Un mes después de la muerte de su esposa, John Berger escribe: “Anoche volviste por primera vez. Estaba escuchando una grabación del Rondó número 2 para piano (opus 51) de Beethoven. Durante casi nueve minutos, por lo menos, fuiste ese rondó, o éste se convirtió en ti. Contenía tu levedad, tu persistencia, tus cejas arqueadas, tu ternura. Estamos escribiendo esta elegía para ti, y es algo parecido a una respuesta a esa música”.
Son las primeras palabras de un fino librito, Rondó para Beverly, que el novelista y crítico de arte británico concibió en memoria de su esposa junto a su hijo menor, Yves Berger, 37 años, pintor. El hijo ilustra la mayoría de las imágenes que retratan a su madre o a sus cosas, y también escribe. Con candor le dice: “Mamá, estoy a punto de inaugurar mi primera exposición en Londres. Cuánto te echo de menos. Sé lo contenta que estarías”. La retórica del duelo busca, casi siempre, conversar con los muertos, el hijo se hace niño. Restituye el vínculo como era. Esto es menos que un libro –55 páginas en octavo–, un pequeño objeto íntimo y delicado. Podría pensarse que sólo fue publicado y traducido porque se trata de John Berger, por su inmenso talento y su inmensa fama. Pero no es sólo eso, y la segunda razón no es más simpática. Un atributo de la posmodernidad es esta intimidad expuesta. Gente que comparte sus gozos y sus sombras en las redes, aunque (y ese “aunque” reclama a la literatura) nadie, casi nadie, expone sus llagas, su duelo, su vergüenza. Hay todavía un recaudo de pudor que preserva la intimidad. En lugar del duelo propio, las muertes de actores y famosos se lamentan y replican como antes repicaban las campanas. Por todos. Ese proceder ventrílocuo y voyeurista convive con una negación de la muerte y un borramiento del duelo.
Ya no son sólo los muertos los que quedan solos, también sus deudos son abandonados a un dolor intransitivo. No hay luto, ni campanas, ni muerto en su cama. Los muertos se velan en espacios pagos, asépticos y profesionales, no-lugares. No hace tanto que la muerte era parte de la vida, los velorios se hacían en las casas, duraban un día y su noche, perduraban en luto y sus rituales se extendían a la “Visita de duelo” que nomina un cuento de Paco Espínola y domina su mundo, hermano del de Faulkner. En “Todavía, no” del maragato o en esa dolorosa obra maestra que es Mientras agonizo del sureño, la muerte se hermana natural y solemne a la tierra.
Julio Cortázar escribió una versión urbana de aquella sociabilidad fúnebre. La muerte llega al barrio en “Conducta en los velorios”, versión culta del tópico de los chistes que acusa en su inicial reparo (véase recuadro en página 25) una sensibilidad ya en transición, que elige la soledad al dolor legítimo y avanza sin escrúpulos sobre el que no lo es.
Las historias de la vida privada, las galas de Ariès y las criollas de Barrán, observaron y analizaron los rituales de la muerte como síntoma de cultura. Asombra, sin embargo, la velocidad con que se consumó la transformación. Sólo mediaron dos años entre los escritos de Durkheim sobre el duelo como un proceso esencialmente social y Duelo y melancolía, de Freud, que lo define como algo individual y privado. De un solo golpe, el duelo se había internalizado. En el transcurso de un par de generaciones la muerte y el duelo fueron expulsados de la escena pública. Se perdió el nexo aun difícil entre la intimidad de la pena y la expresión ritual/social del dolor. Algunos lo nombran como “la privatización del duelo”.
