerpo, la huella genética, la marca de la sangre. Y todo un trabajo de invención técnica permitió establecer a través del adn lo que antes no se podía: que un sujeto está ligado con otro aunque falte la muestra de los genitores. Eureka: Abuelas contribuye a dar forma al “índice de abuelidad”.

Una justificación práctica –era lo que se tenía para ubicarlos– se tradujo en procedimiento técnico –muestras de adn e índice de abuelidad– y finalmente, en el extremo de este argumento, la alianza de lo práctico y lo táctico acabó en una definición ontológica: lo genético terminó por definir al ser mismo. Sangre, adn e identidad participan ahora de la misma ecuación. Así ha sido, para pelear contra la disolución del ser que fue los organismos de derechos humanos se armaron de un relato fuerte sobre la necesidad de su recuperación, su refacción, su recomposición… cargaron la fuerza de esta “melodía en clave de re” en lo biológico y esto terminó derivando en posiciones sobre lo que es extremadamente conservadoras, si no directamente esencialistas: ser es adn, es biología. La identidad, clave de bóveda del relato de los organismos de derechos humanos, en particular Abuelas de Plaza de Mayo, o es así o no es.

Podía haber sido de otro modo, decía, pero no fue. Y funcionó, tanto que este relato se elevó desde los pequeños grupos de familiares a las grandes políticas públicas y a las verdades compartidas por la ciudadanía. Hoy, la dimensión del trabajo de estos organismos es otra muy distinta a la de sus comienzos: las víctimas (la “comunidad biológica de víctimas”, en la expresión de la investigadora argentina Cecilia Sosa (Queering Acts of Mourning in the Aftermath of Argentina’s Dictatorship. The Paradoxes of Blood, Tamesis Books, 2014)), han subido mucho en la escala de prestigio social; su forma de trabajar, si se quiere su combate, que es familista, que es sanguínea, que es genetizante, ha ganado poder (esto es, capacidad de construir realidad) y ha contribuido a endurecer nuestra aproximación –la de la ciudadanía en su conjunto– a zonas de la vida de suyo lábiles. La identidad y lo humano no se leen igual desde que esta estrategia ha tenido éxito.

Ciertamente, la sangre de las víctimas es un material pesado, firme. Difícil no hacerle caso. ¿Cómo no conmoverse con Ignacio Guido cuando dice “soy el músico que era mi papá y la oradora que era mi mamá” (El Popular de Olavarría, 22-VIII-14) o con Horacio Pietragalla, el nieto recuperado número 75, hoy diputado nacional, cuando afirma que si le gustan los mariscos y Pink Floyd era porque a sus padres biológicos, de los que fue separado al poco de nacer, les gustaban esas delicias? Pero cuando se nos va de las manos ese líquido viscoso es un material resbaladizo: pensado como la materialización de la verdadera identidad, lo que porta ese líquido rojo expulsa fuera de esos sustantivos (verdad, identidad…) a muchas situaciones sociales donde esos términos están en cuestión: transgénero, adopciones, maternidades y paternidades múltiples, maternidad subrogada, donaciones de óvulos, indigenidades y nacionalidades híbridas… ¿Acaso son identidades falsas o seudoidentidades? Hoy podría pensarse que sí. Cuando la sangre gobierna, eso tiene entre otras consecuencias que una política de la identidad como la de Abuelas de Plaza de Mayo irradia hacia territorios ajenos al combate contra las consecuencias de la desaparición forzada, inundando esos territorios de una retórica (la del ser, la verdad, lo biológico, lo genético) que tiene los trazos de lo inimpugnable. Ahí, quizás convenga repensar el gobierno de la sangre y empezar a gobernarla.

La banalidad del bien. Didier Fassin, entre otros, ha hablado de la nuestra como la era de la moral humanitaria (La raison humanitaire. Une histoire morale du temps présent, Gallimard, 2010). Se trata, dice, de una enorme innovación social a partir de la que se ha construido una economía moral muy extendida, que tiene en el humano desvalido su centro. Así es, hoy la moralidad del común hace eje alrededor de lo humano en situación de despojo, de lo humano en precario, vulnerable, y un personaje no nuevo pero hoy estelar gana presencia universal: la víctima. Ligados por ese nombre común, víctima, el anciano desvalido se iguala con la mujer violada y ésta con el niño abandonado y éste con el emigrante maltratado y éste con la joven transgénero incomprendida y ésta con el niño recuperado, que es lo mismo que un pobre o un superviviente de un tsunami o un enfermo de ébola o la familia rota por la represión o el que sufre un robo con agresión o el detenido desaparecido o… Esta moral se activa por y alimenta a través de una enorme maquinaria, en parte compuesta de dispositivos viejos y serios (los de la estatalidad y sus derivas, la asistencia social, las agencias humanitarias internacionales…), en parte de otros más nuevos y triviales, los del moqueo fácil (talk shows de las mañanas televisivas, periodismo de estilo-sensible-y-solidario, entrevistas sentidas en prime time –y con té de por medio– de señoras estiradas, dispositivos de recogida de testimonios para exhibición rápida del dolor, famosos recogiendo fondos simultáneamente en todo el mundo, campañas de solidaridad con enfermos de pandemias o afectados por terremotos…) Hay de esto por doquier. Y si lo que se busca es generar solidaridad con el sufrimiento ajeno, bien: es eficaz.

