Durante las últimas décadas, el derecho penal y las políticas de seguridad en su conjunto han ampliado las definiciones, los roles y los dispositivos para las víctimas del delito. De estar escondidas como un mero testimonio en el proceso penal, han pasado a tener protagonismo en cada una de las instancias sancionatorias. Los dispositivos institucionales del sistema penal han abierto un importante espacio de valoración de las víctimas. ¿Cómo se construyen? ¿Cómo se exponen públicamente? ¿Cómo se seleccionan las que vale la pena ayudar y cómo se descartan las otras? Para responder estas preguntas hay que alejarse del dispositivo de la ley y de la lógica del derecho penal.
El lugar que ocupa la víctima del delito hay que enmarcarlo en procesos más generales y observarlo a la luz de las nuevas realidades que surgen de la extensión de los discursos de la inseguridad y de las respuestas de las distintas formas de «gobierno a través del delito». La producción y la configuración de las víctimas del delito adoptan un renovado sentido en el contexto de una sensibilidad cultural más abierta al problema del delito y a las formas punitivas de su control.
El campo de los discursos es clave a la hora de comprender la centralidad que han adquirido las víctimas del delito. Los discursos sociales y políticos las tienen como auténticos puntos nodales, capaces de crear sus intereses y luego representarlos. La víctima como significante vacío queda delimitada como sujeto político antes de encarnarse en una subjetividad concreta. Esto permite ubicarla en un espacio de antagonismo, generalizarla, jerarquizarla (hay unas más valoradas que otras) e instrumentalizarla para sostener la incidencia de un discurso. A partir del caso uruguayo hemos encontrado que el campo de la discursividad sobre las víctimas queda recortado en dos tipos fundamentales¹.
En el primer tipo de discurso las víctimas son referencias cruciales para la expansión del populismo punitivo. El reconocimiento de la victimización en clave de una auténtica sacralización de la víctima habilita la construcción de demandas unificadas que implican fronteras morales bien definidas con el mundo de los victimarios y exigencias para la expansión de los dispositivos de control, vigilancia y castigo. El populismo punitivo proyecta a la víctima como un sujeto pasivo e inocente, y las referencias abstractas del discurso político terminan siendo funcionales con las demandas concretas que provienen desde abajo. Según esta perspectiva, el ciudadano promedio y el buen trabajador deben ser objetos de defensa y protección ante la acción de minorías capaces de violentar todos los acuerdos de convivencia.
El segundo tipo de discurso sobre las víctimas arraiga en el universo de sentido de la llamada justicia restaurativa. Este discurso también hace de las víctimas un punto nodal y contribuye a su generalización. Aquí, son analizadas desde su heterogeneidad y sus necesidades, estimulando un nuevo tipo de respuestas, orientadas a la restauración, la reparación del daño, la satisfacción de las partes del conflicto, la reducción de la impunidad y la preocupación por el mundo del victimario. Inspirado en determinadas vertientes de la filosofía, el derecho y la religión, el discurso restaurativo presenta sus diversidades y suele arraigar en ideólogos, profesionales y operadores del sistema de justicia penal. Pero también se advierte cómo muchos de sus sentidos pueden ser enunciados por víctimas emblemáticas, casi siempre mujeres que pierden a sus hijos en homicidios y logran marcar una fuerte presencia en el espacio público. Aquí las referencias se anudan a una economía moral en torno a la pacificación, la lucha por la vida y la necesidad de justicia. Muchas de estas víctimas ejemplifican en primera persona sus discrepancias con las visiones hegemónicas propias del populismo punitivo, lo que tiene un efecto político importante tanto para reforzar la centralidad de las víctimas como sujeto contemporáneo como para desplegar una crítica institucional que ha sido la base para muchas transformaciones legislativas y administrativas.
Las luchas por la hegemonía discursiva refuerzan el lugar de las víctimas del delito. Las disputas en torno a la representación de sus intereses y demandas se han intensificado en el campo político y en el campo de la seguridad, lo que ha supuesto innovaciones importantes en materia de gobierno de las víctimas. Sin embargo, hay un conjunto de preguntas básicas que deben formularse: ¿qué quieren las víctimas?, ¿cómo son sus representaciones y sus experiencias?, ¿son más punitivas o restaurativas en sus demandas?