EL DUELISTA COMO DIARISTA. En un título emblemático –Diario de duelo– que Roland Barthes empieza a escribir el día después de la muerte de su madre, hay, a pocos días de empezar, una entrada curiosa. Barthes busca en el Larousse “la medida de un duelo” y encuentra que “para un padre o una madre” se prevé una duración de 18 meses. Eso –un poco menos– dura su diario. El plazo se acorta a entre cuatro o seis semanas (sin especificar categoría) cuando la medición se hace en Estados Unidos y de acuerdo a un informe académico de base estadística, según cita un reportaje del New Yorker.1 Hoy el sentido común, pensar que cada duelo es distinto, ha ganado hegemonía, pero aquellas mediciones proclives a la manía positivista por cuantificar y medir tuvieron repercusiones inquietantes. Se alcanzó a proponer que un duelo muy extenso o muy agudo podía entrar en la categoría de los desórdenes mentales. Aun las siempre más hermosas palabras de Freud –“Ante el cuerpo sin vida del amado…”, etcétera– guardan un resabio terapéutico. Pero el que adolece de una pérdida no quiere curarse, o eso cree y por eso le consuela mejor la literatura, sea como escritor o lector. En la primera entrada de su diario de duelo Barthes anota: “Primera noche de bodas. Pero ¿primera noche de duelo?”. No pasó un día antes de que comenzase su diario. Una joven Idea Vilariño –tiene 20 años cuando muere su madre–, en cambio, lleva ya un diario en el que sólo escribe “16 de agosto de 1940: mamá” y deja de anotar durante un año. Su duelo se expresa en ese silencio. Berger demoró un mes para encontrar su nota, cuando escuchó a Beethoven y rescató a su esposa. En un precioso ensayo, María Zambrano vio con lucidez la extraña ambivalencia de quien escribe confesándose, ya que si bien busca retener lo vivido, al hacerlo manifiesta ya una disposición a dejarlo atrás.2 La idea vale para los diaristas que penan y luchan por retener con palabras a la persona querida hasta que aprenden a decir adiós. O a “dejarlos ir”, como escribió en un poema –“let them go”– Emily Dickinson.
A la sombra del adelgazamiento del duelo social, crece una literatura. Se expresa en todos los formatos y géneros, pero suele clasificarse por el vínculo entre el muerto y el doliente. Virginia Woolf dedicó un libro a su hermano Toby, pero el duelo fraterno es tan raro como peculiar Virginia. La mayoría de los diarios, poemas, memorias de duelo se reparten entre los dedicados al amado o amada y los escritos al padre o a la madre. Lo raro del frágil libro de los Berger es que hayan compartido la autoría, padre e hijo, y hecho convivir en su homenaje dos formas del dolor.
HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE. Sobrevivir al amor es un anatema, y una forma de traición. Su reverso hace al emblema de Romeo y Julieta. Los amantes mueren juntos, dan la vida por el otro, porque no hay otra forma de cumplir, ni decir, el amor. Pero el mito romántico va atado al de la juventud y a algún impedimento o contrariedad insuperable. Es trágico y se reedita trágicamente con variaciones de época y escenarios. Entre otras el caso de dos curas gays colombianos que, al descubrir que uno tenía sida, recurrieron a sicarios para que los matasen y morir juntos, ocurrido en 2011 y sobre el que ya se escribió una dudosa novela. Cuando el pacto de muerte se cumple en la madurez o la vejez surge la sospecha, especialmente si hay asimetría de edad o de salud entre los suicidados. Dar la vida, no tomarla. Por eso cada testimonio de un duelo amoroso varía según la circunstancia de la muerte. Berger sobrevive a una esposa con la que vivió 40 años, la madre de sus hijos, la invisible compañera que, como lady Tolstoi y como la Dolly de Onetti, pasaba sus escritos a máquina y era la primera en leerlos. Beverly Bancroft, su nombre no figura en la Wikipedia, era una sombra al lado de un genio mediático, pero nada autoriza a negar que hubo amor. El homenaje es tal vez demasiado escueto (en la última Revista Ñ hay una crónica del escritor dedicada a la cantante siria Yasmine Hamdam de similares dimensiones), pero tiene belleza, de la clase que él reconoce en ella tras los estragos de un cáncer que la fue extinguiendo en meses: “Cuando estabas acostada de espaldas sin poder moverte porque el dolor te atenazaba, cuando lo único que podíamos hacer para amortiguarlo era darte otra dosis de morfina o cortisona o recolocar los almohadones debajo de tu cuerpo, cuando ya no podías comer y sólo podías beber por medio de una pajita, cuando sólo te podíamos alimentar a bocaditos, siempre con la misma cucharilla, una que tenía un mango que te gustaba, cuando había que lavarte seis veces al día, cuando ya sólo orinabas o defecabas en pañales, cuando te frotábamos los talones y los codos para evitar que te salieran escaras, estabas incomparablemente bella. Y esa belleza incomparable emanaba de tu valentía”. John Berger está próximo a cumplir 90 años, su duelo es el de quien está cercano a la muerte.
