El Seacat se mueve como endemoniado golpeando con dureza contra las olas en lugar de cabalgarlas suavemente como debería hacer un barco griego. Un libro de Henry Miller, el viejo embustero de los trópicos, afirma que esa isla que espera al otro lado del golfo Sarónico, a poco más de una hora del puerto de Atenas en aliscafo, sólo ha dado piratas y almirantes. Son esos hijos los que han terminado de pulir su pureza de roca, dice. “Esta salvaje y desnuda perfección de Hidra”. No explica más nada. Porque Miller explica poco. Si después se intenta averiguarlo, se descubre que esta vocación heroica y marítima fue la grandeza y perdición de los hidriotas. Ganaron su riqueza comerciando bajo protección del pabellón ruso en tiempos otomanos, y todo lo perdieron al poner a navegar 150 naves en la guerra de independencia griega.
Al llegar a tierra hay que buscar una mesa en un bar del puerto. Asentar el movimiento y esperar que el centro de gravedad deje de bailar como un trompo y vuelva a situarse sobre su eje. Por alguna razón parece que un jugo de naranjas resulta un buen antídoto. Frío y dulce reanima con la contundencia de una ginebra.
Es temprano en la mañana. La tramoya de esta isla que tiene prohibido el tránsito de vehículos particulares empieza su proceso de montaje. Las tiendas abren sus postigos. Unos compactos camioncitos basureros recogen los desperdicios. Al puerto llega una especie de chata que sólo transporta cajones y cajones de cerveza. El peón que los descarga, bajo la descansada mirada del patrón griego, es un alemán de cuerpo flaco y fibroso, con la camisa puesta en la cabeza a modo de rojo turbante. Nadie verá un alemán más feliz en ninguna parte.
Otra chata trae sólo tomates. Otra parece un animal mitológico: sobre la cubierta tiene adherida una pala mecánica y bufando como un centauro marino deposita su arena en el muelle. Arena para alimentar alguna finca en construcción. La misma hacia la que se dirige una caravana de burros que están ensillando con pesadas bolsas de cemento Hércules.
Ahora sí, en ese ajetreo doméstico, en ese armado del tinglado en espera de los turistas que desembarcarán de los cruceros de tres islas al día, es posible imaginar a Marianne, la musa noruega de Leonard Cohen, con su bolsa de compras tramada en naranja, rojo y verde. Sola. Tal vez porque el sol brilla con la nitidez de la primavera griega. Si fuera invierno se podría situar a su lado el famoso impermeable azul del trovador. Pero no ahora. En el libro So long Marianne, de Kari Hesthamar, que no he leído –y que probablemente nunca leeré dado el sedimento muerto de libros por leer que se sigue acumulando a los pies del almanaque– pero que conozco de oídas por una reseña en El País de Madrid, me entero de que Marianne Ihlen conoció a Cohen en 1960. Hacía tres años que ella vivía en Hidra y, según entendí, él acababa de llegar. “Fue en la terraza de la tienda de comestibles del muelle, donde el poeta invitó a Marianne por primera vez a compartir su mesa”, leo en el diario. Automáticamente repaso en el recuerdo la línea de negocios del puerto de Hidra, intentando identificar esa tienda en particular. Todo es borroso. No es posible individualizar un solo elemento de ese continuo que tan claramente etiqueté en el archivador subcraneano como “las tiendas del muelle de Hidra”. Si lo evoco como conjunto, lo veo con nitidez, pero si quiero aislar una de sus tiendas, todo se desvanece en esa estática visual de los viejos televisores con antenas extensibles.
Tampoco identifico el paisaje de fondo de la foto que acompaña el artículo. Una Marianne en traje de baño de dos piezas mira hacia abajo. Intenta no resbalar en esas trampas griegas que son las rocas que están sembradas por los dioses como si continuaran la tierra firme, pero que son resbalosas como la cola de una sirena. Cohen mira directo a la cámara y su gesto, con su sonrisa de control de sí mismo y sus brazos cruzados al pecho, podría ser el de Víctor Espárrago el día de la final de la Libertadores de 1971 contra Estudiantes de la Plata. Pero no reconozco el paisaje. ¿Corresponde a Hidra esa elevación en cuya falda se han construido las típicas casas cúbicas decantadas por la tradición de un anónimo Le Corbusier egeo? No la recuerdo tan alta aunque haya debido trepar por sus calles empinadas buscando el monasterio con los bustos de los héroes-piratas. ¿Y la otra foto? Es la portada del libro y muestra a Marianne sentada a los pies de lo que parece una muralla, tal vez apenas la pared de un malecón. Si me la pusieran por delante y me exigieran que le diera un lugar en el mapa de mi memoria, nunca diría Hidra.
Es que nunca fue una Hidra real la Hidra en la que gastaron esos años de felicidad Leonard y Marianne. Como no fue real la Hidra de Miller. Porque la idealizada Hidra deja de existir apenas se va la mirada que acaba de construirla. Va siendo llevada fuera, expoliada como los mármoles del Partenón. Y si aquellos mármoles del Partenón dejaron de ser los de Fidias y pasaron a ser los mármoles de Elgin, como si Elgin (Melina Mercury dixit) hubiera sido escultor y no un simple contrabandista al servicio del imperio británico, así la Hidra del golfo Sarónico pasó a ser, por ejemplo, la Hidra de los beatniks, como si los beatniks hubieran sido almirantes o piratas sarónicos y no simples saqueadores –como cualquier viajero posterior– de lo que Grecia tiene para darles a los que la expolian con el martillo neumático de la grecidad de café. Entonces esa Hidra de los beatniks fue a ser exhibida, no en la mejor sala del Museo Británico como los mármoles de Elgin, sino en el Chelsea hotel. Al punto de que Marianne, con lucidez de musa, llegó a definir ese lugar de Nueva York como un sitio donde vivir tan libres como en Hidra, pero rodeados de tránsito.
Envidiable destino.