A finales de los ochenta, Alicia Migdal advertía: «Para mirar de verdad las casas se necesita un coraje que no nos destruya, una paciencia que nos permita inventarlas, desde afuera, sin sucumbir a su llamado infinito. Una casa, y otra, y otra, sus modos y sus gestos, sus cuerpos compactos y voraces».2 Años más tarde, Intramuros (Planeta, 1997), de Silvia Larrañaga, y La azotea (Trilce, 2001), de Fernanda Trías, propondrán escrituras desde un adentro radical, haciendo de la casa un espacio de extranjería. Las mujeres de estas narraciones viven en la ciudad, pero son como islas, las ata a la sociedad un cordón de dependencia y lejanía insalvable. Con estéticas distintas, las autoras delinean una misma clausura del mundo y un vivir en el encierro.
Intramuros presenta una casa «laberíntica y m...
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