Ocultar los penes de mármol de los efebos grecorromanos y los senos de las Venus fue la consigna. Ante la llegada a Italia del mandatario iraní, Hassan Rouhani, el país anfitrión cubrió con paneles blancos las obras de arte que el huésped podía llegar a ver a su paso. Como si se tratase de un niño al que había que proteger de la obscena presencia de lo real. Como si él no tuviera, bajo su túnica, ese valioso instrumento para la micción o el amor.
La versión oficial del gobierno italiano fue que se trató de un gesto de respeto a la cultura de Rouhani, aunque también se ha dicho que fue un pedido de la delegación de Irán. Pero cuando una diputada occidental esconde su pelo para visitar Teherán –piénsese en el pañuelo de la entonces presidenta del Parlamento uruguayo, Ivonne Passada, en su reunión con Majmud Ajmadinehad cinco años atrás– también se habla de respeto. Si de respeto se trata, tal vez sea hora de empezar a tratar a los mandatarios de religión musulmana como adultos. Abandonar la condescendencia de disfrazarse, aunque lo pidan, y que en algún momento –ya sea cuando jueguen de visitantes o cuando sean locatarios– se choquen con las partes pudendas de esas esculturas dos veces milenarias, que forman parte de la mejor herencia cultural de Occidente, y con las lujuriosas cabelleras de nuestras parlamentarias. Alguna vez tendrán que verlo.
Porque quizás de ese choque de culturas, el único choque que de verdad vale la pena –y no la manida colisión que alguna vez se usó para justificar las guerras por los recursos naturales–, surja algo parecido al entendimiento que se necesita para vivir juntos. Saber que el otro es un otro. Con sus derechos y sus obligaciones. Que cuando nos visita respeta nuestras chifladuras (como la de esconder los tobillos de las monjas en iglesias donde se venera un dios apenas vestido con un taparrabos), y que cuando lo visitamos hacemos la vista gorda ante las suyas.
Puede argumentarse, en contra de lo hasta aquí expuesto, que ese toma y daca pierde sentido cuando estamos ante un tabú. Que obligar a Rouhani a tomarse una foto teniendo de fondo las pelotas del caballo de Marco Aurelio –ese fue uno de los cambios al protocolo habitual hechos por la presidencia italiana– es como servir un jugoso bistec de Hereford en la mesa que se tiende en el patio andaluz del Palacio Santos para homenajear a un primer ministro indio que practique el hinduismo.
Pero el argumento del tabú resulta difícil de sostener en las relaciones internacionales entre iguales. Basta con respetar los límites entre “lo puro y lo impuro” del mundo de lo privado –dieta, tipo de contacto en los saludos–, sin que sea necesario apelar a la escenografía de tabiques de yeso en el espacio público de los lugares de representación.
O, para salir de la falsa dicotomía Occidente-mundo musulmán, si el alcalde de Orleans tiene en su despacho una Juana de Arco lanza en ristre y recibe al pacifista dalái lama, tendrá que hacer de tripas corazón y dejar que el aura de paz del patriarca budista haga que los galos se cuestionen por el belicismo de su símbolo, y que a la vez el invitado salga mascullando la duda de si en algunas ocasiones la espiritualidad no necesita del acero.
Lo contrario no es otra cosa que exageraciones de salón. Esas que parecen salidas de mentes detenidas en los tiempos victorianos en que se organizaban los besamanos de los maharanas para el nuevo gobernador británico y éste, condescendiente, aceptaba ese día de elefantes y lentejuelas para después refugiarse en el desprecio de siempre.