El 7 de enero de 2015 dos encapuchados armados de kaláshnikov ingresaron al local parisino del semanario satírico Charlie Hebdo, preguntaron por el director de la publicación, lo asesinaron de un balazo y luego siguieron disparando, hasta matar a otras 11 personas y herir de gravedad a varias más. Entre los acribillados había redactores, dibujantes y columnistas de la revista, administrativos y un policía –musulmán él–, que hacía de custodia porque Charlie Hebdo ya había sido objeto de atentados y sus animadores, de amenazas. El ataque, que sería reivindicado por una rama de Al Qaeda, sería el primero de una serie de actos terroristas de ese año 2015 en París y sus inmediaciones: dos días después, otro supuesto yihadista asesinaba a cuatro personas en un supermercado judío y, en noviembre, varios comandos del grupo Estado Islámico atacaban bares, restaurantes, una discoteca, en distintos puntos de la capital y su periferia, matando a alrededor de 130 personas. La mayor masacre precedente en territorio francés había sido en 1961, cuando la Policía asesinó a un número indeterminado de argelinos (se habla de más de 300) que manifestaban pacíficamente por la independencia de su país, arrojándolos al Sena.
Para Francia, 2015 sería en cierta manera un punto de inflexión equivalente al 2001 estadounidense, por la dimensión liberticida que iría tomando la llamada lucha antiterrorista y la (extrema) derechización progresiva de la sociedad, que se plasmaría, por un lado, en los años siguientes en el ascenso político continuo de los partidos de ese signo y su completa normalización por el resto (o casi) de las formaciones políticas y el sistema de medios y, por el otro, en una islamofobia ya rampante que iría creciendo y creciendo.
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La matanza en el local de Charlie Hebdo fue seguida de una serie de manifestaciones de repudio que llegaron a reunir entre 2 y 3 millones de personas en toda Francia. Y a otras decenas de miles en el extranjero. La revista fue convertida en símbolo de la libertad de expresión atacada (los yihadistas que masacraron a sus dibujantes y redactores dijeron haber pasado al acto para «no dejar impunes» algunas caricaturas publicadas que representaban al profeta Mahoma) y el hashtag Je suis Charlie («Soy Charlie») se popularizó en todo el mundo como una consigna libertaria que algunos presentaron como de defensa de los «valores occidentales». Desde el pique mismo de las muestras de solidaridad con los asesinados, hubo toda una serie de equívocos que se fueron acrecentando y que, según recordó por estos días de aniversario el periodista Daniel Schneidermann, tuvo derivas paradójicas. Una de ellas –y no la menor– fue que en primera fila de los defensores de la libertad de prensa acribillada aparecieran personajes –de extrema derecha, pero también de la derecha clásica– que no se habían destacado precisamente por provenir de una tradición de ese tipo. Otra: la imposición progresiva de una idea de laicidad que se iría identificando cada vez más con la persecución –policial, cultural– a una minoría y a quienes, por defender los derechos de esa minoría sospechosa de terrorismo, serían englobados en una nueva y bastante amplia categoría de apestosos: los islamoizquierdistas. Una tercera: que entre quienes exhibirían en sus solapas con orgullo sus escarapelas de Je suis Charlie figuraría gente que, unas décadas antes, había abominado de esa publicación surgida demasiado anarca, demasiado libertaria, y no hubiera visto con malos ojos que se la censurara. La cuarta: que el horror de la matanza colectiva llevaría también a las calles a gente a la que la evolución posterior de la revista hacia una islamofobia cada vez menos sutil y más occidentalista la condujo a la ruptura con una publicación a la que en su momento había poco menos que adorado. En un libro que publicó la semana pasada, en coincidencia con los diez años de la matanza de enero de 2015, y que tituló Le charlisme («El charlismo»), Schneidermann echa luz sobre esta última paradoja vivida por gente que animó o se ilusionó con movimientos libertarios de los que Charlie Hebdo y publicaciones que la precedieron fueron una expresión. «Llegamos a ser apasionadamente Charlie» mucho antes de que todo el mundo lo fuera, es decir, muchísimo antes de 2015, «y luego debimos hacer frente a una mutación imprevisible que por el momento nos vemos tentados a llamar charlismo» y que tiene no pocos puntos de contacto con la islamofobia más rancia, apuntó el periodista, fundador del sitio de análisis crítico de los medios de comunicación Arrêt sur images. Una cosa era el Charlie Hebdo de los inicios, desprejuiciado hasta la obscenidad y parejamente blasfemo y crítico de los oscurantismos religiosos vinieran de donde vinieran, y otra el que se fue diseñando desde los atentados neoyorquinos del 11 de setiembre de 2001 y que se fue aproximando a quienes defienden una «guerra civilizatoria» contra los bárbaros musulmanes. Opuestos a esa evolución, periodistas e ilustradores históricos de la publicación la fueron abandonando o fueron simplemente echados.
