De las nueve en adelante - Semanario Brecha

De las nueve en adelante

El 4 de setiembre cumpliría 94 años Maneco Flores.

Flores Mora / Foto: archivo Chele

“Un periodista –decía Maneco Flores– es alguien que lee para los demás.”

Al perder las elecciones de 1971, y con ellas su lugar en el Senado, pasó al frente su oficio de siempre (comenzado en Marcha, continuado en El Día): el periodismo. Encontró tiempo, además, para sus ganas de escribir un libro.

Desconfiaba de perseverar si no asumía eso del libro como un compromiso. Para eso serví.

—¿A las 9?

—A las 9.

Yo bajaba con el bloc (nada de PC portátiles en aquel tiempo) y con la alegría de saber que esa mañana, aparte de las páginas que se le ocurrieran, aparecerían Vallejo, Bergamín, Pepe Batlle yendo a la cárcel a visitar al anarquista que le había puesto una bomba en el camino, Valle Inclán disfrazado de marqués de Bradomín. A veces no eran fantasmas los que aparecían sino que, por La Fiaca, Valerio o El Chivito de Oro, pasaban en carne y hueso sus amigos, esos días escribía menos.

Lo primero era comprar cuatro paquetes de Nevada, que le alcanzaban para el día. Y pedir un café, largo, en vaso. Abrir aquellos paquetitos de azúcar Rausa era como decir “¡Largaron… La bolsa de los muebles!”, para que galopara la imaginación. “Alba de Tormes” fue una novela inconclusa. En su argumento se mezclaban continentes y generaciones, y con la mayor naturalidad los muertos visitaban a los vivos. Años después recibimos de Maneco una carta con estampillas españolas “¡Estoy en Alba de Tormes! A su catedral le falta el techo: ¡como una novela, quedó sin terminar!”.

En cambio El Senado tomó forma en una semana (en el bar de la Galería del Notariado). Proponía que a la entrada se le diera a cada espectador el derecho a intervenir: podría influir por palabra o por omisión en los graves sucesos que planteaba la escena. ¿Cómo evitar el caos? Por un sistema que Maneco conocía de sobra: pedir la palabra. La obra, aunque sobre un determinado guión, podría así ser distinta cada noche.

Una de aquellas mañanas –era el verano entre el 71 y el 72–, entre el primer y el segundo café en Valerio, pasó un conocido.

—¿Te enteraste, Maneco? ¡Han matado a dos! –y siguió, consternado.

—¡Qué horror, ¿viste? ¡Mataron a tres! –contó al poco rato una señora.

Una se refería a tupamaros. El otro a militares.

—Qué espantoso –dijo Maneco–, hoy han muerto cinco personas con ideas distintas. Cinco tipos que deberían estar vivos, en este país, esta mañana. Los que lamentan dos o tres no cuentan a los otros. Nada más horrible que considerar que el enemigo no es persona.

***

Maneco. Hay personas que aparecen en nuestra vida justo cuando hacen falta. Su significado se sigue abriendo en el tiempo, como el Big Bang. Sin ellos hay algo en nosotros que nunca hubiera comenzado. En 1971 Juan Pablo trabajaba como diagramador en la revista Primera Plana y empezaba a hacer caricaturas en Clarín. Estaba feliz. Llegar a eso le había llevado un par de años de pensión en el barrio de Once, en Buenos Aires, y extrañar la rambla, a los amigos y a mí (en una carta me escribió “te quiero” con la recién inventada letra set). Empezaba a ver su firma bajo algunos dibujos, tenía 28 años. Yo 22. Un día cualquiera llamaron a casa, en Montevideo, desde Primera Plana para avisar que había habido un allanamiento en la pensión; buscaban a otro uruguayo pero el que estaba era Juan y lo habían llevado, incomunicado. ¿Qué podía hacer yo? Avisarle a Edgardo Ribeiro, su tío, mi maestro. ¿Qué hizo Edgardo? Llamó a Maneco. ¿Qué hizo Maneco? Explicar a través de la cancillería algo simple y difícil: un muchacho uruguayo que vive en una pensión es… sólo eso. Pasaron nueve días. Sin saber. Nada. Entendí lo que es que no esté visible y audible alguien querido (no porque se fue a trabajar a otra ciudad sino porque hay un misterio inexplicable y él está dentro de ese misterio). En la novena noche sonó el teléfono. Juan Pablo, libre, me llamaba desde la casa de un pintor amigo. Aquello había pasado.