Pero la víctima en general y la víctima del delito en particular nos enfrentan a importantes exigencias teóricas y metodológicas. Por una parte, hay que poder identificar los elementos estructurales y la lógica de la victimización que operan más allá de los casos particulares. ¿Qué perfiles y qué volumen de víctimas se producen en una sociedad determinada? Por la otra, la afectación, el daño, el duelo y las demandas de reconocimiento hacen carne en personas concretas, en víctimas con nombre y apellido. Entre las regularidades y las singularidades, el estudio de las víctimas del delito exige reconstruirse en medio de la heterogeneidad de discursos, experiencias, situaciones y respuestas. En definitiva, el mundo de las víctimas del delito es heterogéneo y ayuda a comprender cómo se reproducen los lazos sociales y la legitimidad que sostiene a un orden sociopolítico. A través de sus demandas –expresivas o autorreferidas–, las víctimas contribuyen a la dialéctica de la despolitización y la repolitización. Desde su ambigüedad moral, despolitizan la realidad al estar encerradas en su mundo individual y soslayan las causas estructurales de sus padecimientos, pero, al mismo tiempo, repolitizan los procesos cuando reclaman la acción del Estado, exigen intervenciones punitivas y en algunos casos promueven formas de organización colectiva.
Al estar tan generalizadas las experiencias de victimización en nuestras sociedades (todos podemos llegar a ser víctimas del delito), la figura de la víctima se confunde con la del ciudadano. Estudiar y clasificar a las víctimas a partir de un criterio relevante es un auténtico desafío. El conocimiento que emerge de la victimología ha sido prolífico en la construcción de tipologías. En este caso, tomando en cuenta algunas evidencias estadísticas y las dinámicas simbólicas que se gestan en disputas políticas y definiciones sociales, las experiencias de las víctimas del delito pueden agruparse según una escala de visibilidad. La amplia disposición de testimonios de algunas víctimas y las dificultades (algunas de ellas insalvables) para acceder a otras van pautando un criterio de visibilidad de gran utilidad para la exploración empírica. Las víctimas más visibles y reconocidas encarnan un conjunto de disposiciones y unas formas de estar en público que presentan un amplio contraste con las experiencias de las víctimas escondidas.
En Uruguay, por ejemplo, esa escala de visibilidad fija una serie de posiciones dentro del campo de las víctimas. En un lugar destacado y reconocido aparecen las víctimas del delito contra la propiedad (en particular, aquellas con más capacidad de voz, como los comerciantes y los vecinos organizados). Luego, en un espacio emergente figuran las víctimas de las distintas formas de la violencia de género, que en muy pocas oportunidades asumen un discurso en primera persona, al punto de convertirse en «víctimas habladas». Del mismo modo, es posible identificar a unas víctimas silenciadas o negadas, sobre las que se desatan intensas disputas sociopolíticas que combinan la visibilidad momentánea con la cancelación de la posibilidad de acceder al campo de las víctimas (por ejemplo, las víctimas de la violencia del propio Estado). Por último, hay víctimas invisibilizadas, sobre las cuales no operan los mecanismos del reconocimiento. En esta zona de la escala también gravita el principio de indiferencia, muy marcado por el peso de las referencias generacionales: los adolescentes y los jóvenes sufren cotidianamente las consecuencias del delito sin que ello configure un espacio propio de respuestas e intervenciones.
En la actualidad, la realidad de las víctimas del delito se generaliza, sostiene discursos políticos y sociales, se abre a experiencias y subjetividades muy variadas e impacta en la capacidad de movilización y en las respuestas estatales. Las víctimas obligan a cambiar las prioridades políticas, habilitando consensos y disputas por su atención. Muchas alientan acciones punitivas, pero sobre todo sus demandas se dirigen a las medidas de control y vigilancia. La condición de víctima trae aparejados cambios en los comportamientos, las actitudes, las interacciones y los alcances de la vida social. Se inestabilizan viejas prácticas vinculadas con la forma de circular por los espacios públicos y la forma de insertarse en las relaciones familiares y en la vida privada. Por fin, muchas hacen de su sufrimiento una oportunidad de movilización colectiva, repolitizando las relaciones sociales y obligando al Estado a hacer constantes ajustes.
Detrás del mundo de las víctimas se procesan intensas disputas sociopolíticas. El sufrimiento real o potencial queda sometido a fuertes intereses. Las víctimas sacralizadas son las que ocupan el centro de la escena, a partir de un proceso de selección realizado por los discursos políticos y mediáticos. Son algunas las que merecen ser defendidas mediante el expediente de la ley y el orden. Pero el sufrimiento tiene una densa geografía, que desborda los casos más recurrentes. Entre la negación, el desprecio y la acusación de victimismo, late cotidianamente un caudal de dolor cuya gestión compleja singulariza la reproducción de las desigualdades en nuestras sociedades.
- Las conclusiones presentadas en esta nota son el resultado de investigaciones académicas recientes desarrolladas por el autor. Algunas de ellas se pueden leer en el último número de la Revista de Ciencias Sociales (FCS-UDELAR), titulado Violencias y Víctimas. Vol 35, Núm. 50, enero-junio de 2022.