Producida como miniserie para la televisión francesa, también se la exhibe completa en salas de cine. Sus casi cuatro horas de duración pasan volando. El director Bruno Dumont, hasta ahora, no se había caracterizado por un cine humorίstico, pero en P’tit Quinquin el espectador no tarda en darse cuenta de que puede y debe reírse en particular de los dos palurdos que investigan unos crímenes estrafalarios acaecidos en unas granjas del Paso de Calais, contiguas a las casamatas de la Segunda Guerra Mundial que jalonan la costa. Con actores no profesionales, y magníficos, Bruno Dumont se toma en broma los lugares comunes del género policial y del cine “regionalista”, mientras sugiere la indiscernible ubicuidad del mal y filma la luz lechosa derramada sobre paisajes en los bordes de lo rural y lo marino, en un verano ventoso en el que los niños hacen travesuras (e intentan parecerse a los adultos), los padres no están para chistes y los cadáveres abundan.
La cuarta y última parte de la película se llama “Allah Akbar” (dios es grande, en árabe) y su protagonista es Mohamed, un chiquilín que vive con su familia en el pueblo vecino a las granjas, y que a menudo se cruza con la pandilla que lidera P’tit Quinquin, rubiecito incansable y de cara maltrecha. En esos encuentros, P’tit Quinquin y su banda hostigan a Mohamed al grito de “negro, mono, andate a tu país”. A los golpes o a las corridas, Mohamed se pone a salvo, y cierta paz condimentada de nuevos cadáveres vuelve a establecerse. Pero un día Mohamed está cargando con éxito a una muchachita de la banda de P’tit Quinquin cuando aparece de improviso una vecina que sólo puede imaginar que Mohamed está acosando a la joven, por lo que lo ahuyenta con varios “negro, mono, quién te creés que sos, andate a tu país”. El silencio de la muchacha alimenta el malentendido, abandonando a Mohamed a una humillación absoluta, que se resuelve en un “Allah Akbar” que el chiquilín repite camino a su casa, en donde se atrinchera y empieza a disparar al vacío, sin herir a nadie. Antes de volver el arma contra sí mismo y suicidarse, Mohamed no sólo grita “Allah Akbar”, sino algo vigorosamente terrenal: “Vergüenza a Francia, vergüenza a los franceses”.
Contrariamente al resto, este episodio carece de comicidad y es explícitamente didáctico: cuando P’tit Quinquin y sus amigos se acercan curiosos para ver quién anda a los tiros, llevan, por única vez en toda la película, las caras pintadas, uno con toques de azul, otro de blanco, otro de rojo. También es didáctico el desajuste entre la explicación que da la muchacha –“A Mohamed lo enloqueció la religión”– y lo que el espectador sabe sobre la humillación sufrida por Mohamed.
(Igualmente didáctica es una nota publicada en julio pasado por el semanario Le Nouvel Observateur luego del atentado en el museo Bardo, de Túnez, y de la matanza de bañistas –el asesino se paseó por la playa bajando turistas con su Kalach-nikov– en la tunecina ciudad de Soussa. La enumeración de los ingredientes sociales es elocuente: altísimos índices de desocupación entre la juventud; títulos universitarios vacíos de contenido, con cero valor, luego de políticas generalizadoras de bachilleratos de mediocre calidad; corrupción e insensibilidad del sistema político; carretillas de dinero aportadas por Arabia Saudita, que financia a imanes que asisten económicamente a la población mientras predican la sharia, la ley islámica, y condenan el tabaco, el alcohol, las exposiciones de pintura, la escuela mixta.1)
Cuando se produjo el estreno de P’tit Quinquin, en setiembre de 2014 por el canal francés Arte, la miniserie fue vista por casi 1,5 millones de espectadores en cada una de las dos partes. Fue tapa de los Cahiers du cinéma, que la consideraron la mejor película del año. Dos meses después fue presentada en el Festival de Mar del Plata. En Montevideo fue exhibida el fin de semana último en Cinemateca 18. En la función del domingo, los espectadores no llegaron a la decena.
1. “Kairouan, vivier de Daech”, Natacha Tatu, L’Obs, 02-VII-15.