En el mundo anglosajón hay un testimonio de duelo amoroso que de varios modos lo confronta. Su autor fue C S Lewis, el medievalista y académico famoso por las Crónicas de Narnia y amigo de Tolkien. A los 54 años, Lewis se casó con la escritora estadounidense Joy Gresham, 17 años menor que él. Ella falleció cuatro años después, de cáncer. Una pena en observación3 fue el libro que Lewis dedicó a auscultar y discutir su duelo, y hay una serie de circunstancias que lo transformaron en un libro emblemático, también en una película de Richard Attenborough protagonizada por Anthony Hopkins. Lewis fue un cristiano converso, lo que agudiza su religiosidad y, en momentos de desesperación, lo acerca a Job. No escribe un diario, aunque es evidente que narra el proceso mientras lo vive; no se dirige a su amada, aunque sólo le interesa estar con ella. Pero tiene la voluntad filosófica de no engañarse. Perdió a su esposa cuando el amor era todavía nuevo, capaz de soportar su implacable lucidez: “Casi prefiero los ratos de agonía, que son por lo menos limpios y decentes. En cambio, me da náuseas el pringoso placer que cede a revolcarse en la autocompasión. Cuando caigo en eso me doy cuenta de que tergiverso la imagen misma de H. Gracias a Dios, el recuerdo de ella es todavía lo suficientemente fuerte (¿lo seguirá siendo tanto?) como para salir adelante. Porque H no era así. Su pensamiento era ágil, rápido y musculoso, como un leopardo. Ni la pasión ni la ternura ni el dolor eran capaces de hacerle bajar la guardia. Olfateaba la falsedad y a la primera vaharada, se abalanzaba sobre ti y te derribaba”. Más allá del conflicto religioso, Lewis nos gana por su vigor, parecido al que atribuye a su esposa. En algún momento se pregunta si los dolientes no debieran ser confinados como leprosos, puestos fuera de la sociedad como parias que son. En otro dice una de las frases más hermosas que se han escrito sobre este asunto: “el duelo forma parte integral de la experiencia del amor. No se interrumpe la danza, se ensaya un nuevo paso”.
“MI PADRE Y YO.” Así nombra Alberto Giordano una serie distinta y proliferante en las llamadas escrituras del yo. En años recientes allí se inscriben Experiencia, de Martin Amis, Patrimony, de Philip Roth, y, entre nosotros, Íntima, de Roberto Appratto, su primera promisoria novela. Sobre todos planea la sombra ominosa de Kafka: su “Carta al padre”, no una elegía sino un reproche, carta que nunca fue entregada a su destinatario. Desde Dostoievski el relato del padre es también una acusación. Antes que Freud, en Los hermanos Karamazov, Dostoievski hizo decir al más frágil de los hermanos aquello terrible de que siempre hay un momento en que el hijo desea matar al padre. Antes que Dostoievski, Hamlet; aunque pocos recuerdan que la obra, entre tantas cosas, pone en escena el proceso de un duelo por la muerte de su padre.
Bajo la evocación paterna se escurre un ajuste de cuentas y se perfila un deseo de reconciliación. Nada es desinteresado, pudo amárselo, pero se escribe sobre el padre para decirse a sí mismo. “¿Cómo cumplir con el padre sin dejar al mismo tiempo de cumplir con uno mismo? ¿Cómo cumplir con el padre sin perder la ocasión de experimentar, en su nítida evanescencia, los contornos de la identidad formal del hijo?”, se pregunta Giordano, inspirado por la lectura de Íntima. Hay sin embargo algo de derrota moral en una escritura que precisa de la muerte del padre para existir y que pelea contra un fantasma. Algo que condena al hijo a permanecer en su condición de hijo, y expone lo inconfesable, que la muerte del padre fue una liberación. Eso que muchas veces queda escondido y sólo emerge en el cotejo de las cronologías: Borges escribe su primer cuento –“Pierre Menard”– cuando muere su padre.
