Nunca está de más recordar que el Carnaval, desde sus más remotos orígenes, es la transgresión de todos los tipos de normas impuestas en la sociedad. Es el derecho de la población a invertirlas y crear otras nuevas. Es manifestar la vida en su más cruda realidad, pero burlándola para exorcizar las trabas eternas del estigma, para desatar el fardo de las hegemonías y jerarquías impuestas por el dogma que hace de la diferencia desigualdad. Tanto el mítico Raúl Castro como su hija Soledad lo saben perfectamente y han hecho de Falta y Resto su mejor bandera. La incorporación de un buen número de mujeres a la estructura de una de las murgas más emblemáticas de la música uruguaya alteró –aparte de los registros tímbricos– discursos, temáticas y abordajes desde un planteo reconocidamente de izquierda. Pero ese planteo se aleja de la tradición al tomar la posta de las reivindicaciones de las diversas corrientes feministas, sin caer en la unilateralidad ni en el discurso lavado –desideologizado– en clave institucional, así como de las nuevas formas de resistencia a las nuevas caras de la colonización y su barbarie. Con textos que han mostrado un gran despliegue de recursos estilísticos y estructuras melódicas con mucha fuerza roquera (quien escribe esta nota ha percibido arreglos corales que podrían haber hecho las delicias de los Beach Boys), el hecho de que hayan quedado fuera de la Liguilla puso en evidencia –reconocida por propios y extraños– la conmoción que produjo esta propuesta en el ambiente carnavalero.
Al igual que la Falta, La Mojigata también hizo gala de una puesta en escena original así como de un posicionamiento similar. Con letras incisivas de gran complejidad temática, a cargo de Facundo García e Ignacio Alonso (la privatización de la subjetividad, el discurso meritocrático, el contraste esquizofrénico entre compromiso ideológico y gestión, etcétera), mostraron una mordacidad sin concesiones y un sentido del humor logrados con gran altura. Además, su forma de hacer partícipe al público hizo recordar a más de uno de los presentes a Canciones para no Dormir la Siesta, no sólo por la dinámica lúdica de su baile, sino por el swing de varios de sus cuplés (especial mención para “La rotonda del pensamiento”). La muestra de que el mensaje fue perfectamente entendido se notó cuando, al finalizar su número, buena parte de la gurisada de los sectores más carenciados se acercó a felicitarlos y a fotografiarse con ellos. A modo de resumen general, diría que Falta y Resto y La Mojigata han traído al ruedo –después del brutal desguace que impuso primero el neoliberalismo galopante de los noventa y ahora la creciente derechización en clave progresista– el “artivismo”, aunque resignificado. ¿Qué quiero decir con esto? Que ya no es posible creer que una obra pueda ser política o crítica en sí misma (como si se cumpliera en ella alguna programaticidad de método o comportamiento), como en los años sesenta o setenta, ya que lo político y lo crítico en el arte se definen siempre en acto y en situación. Lo que es político-crítico en Montevideo puede no serlo en Rocha o Tacuarembó, y viceversa. También podría agregar otra cosa: La Falta y La Mojigata han puesto en evidencia que no es lo mismo hablar de “arte y política” que decir “lo político en el arte”. En el primer caso se establece una relación de exterioridad entre el arte (un subconjunto de la esfera cultural) y la política como totalidad histórico-social, una totalidad con la que el arte entra en comunicación, diálogo o conflicto. En el segundo caso, “lo político en el arte” nombra una articulación interna de la obra que reflexiona críticamente sobre su entorno desde sus propias organizaciones de significados, desde su propia retórica de los medios, desde su propio discurso. “Lo político en el arte” (en este caso, “lo político en la murga”) nombraría una fuerza crítica de interpelación y desacomodo de lo que la realidad, en cuanto construcción, ofrece. Pone en conflicto desde lo ideológico-cultural la forma-mercancía de la globalización mediática, esa misma globalización que busca seducirnos con las pautas visuales del consumo como única escenografía de la mirada.
La Falta y La Mojigata han puesto a andar ese nuevo mecanismo.