Pero tiene consecuencias no tan emocionantes: hace que todos los dolientes sean el mismo doliente, que todas las víctimas sean la víctima, el mismo humano en situación de despojo; empuja a que el interés por las razones que provocan el dolor se disipe, a que ni siquiera se piense. Si tras la moral humanitaria hay motivos trascendentes, lo humano mismo, por la extensión de esta moral estos motivos se banalizan.

En Argentina, en estas semanas de convulsión emocional hubo algunas manifestaciones de malestar no tanto por el celebrable hallazgo de otro hijo dedesaparecidos vivo, sino por el “famoseo” del caso, más festejado que otros por el apellido afectado, por la empatía emocional que levanta un personaje bien labrado y conocido (Estela de Carlotto) y no tanto por haber rescatado a un ser humano de la maquinaria de la desaparición. Lejos de allí, Leila Guerrero (“Ciento catorce”, El País, 6-VIII-14) trasmitió bien sensaciones que, confieso, comparto. Nos cuenta cómo las lágrimas le caían por la mejilla mientras veía, desde su cocina, a la abuela abrazando al nieto tan deseado, tan buscado. Y se sorprende de lo seducidos que estamos todos por este espectáculo y su happy end y lo rápido que hemos olvidado lo que ha llevado a estas personas a ser víctimas. Sí, la moral humanitaria, al tiempo que multiplica el alcance de la sensibilidad por lo humano roto, simplifica los canales de su expresión y sin remedio frivoliza sus motivos. Si Hannah Arendt supo dar nombre (la banalidad del mal) a ese proceso por el que una maquinaria de terror más allá de lo concebible, la nazi, se hizo rutinaria, mecánica, y que por eso, por ordinaria, perdía trascendencia, quizás quepa para el caso pensar que esta ordinarización de la moral humanitaria sea una señal a tomarse en serio y avise de una ya instalada banalidad del bien. Bien banal, bien rutinario, bien mecánico ¿Es bien el bien si no es pensado?

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Cuando aparece el nieto 115 un nuevo hashtag de Twitter (#nieta115) anuncia otra identidad recuperada; también el Facebook rebosa de mensajes felices (“llegoooooooó la 115”)), Estela de Carlotto anuncia una restitución más (“Ana Libertad encontró su identidad”) y alguna prensa, entre rosa y amarilla, nos informa de la reacción de un nuevo famoso: “Alegría de Ignacio Guido por la aparición del nieto 115”. La rueda sigue. Alegrémonos también. Pero cuidado: lo humano se juega en el cuerpo de estos individuos. Y de qué modo.

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La solidaridad en medio del desgarro

Por Olga Rochkovski

Carlitos tiene 15 años. Nació en uno de esos barrios que alguna vez se llamaron cantegriles y hoy asentamientos, lugares destinados a los más pobres de los pobres. Su familia, poblada de hermanitos y hermanitas y de mamá, apenas si conseguía cómo apagar el fuego del hambre cada día. Cuando cumplió los 12 y se sintió grande, la urgencia por conseguir dinero, algo que les abriera alguna puerta que la pobreza les cerraba, lo empujó a caminos no fáciles. Se hizo unos amigos y empezaron a buscar aquí y allá, algo, alguien que tuviese lo que ellos no… Y así fueron consiguiendo dinero en billeteras y carteras ajenas.

Un día Carlitos se encontró en una especie de cárcel, en un lugar de encierro junto a otros jóvenes. Ahí conoció a otros muchachos como él que por diferentes razones habían llegado a ese sitio oscuro donde no había actividades que los ayudaran a construir otras opciones de vida que les trajeran, no un momento de alivio con un costo altísimo, sino un proyecto en el que impulsar la vida.

Una tarde, Carlitos recibió la visita de su mamá. Su mamá le pregunta: “¿Conocés a ese muchacho que pasó?”. “Sí, es Daniel. Cuando me cuelgan en el baño, porque hice algo que no les gustó a los milicos, él pide para ir al baño, les dice que necesita orinar o lo que sea y se pone en cuclillas debajo de mí, para que yo descanse…”
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Gabriel Gatti es doctor en sociología. Autor de El detenido desaparecido. Narrativas posibles para una catástrofe de la identidad (Trilce, 2008), Identidades desaparecidas (Prometeo, 2012) y de Surviving forced Disappearance in Argentina and Uruguay. Identity and meaning (Palgrave Macmillan, 2014).

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