En estas peculiares formas de escritura, el lugar y el género del enunciante y del enunciado crean categorías. Hay también cartas al padre escritas por hijas: el blasfemo “Daddy”, de Sylvia Plath (“Papi, tenía que matarte/ pero moriste antes de que me diera tiempo”) y la discreta elegía de Idea (“Ahí estabas/ estás/ estarás siempre/ mirando qué/ inmóvil/ distraído. Siempre. Mientras yo esté.”) que, en cambio, no consiguió escribir un poema a su madre aunque lo intentó un par de veces.
Hay hijas que escriben sobre sus madres. Es, por lo general, una escritura que precisó pasar antes por el feminismo. Jasmina Tesanovic, escritora serbia, escribió un diario de la enfermedad y muerte de su madre. Era un texto peleado en dos frentes, la herencia patriarcal y la autoridad materna. Quiso titularlo “Matrimony” para significar y reivindicar una herencia invisible con sombras y luces que, a diferencia de la del pater, no alude a bienes materiales. Tesanovic escribe el diario de la madre, y en cada entrada acerca su muerte; en La casa de enfrente, una memoria familiar de Alicia Migdal, la madre muere en medio del proceso creador y su muerte modifica la obra. Tal vez por eso los escritores dolientes no cesan de advertirse inútilmente: “no quiero hacer literatura”.
El hijo de Berger no es escritor y, a diferencia de su padre, no nombra la materialidad corporal y obscena de la enfermedad de la madre. Participa tal vez de la general superstición de que lo que no se nombra no existe, o quizás su madre vive en él todavía y evita perturbarla. Entonces le da noticias del nogal y de la quinta, dibuja su ropa. Y le pregunta con contenida angustia: “¿Dónde estás mamá?”. Hace casi cien años, en Allá lejos y hace tiempo, Hudson recordaba la historia de un paisano que le contó su duelo y de cómo dejó de creer. Cuando murió su madre, cada noche él se subía al techo del rancho, y mirando las estrellas le pedía que regresase. Lo hizo durante semanas sin obtener respuesta. Eso lo convenció de que no había nada después de la muerte, que las personas morían para siempre igual que los animales. Si no fuese así, su madre habría respondido.
En otro paisaje, por los mismos años y en la misma lengua, el joven Joyce escribió acaso la más comprensiva y melancólica historia acerca del duelo. La llamó con certera simplicidad “Los muertos”. En una noche de Navidad, como le ocurrió a John Berger, una melodía revive en Gretta la memoria de un amor adolescente que murió esperándola en la nieve. El cuento está en Dublineses y en una película magistral de John Huston. En la versión de Huston es el esposo de Gretta quien sobre el final, mientras ve dormir a su esposa, comprende que el pasado no cesa y siente manar la piedad que hermana a los hombres mientras, dice, ve “caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos”.
1. Meghan O’Rourke: “Good Grief” (febrero de 2010), y Jon Michaud: “Ways of grieving” (febrero de 2011).
2. María Zambrano, La confesión. Editorial Siruela, 2003.
3. C S Lewis: Una pena en observación (traducción, a veces demasiado ibérica, de Carmen Martín Gaite). Barcelona, Anagrama, 1994.
Irrevocable
Alzo los ojos al cielo de la noche. Es evidente que si me fuera permitido buscar en toda esa infinidad, nunca volvería a encontrar en ninguna parte el rostro de ella, ni su voz, ni su tacto. Está muerta. Hace falta mucha paciencia para aguantar a esa gente que te dice: “La muerte no existe” o “la muerte no importa”. La muerte claro que existe, y sea su existencia del tipo que sea, importa. Y ocurra lo que ocurra tiene consecuencias, y tanto ella como sus consecuencias son irrevocables e irreversibles.
¿Qué quiere decir la gente cuando afirma: “Yo a Dios no le tengo miedo porque sé que es bueno”? ¿Han ido al dentista alguna vez?
C S Lewis
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Conducta en los velorios
No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
Julio Cortázar
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