Hace exactamente 50 años, Stephen King publicaba su primera novela, Carrie, y daba inicio a un reinado que se ha mantenido, casi sin alteraciones y a ritmo frenético, hasta hoy. King se convertiría así en el ápice de una literatura de terror mayoritariamente anglosajona que se remontaba a Edgar A. Poe y Sheridan Le Fanu, pasaba por Bram Stoker y H. P. Lovecraft y llegaba a Shirley Jackson y Richard Matheson. En esa década del 70 se sumarían otros nombres relevantes de la misma generación: Peter Straub, Anne Rice, Joyce Carol Oates, Dean Koontz y Angela Carter. Sin embargo, si hasta hace poco la literatura de terror se escribía principalmente en inglés, hoy parece provenir, sobre todo, del mundo hispano. En los últimos años se han publicado títulos significativos de autores latinoamericanos y españoles que están enriqueciendo el corpus, a la vez que otorgándole un carácter diferente. Es difícil precisar las razones y el impacto que está teniendo en los lectores y en la academia, pero, en cualquier caso, parece necesario trazar un mapa que visibilice su presencia.
El terror hispano
En América Latina el terror ha tenido imprecisos pero valiosos ejemplos a lo largo de la historia. Sin embargo, en los últimos tiempos se han multiplicado los libros sobre el tema con derivaciones muy diferentes. Este último año se publicaron unos cuantos títulos: Mariana Enríquez volvió al relato con Un lugar soleado para gente sombría, Luciano Lamberti ganó el Premio Clarín de Novela con Para hechizar a un cazador, la ecuatoriana Mónica Ojeda publicó la novela Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, su compatriota María Fernanda Ampuero el libro Visceral, se publicaron los relatos del mexicano Bernardo Esquinca en Adonde voy siempre es de noche y del boliviano Maximiliano Barrientos en El horizonte del grito. En Uruguay, aparecieron también libros inquietantes: la novela Amandas, de Nancy Ghan, las colecciones de cuentos Los niños se ahogan en silencio, de Carolina Bello, y Tuyo siempre, de Sebastián Pedrozo. El año pasado, en Argentina, Agustina Bazterrica lanzó Las indignas, Flor Canosa, La segunda lengua materna y Elaine Vilar Madruga, El cielo de la selva.
De alguna forma, esa escritura latinoamericana dialoga con la producida en España, como la de Emilio Bueso, Marina Tena Tena, Ismael Martínez Biurrun, Rubén Sánchez Trigos o Layla Martínez. En ese país se publica a muchos de los autores latinoamericanos, lo que supone una suerte de legitimación editorial a la hora de reafirmar una tendencia estética dentro de la literatura en español. Si hasta hace poco la literatura de terror era exclusiva de algunos sellos especializados o marcadamente comerciales, hoy en día, en cambio, algunas de las más prestigiosas editoriales se animan con el género.
Todos esos escritores (que rondan entre los 35 y los 55 años) fueron educados culturalmente por Stephen King y el cine de terror de los años ochenta y noventa. Vivieron el auge de la ciencia ficción y el new weird, accedieron tempranamente a internet y las creepypastas, y han enfrentado la madurez en un mundo fragilizado por el cambio climático, la ultraderecha y la amenaza de una guerra global. ¿Cómo no escribir entonces sobre el miedo, la angustia y el horror de la existencia humana?
Los temas del miedo
Una de las grandes enseñanzas que Stephen King ha dejado a escritores posteriores es darle al terror tradicional un carácter marcadamente social. Su fórmula parece funcionar aun en los casos más excéntricos: «Historias extraordinarias para personas ordinarias». Sus discípulos han aprendido la lección y se han apropiado de temáticas vinculantes en América Latina y España que encuentran eco en la actualidad. La violencia es, como puede suponerse, el gran tema de la ficción de miedo contemporánea. De la violencia física y material a la más simbólica y epistémica, el terror se ha convertido en una plataforma para explorar asuntos sociales de gran interés como la inseguridad, el narcotráfico, los femicidios o las dictaduras. A partir de esos temas se desprenden cuestiones aledañas: la situación de la mujer y de los jóvenes en un mundo machista y patriarcal, el maltrato hacia el cuerpo femenino o el abuso sexual que ha dado bríos al body horror tan en boga.
El miedo también asume el rostro del pasado y sus consecuencias en el presente. La memoria histórica y los crímenes del pasado reciente reaparecen una y otra vez en clave de miedo, reafirmando los espacios vacíos que intenta llenar la ficción. En línea directa, surge otro tema muy reiterado: la herencia familiar y la posibilidad de que los errores de antaño se repitan en la actualidad. Familias disfuncionales, con padres y abuelos erráticos, pueblan los libros del terror contemporáneo, reavivando de múltiples maneras aquella relación maternal enfermiza que King utilizó para su primera novela.
Otra cuestión repetida es la incertidumbre en torno al futuro, en un planeta constantemente amenazado por la debacle ambiental o bélica, por el acelerado avance de la inteligencia artificial y las redes sociales, por la rehabilitación de los discursos fascistas, por la posibilidad de una nueva pandemia que acabe con la humanidad. ¿Cómo expresar el miedo que suscita todo eso? ¿Cómo no escribir desde el terror para decir lo que sentimos? Así como en los años setenta, mientras el mundo aguantaba el aliento ante la Guerra Fría y la crisis del petróleo, el terror cobró tanta relevancia en los pliegues de la cultura de masas, se retoman ahora asuntos de preocupación social sobre lo espeluznante del futuro.
Lo globalgótico
El terror viene gozando de un notable éxito, especialmente en el cine. Según la web Box Office Mojo, las películas del género fueron las más vistas de 2024 y solo en Estados Unidos recaudaron más de 796 millones de dólares. Con el cine ocurre algo particular en tanto parece haber agotado su caudal imaginativo y servirse de fuentes tradicionales. Por un lado, está reviviendo imaginarios ya conocidos (Aliens, Nosferatu, sagas al estilo El conjuro) y, por el otro, recurre a los libros de ficción.
Esa celebración acompasa el resurgir de la novela y, especialmente, del cuento, que, para el caso hispano, es digno de análisis. Eso ha suscitado el interés de académicos y gestores culturales cuyos esfuerzos contribuyen a destacar un tipo de literatura de enorme apego para los lectores, pero históricamente desdeñada por los estudiosos. En los últimos años, se han multiplicado las antologías, los congresos y las ferias dedicadas a la temática.
De allí surge un término curioso con el que se intenta dar rostro a los nuevos terrores del presente: lo globalgótico. La categoría expresa los vaivenes de la nueva literatura de miedo y el interés que despierta en lectores de todo el mundo. El hecho de que Mariana Enríquez sea recibida como una estrella de rock en Turquía, Canadá o Suecia da cuenta de los avances en ese aspecto. Al mismo tiempo, plantea los cambios al interior de la propia estética del terror. El más evidente: la reapropiación de lo local, la reescritura de mitologías indígenas, leyendas urbanas y elementos del folclore, adaptados a contextos modernos. En paralelo, el énfasis puesto en las identidades individuales y colectivas, abordando temas de género, migración y memoria histórica. En la combinación está el juego; los miedos son los mismos más allá del idioma en el que
estén contados.