La Amazonia, tan maltratada, tan perforada, tan invadida, sigue de todas maneras encerrando misterios, estimulando la imaginación de los hombres leídos y urbanizados, con su muralla de árboles, sus ríos portentosos, sus etnias perdidas o escondidas. Ciro Guerra, colombiano que ya había frecuentado el tema del viaje (en La sombra del caminante, 2004, y Los viajes del viento, 2009) emprende en El abrazo de la serpiente un camino que ya había transitado Herzog en Aguirre, la ira de Dios y Fitzcarraldo: un rodaje en esa tierra cuya sola penetración es ya una hazaña. Las similitudes, sin embargo, y aunque también en esta película se haga presente el hombre occidental –en rigor, dos– que tiene que vérselas con una amenazante naturaleza y con seres de creencias y culturas radicalmente desconocidas, parecen más bien episódicas. La violencia interna y externa, la desmesura, los contrastes materiales y espirituales que desgarran las películas del alemán –él mismo un explorador y experto en desafíos físicos monumentales, como un alter ego de sus propios personajes– no están en la película colombiana, que resuelve el conflicto, aunque el relato aparente lo contrario, al sumergir de entrada a sus personajes occidentales en la dependencia total, de vida y muerte, con respecto a los habitantes locales. Homenaje y búsqueda de rescate de grupos humanos diezmados por la penetración extractiva de sus territorios, partícipe de esa fe –muy occidental, al fin– en la sabiduría innata y heredada de esos grupos que se supone conectados con los más lejanos ancestros y espíritus perdurables, la película ilustra esos sentimientos sin disimulo. (Y le fue muy bien, puesto que recibió un premio en Cannes y llevó por primera vez a Colombia a postular por un Oscar.)
Hay dos científicos occidentales, inspirados en personajes reales –el alemán Theodor Koch-Grünberg (1872-1924) y el estadounidense Richard Evans Schultes (1915-2001)–, nombrados en la película como Theodor y Evans, e interpretados respectivamente por Jan Bijvoet y Brionne Davis, que penetran en la selva en busca de una planta sagrada, con supuestos poderes sanadores. Son dos viajes en tiempos distintos, uno en la primera década y el otro en los años cuarenta del siglo XX, pero la similitud de objetivos y que el guía sea o parezca el mismo, un chamán solitario sobreviviente de un grupo extinguido, o él lo cree así, joven acompañando al alemán, viejo con el estadounidense, procuran la sensación de ser el mismo viaje, los mismos personajes.
Éste sería quizá el aspecto más interesante de la película. La naturaleza selvática, la omnipresencia del río –que es la serpiente del título–, potenciada por la fotografía en blanco y negro que en la pantalla se abre en infinidad de grises, son más efectivos para instalar esa sensación de tiempo circular, de repetición de ciclos, de volver siempre al mismo lugar, que los diálogos donde, indefectiblemente, el indígena tiene siempre la palabra justa, verdadera y acusadora, y el blanco la torpeza ignorante. Dentro de una muralla de árboles y con la canoa como único medio de transporte, el paso del tiempo parece desvanecerse, a no ser por cambios en el trayecto, como el que le toca a una misión católica de esas de cura con misal y látigo para cristianizar niños nativos. En los accidentes de ese trayecto, hay alguna idea feliz, que distiende en algo el tono altisonante que subyace a la búsqueda, como las escenas en la tribu amigable que casi deja de serlo por cuestión de una brújula, o francamente infelices, como la aldea dominada por un tiránico autoproclamado mesías blanco, que más que ecos de Joseph Conrad, al menos a esta cronista, le hizo recordar cuentos de Tarzán.
El abrazo de la serpiente, que ha cautivado a muchos críticos, sobre todo europeos y estadounidenses, y ha logrado además una fraterna euforia en Colombia, se sumerge en una materia tan difícil como atrapante, y por momentos parece encontrar la forma de trasmitir su potencia y su misterio. En otros, el abuso del discurso bienpensante, o el darle aire a la película mediante toques aventureros poco originales, rebaja esa atmósfera lograda. De todas maneras, las apuestas altas, altísimas, y ésta lo es, siempre despiertan respeto.