Hay libros que compramos solo porque nos encantó su tapa. Y películas que debemos verlas para saber si se ajustan al título. En efecto: Las bicicletas son para el verano. Quién lo duda. Después vendrá el filme de Jaime Chávarri a confirmar que se trata de un bildungsroman, una historia de aprendizaje, en el contexto de la guerra civil española.1
La fascinación por la bicicleta arranca siempre en la infancia o, a más tardar, en la adolescencia. La sensación de velocidad, el vértigo de la caída, el dolor de empezar de nuevo. Pero ese instante supremo de confianza todo lo vale: la máxima autonomía en la que el cuerpo se descubre capaz de deslizarse como suspendido en el aire.
Aprender un idioma exige tiempo, sacrificio, estudio. Dominar un instrumento musical, un deporte, un oficio requiere tiempo, paciencia y disciplina. Pero con la bici es distinto. El develamiento es instantáneo –el momento en que se resuelve la fórmula del equilibrio–y lo más parecido a la iluminación: conquistar de una vez y para siempre un valor trascendente. Luego de cumplida esa fascinación primera, vienen otras más prolongadas y razonables. Hay quienes se apasionan por el ciclismo de carreras, otros la eligen por motivos ecológicos y económicos. Hay viajeros empedernidos que atraviesan continentes en dos ruedas, mecánicos austeros de los flacos fierros sin motor, historiadores obsesivos del número de rayos y la cámara neumática, coleccionistas y anticuarios del pedal, acróbatas de circo que someten esa versión sincrética y sincopada de la bici, el monociclo, como si cabalgaran el mismísimo minotauro.
Me gusta observar las bicicletas como animales extraños que han sido domesticados por sus dueños. No conozco bicicleta fea. Y aquí es donde entran los museos. No solo por el valor histórico y patrimonial. También su armazón constituye un hecho estético, no menor al de contemplar una pintura o una escultura. Con esta idea he recorrido algunos museos de Uruguay persiguiendo el deseo de sus pretéritos dueños.
La antigua
Es casi un cíclope u otra bestia de naturaleza fantástica. Pero de ella sabemos que existió y que fue usada en Montevideo en el siglo XIX, barajada desde las alturas de un sillín al que se trepa por escalera. La St. Nicholas Bicycle brilla con la estética onírica de nuestras más alocadas pesadillas. Marco Tortarolo, ciclista, conservador y curador del Museo Histórico del Cabildo, la eligió para presidir el homenaje a los surrealistas en la muestra «El museo del viento» de 2024. Viejas películas nos la muestran en funcionamiento. Velocísima, la rueda de atrás no está atrofiada, es pequeña porque es como la cola de un insecto que no sabe estarse quieto. No sé si le decían velocípedo porque iba como muy velozo y porque la palabra biciclo no hace justicia a tanto portento.2
La trabajadora
Es la bicicleta de la puntualidad británica. La usó para llegar a su trabajo un funcionario de apellido Sanabria en el otrora Frigorífico Anglo de Fray Bentos, al que no faltó un día en 44 años. Tiene frenos de varilla, farol delantero de dínamo y el señorío inglés de las Phillips de vieja estirpe. Negra, cromada, compacta. Le falta el bombín para confundirla con un gentleman de Birmingham, allí donde se enriqueció el fabricante que las tiró a rodar por todo el orbe. Es portadora de la dignidad esencial de cumplir eternamente la función para la que fue creada. Y, como el deber mismo, ha de ser pesada de cargar. Hoy ocupa un sitial en el Museo de la Revolución Industrial en Fray Bentos y nos recuerda que los uruguayos también fuimos el confín de un imperio cuyos restos hubo luego que alimentar en los tiempos atroces de la Segunda Guerra.