Así fue que quedamos amigos con Maneco. A los días angustiosos sucedieron las mañanas enderezadas a la literatura. Aquellas mañanas en los bares de Montevideo (las tenía libres porque trabajaba de tarde en la embajada de Brasil) fueron una época de felicidad. Me propuso leer Winnesburg, Ohio, La sonata de otoño y Tristán e Isolda (“longuemant, il languit loin de elle”), y supe que el ritmo de una frase puede ser el alma de una novela y que sólo la emoción perdura.

Mamá –que se sentía del bando de Leandro Gómez, sin que eso para ella fuera cosa del pasado– no entendía mi fascinación por “ese Flores”, aunque se llamara Manuel y no Venancio. Pero Maneco me traía –junto con su lucidez, su sentido del humor rápido como ninguno y su convencimiento de que para escribir algo hay que empezar con una frase que sea verdad– el eco de conversaciones que me hacían tanta falta desde hacía ocho años, cuando de un día para el otro murió papá (también él fumaba 80 cigarrillos por día). 

***

 A veces pienso si fueron los cigarrillos Nevada o los años aquellos los que enturbiaron los pulmones de Maneco. Hubo una operación, que ¡salió bien! –llamó Pablito, para decirnos–. Pero la voz le iba saliendo un poco enronquecida. “Ya no puedo decir discursos más que al oído de las señoras”, se hacía burla. Se identificaba con un jugador de fútbol al que llamaron, por su largo aliento, “Sietepulmones”, a quien en un reportaje, para empezarlo en broma, el entrevistador le amagó:

—¿Así que usted tiene siete pulmones?

—Nooo… –dijo el hombre, con modestia–. Tengo uno, como todo el mundo.

Con su pulmón enfermo y otro resistiendo, con su voz flaca y ronca que no se callaba (porque quien calla lo que ve, lo consiente), su mirada magnífica, su espalda derecha, sus zapatos viejos, aguantó vivo su cáncer y la dictadura. Terminaron juntas, ambas cosas tremendas. El 15 de febrero de 1985 Uruguay volvió a la democracia. Y, mientras esa mañana de verano muchos leíamos en Jaque la contratapa que escribió horas antes recordando a su amigo Mario Arregui, murió Maneco Flores.

Mario Arregui y Maneco se fueron casi juntos del Uruguay que amaron. De ese Uruguay de discursos opuestos, pero posibles. De un Uruguay donde si Flores tenía que hablar en una plaza y no le funcionaban los micrófonos, venía Arregui con los parlantes del Partido Comunista (¡que siempre funcionaban bien!) y se los prestaba para que las palabras batllistas de su amigo pudieran ser escuchadas. 

***

 Maneco –que tenía la edad de un padre cuando me hizo falta, y esa edad no era tanta, ahora que veo– no se cansaba de sacar, de su larga memoria, pedazos de historia que nos regalaba para que nos resultaran familiares, amados, valorados.

Una de las últimas cosas que se levantó para reclamar con sus cuerdas vocales averiadas y solemnes fue “¡Amnistía ya!”; amnistía para sus adversarios, que eran personas.

Creo que el equivalente de los muertos en las Malvinas –que no ganaron las islas pero ganaron la vuelta a la democracia en Argentina– fue, en la Banda Oriental, la muerte de Roslik, ese hombre joven con nombre ruso, que era médico en un pueblo. “Oremos por el alma de Vladimir Roslik, que murió asesinado”, dijo el sacerdote que ofició el funeral. Maneco hizo repetir esa frase en la tapa de Jaque. Sonó como el hondazo de David en la frente de Goliat.

Me acuerdo de la voz de Maneco Flores Mora diciendo: “Lo que le importa a la historia es la verdad”.

¿Se acuerdan de él? ¿Su gabardina, su gorra a cuadros, la espalda derecha y el pulóver salpicado de agujeritos por las chispas de los cigarrillos Nevada?

Murió el mismo día en que reabrían las cámaras, el 15 de febrero de 1985. Si en vez de decir “velar las armas” se pudiera decir de alguien “veló la libertad”, habría que decir eso de él.

El 4 de setiembre cumpliría 94 años.

Seguro, seguiría leyendo para los demás.

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