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Por supuesto, nada justificaba el horror de la matanza. «El 11 de enero de 2015 manifesté en las calles bajo una pancarta de “Je suis Charlie”», sin que la mescolanza callejera entre tirios y troyanos importara en lo más mínimo, escribió Schneidermann. Nadie en su sano juicio debería arrepentirse de haber marchado en repudio de esa masacre, o de las que seguirían ese mismo año, agregó, pero observó al mismo tiempo que en aquellos primeros días de 2015 el charlismo despuntaba como punta de lanza de la guerra contra los bárbaros. Y que para los musulmanes, para los jóvenes de los barrios populares de las periferias urbanas, para los islamoizquierdistas, el ambiente se iría haciendo cada vez más irrespirable. Y también que conceptos caros a la más progresista tradición republicana, como el de laicidad, como el de secularismo, irían cambiando de sentido.
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A comienzos de 2016, intelectuales, comunicadores, dirigentes políticos y altos funcionarios del Estado dieron vida a una asociación, Primavera Republicana, que con el tiempo adquiriría una incidencia política y mediática nada despreciable, a pesar de su fracasada proyección electoral. La idea de base del grupo era simple: asediada en su «seguridad cultural», decían, Francia debía defenderse articulando su tradición republicana con una filosofía comunitarista y nacionalista. Entre sus integrantes había miembros de la redacción y de la dirección de Charlie Hebdo. En una nota publicada a fines del año pasado en la revista Politis (11-IX-24), el doctor en Ciencia Política Pierre-Nicolas Baudot mostró cómo el movimiento, surgido en principio para «defender una laicidad radical», acabó tejiendo lazos ideológicos, y hasta orgánicos en el caso de alguno de sus miembros, con sectores de la ultraderecha y legitimando, desde posturas supuestamente progres, los planteos de estos grupos. En los diez años transcurridos desde enero de 2015, señaló a su vez el portal Mediapart (12-I-25), «la defensa del laicismo derivó en ciertos casos en un combate contra el separatismo, una expresión cómoda que permitió a algunos –por ejemplo, a los sucesivos gobernantes– estigmatizar a una parte de la población en razón de su religión. No tengamos la memoria corta: en enero de 2015 ya había quienes mostraban su obsesión por saber quién era Charlie y quién no lo era. Y ya se apuntaba a los musulmanes y, más generalmente, a los habitantes de los barrios populares, como culpables de complacencia o incluso de complicidad» con el «terrorismo».
A partir de entonces, autodesignados perros guardianes del laicismo y de la libertad de expresión salieron a la caza de los «separatistas», persiguiéndolos hasta en el sistema educativo, en especial en las universidades, y en los medios de comunicación. En el plano político, quienes más sufrieron las consecuencias de esos embates fueron los militantes de Francia Insumisa (LFI, por sus siglas en francés), un partido de izquierda que desde su surgimiento, en 2016, fue presentado como promotor del terrorismo por denunciar ese clima y tomar distancia con el giro que había ido tomando el charlismo. Durante la campaña que lo condujo por primera vez a la presidencia, en 2017, el liberal Emmanuel Macron no formaba parte de esos laicistas sui géneris, que se encontraban sobre todo en filas del conservadurismo más duro y de una parte de la socialdemocracia que se había ido volcando hacia la derecha, en especial en temas como la inmigración, y veían en LFI la encarnación del peligro rojo. Macron más bien denunciaba esos movimientos, que tildaba de «intolerantes». Todo cambió en los años posteriores, y hoy el gobierno macronista está dominado por esos laicistas que coquetean con la extrema derecha, constata Mediapart. Entre ellos destaca el hispanofrancés Manuel Valls, primer ministro bajo la presidencia del socialista François Hollande entre 2014 y 2016 e integrante del actual Ejecutivo dirigido por el liberal François Bayrou. Valls estuvo, en 2016, entre los principales impulsores de la Primavera Republicana y ahora está en primera fila de los ataques a los islamoizquierdistas, que cree ver ya no solo entre los insumisos, sino en la mayor parte de las formaciones que confluyeron el año pasado en el Nuevo Frente Popular.