La clandestina
No tiene cadena ni freno trasero. Le faltan las ruedas. Como si se las hubieran arrancado. Esta bici sufrida perteneció al Bebe Raúl Sendic (Chamangá, Flores, 1925-París, 1989). Un aura de clandestinidad sobrevuela sus ruedas fantasmales, el cuadro de metal curtido a golpes. Me encontré con el director del Museo de la Memoria, Elbio Ferrario, justo antes que se jubilara: «Sobre la bicicleta de Raúl Sendic Antonaccio te puedo decir lo siguiente: es la bicicleta que utilizó Sendic para desplazarse por los departamentos de Paysandú, Salto y Artigas. Sendic la dejaba escondida en diversos montes para utilizarla. Finalmente quedó escondida en un monte de Paysandú, de donde la rescataron militantes del MPP [Movimiento de Participación Popular] de Paysandú. Quedó resguardada en local del MPP de Paysandú, y desde allí llegó al MuMe luego de darnos aviso en 2018. Esta bicicleta, a la que le faltan las ruedas, está en exposición en la primera sala del museo y tiene esta pequeña historia adosada».3
La paseandera
Lo primero que destaca es la bocina roja tipo corneta. Vehículo típicamente urbano, marca Bielefeld, alemana. Ostenta un porte recio y honorable, propio de un embajador cuando los embajadores eran señores que paseaban trajeados en biciclo por los bulevares de París. Cuenta Concepción Cochonita Zorrilla, la hija menor del escritor Juan Zorrilla de San Martín (Montevideo, 1855-1931), que su padre gustaba pasearse con ella por la Ciudad Luz cuando declinaba el siglo XIX: «En una de sus primeras salidas, el entusiasmo fue tan espontáneo que se sacó el sombrero de paja, gritando triunfalmente: Vive la France!… perdió el equilibrio, dándose un golpe respetable».4 Pese al golpe y al paso del tiempo, mantuvo su elegancia y respetabilidad mejor que la escritura de su propietario. A decir verdad, la bocina en forma de corno puede verse como una irónica alusión al modo grandilocuente en que el vate voceaba sus versos en la plaza pública.
La salvaje
Es veloz desde la pinta. El manubrio echado hacia atrás como una cabellera lustrosa, peinada a la gomina. «Créame, yo fui a París solo por la bicicleta», le escribió Horacio Quiroga (Salto, 1878-Buenos Aires, 1937) a su amigo Julio Payró. Y era cierto, aunque fuera una excusa. Quiroga fue a París como representante del Club Ciclista Salteño.5 Es el mayor entusiasta de los escritores uruguayos por la chiva. Pero Quiroga tenía el corazón salvaje. Él hubiera ido a París por una mujer, por una bicicleta, por escribir como Poe, por vivir todas las vidas juntas. La bicicleta resume su concepción del esfuerzo físico y del vértigo fatal, la consumación de la energía por el gozo de correr. Da gusto y un poco de pena verla allí detenida, en el Museo Casa Quiroga de Salto. El cuadro de la bici no se parece a ninguno que haya visto: es como un arco que tensara una flecha pronta a arrojarse hacia arriba, en un ángulo de 45 grados. El ciclista es el proyectil de sí mismo. La bici carece de freno. ¿Alguna vez lo habrá tenido? No importa, el corredor no debe parar nunca, la meta es un precipicio al que cae indefinidamente. Como en la vida. En la de Quiroga, al menos.
- Película española de 1984 basada en la obra teatral homónima de Fernando Fernán Gómez. ↩︎
- Agradezco a Gonzalo Leitón la monografía inédita «La bicicleta en Montevideo (desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX)», de Emiliano Gambetta y Gonzalo Leitón, 2015. ↩︎
- Correspondencia con Elbio Ferrario del 31 de enero de 2025. ↩︎
- Momentos familiares, edición de autor, 1952. Agradecemos el dato a Ana Cuesta. ↩︎
- Quiroga íntimo. Correspondencia. Diario de viaje a París, edición de Erika Martínez, Madrid, 2010. ↩︎