Durante años fue costumbre: todos los sábados sonaba el timbre de mi casa y una muchacha pelirroja, que no superaba los 16 años, les pedía a mis padres comida o dinero. Iba con su hija, Vera. Mi madre les daba lo que había guardado para ellas. Años después, la que empezó a tocar el timbre fue Vera, y estaba embarazada. En ese entonces no superaba los 15 años ni pesaba más de 50 quilos. Nos contó que su madre había «caído en las drogas» y que entraba y salía de instituciones de salud. Luego empezaron a venir otras niñas –pelirrojas y con pecas muy características–, hasta que un día el timbre dejó de sonar.
Vera ahora vive en una carpa armada con nailonen el centro de Montevideo, junto conun ejército de niños pelirrojos como ella. Hace poco me acerqué a saludarla y le conté quién era; al pri...
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