La tragedia palestina volvió a colocar a buena parte de los pretendidamente laicistas de un lado y a LFI y una pléyade de movimientos sociales que denunciaron el genocidio en Gaza del otro. En las universidades francesas no se llegó al nivel de censura que se alcanzó en Alemania o en Estados Unidos, pero hubo también persecución, en nombre de la laicidad, a quienes proponían una ruptura de relaciones con las universidades israelíes o pretendían que sus instituciones condenaran claramente las masacres en los territorios palestinos o que, al menos, se habilitaran espacios para plantearlo. No fueron raras las coincidencias, en el terreno, de militantes y dirigentes de la extrema derecha francesa con pasado claramente antisemita con defensores del gobierno de Benjamín Netanyahu, unidos ahora por la defensa de la patria o de la civilización occidental, qué más da. Y se han dado también otras aparentes paradojas. Por ejemplo, que un representante de la derecha dura, el alcalde de la ciudad de Toulouse, Jean-Luc Moudenc, que se presenta como «defensor radical de la libertad de expresión y de los valores republicanos», haya prohibido la semana pasada, el mismo día en que organizaba un homenaje a los 12 asesinados en el local de Charlie Hebdo, una exposición de la asociación Médicos Sin Fronteras (MSF) sobre la realidad en la Franja de Gaza. «Es la primera vez que se nos censura de manera tan directa. Es muy chocante, pero no tan sorprendente. Va en línea con el ambiente actual, lamentablemente», comentó la presidenta de MSF, Isabelle Dufourny. Lo que ha pasado desde 2015 –dijo, por su lado, la socióloga Hanane Karimi, es que «quienes analizamos desde la academia cómo la islamofobia ha ido creciendo en el país y se ha convertido en uno de los vectores del ascenso de la derecha nos autocensuremos por miedo a que se nos tilde de apologetas del terrorismo, como ha sucedido tantas veces y sigue sucediendo. Ya no participamos en debates públicos, no vamos a los grandes medios, porque ni siquiera sirve para nada».
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Aurel es el seudónimo con el que firma sus dibujos y caricaturas uno de los ilustradores de otra publicación satírica francesa, el histórico semanario Le Canard Enchaîné. Amigo de algunos de sus colegas de Charlie Hebdo asesinados en 2015, Aurel acaba de publicar un librillo de una treintena de páginas sobre la evolución de la ilustración de prensa en estos diez años. Charlie quand ça leur chante («Charlie cuando se les canta»), se titula, y en él denuncia, por un lado, la profundización de la crisis de la profesión en este período y, por otro, la instrumentalización del «espíritu de Je suis Charlie» por «una camarilla neorreaccionaria encarnada por la corriente política de la Primavera Republicana, que intenta imponer su universalismo de tintes colonialistas y levanta la defensa de la laicidad para ocultar su racismo antimusulmán», según le dijo a Mediapart. Como Schneidermann, Aurel tampoco compartía la evolución islamófoba de Charlie Hebdo, pero tras la matanza salía a las calles con su pin de Je suis Charlie. «Poder decir y dibujar lo que se quiera dentro de los límites que marca la ley sin correr el riesgo de ser asesinado», le parecía entonces más importante «que cualquier otra cosa». También poder «criticar a quien se quiera, incluido a Charlie Hebdo», algo que era literalmente imposible en enero de 2015 y que no dejó de ser difícil, hasta peligroso, en los años posteriores. «Tendríamos que reflexionar sobre el alcance de nuestros dibujos y caricaturas y ver qué estamos transmitiendo con ellos, si, por ejemplo, con nuestro humor no estamos hiriendo gratuitamente a alguien y no nos estamos comportando como unos tontos blanquitos bien que se mofan del diferente y lo humillan en un país, en una sociedad, que ya les impone todos los días una alta dosis de humillación», dijo en otra entrevista. «No es autocensura, es un cambio de mentalidad que apunta a reflexionar sobre las ideas y los estereotipos que transmitimos sin perder la irreverencia», dijo también. Y agregó que la irreverencia hoy pasa por atacar a los censores que se disfrazan de defensores de la libertad de expresión y «sirven a los intereses de los más poderosos, de los ultrarricos». De ellos, y de quienes los mandan, piensa Aurel, provienen «las mayores amenazas actuales a la democracia».