Lo que resta de Cervantes - Semanario Brecha

Lo que resta de Cervantes

Un equipo de antropólogos forenses identificó en el Convento de las Trinitarias descalzas de Madrid un conjunto de huesos entre los que estarían, tal vez, los de Miguel de Cervantes de Saavedra. La noticia, pese a lo relativo de la precisión del hallazgo, disparó la imaginación turístico necrofílica.

Cervantes.

Un equipo de antropólogos forenses identificó en el Convento de las Trinitarias descalzas de Madrid un conjunto de huesos entre los que estarían, tal vez, los de Miguel de Cervantes de Saavedra. La noticia, pese a lo relativo de la precisión del hallazgo (“hay muchas coincidencias y ninguna discrepancia”), disparó la imaginación turístico necrofílica. Desde las monjas locatarias que pidieron ser tenidas en cuenta en una futura atracción cultural, hasta el periodista y escritor Arturo Pérez Reverte que clamó por una reinvención del Barrio de las Letras alrededor de su hijo más ilustre.

Las sociedades están más obsesionadas por las tumbas de sus escritores que por leer sus obras. Ya lo había advertido Maiakovsky: “en el túmulo de los libros, donde el verso está enterrado”. Si de túmulos se trata, parece haber llegado el momento de reparar la ausencia de una tumba de Cervantes, padre literario del idioma castellano, aunque deban forzarse un poco las cosas respecto del contenido. Los españoles saben del tema. No debe olvidarse que su navegante más célebre, el genovés Cristóbal Colón, protagonizó una larga duda sobre el derrotero de sus restos. Las cenizas colombinas podrían estar bajo ese monumento funerario en el que cuatro coronados personajes llevan a hombros un ataúd de mármol, y que se aprecia en la Catedral de Sevilla apenas el visitante recupera la visión tras el fogonazo enceguecedor del altar (ahí estaba, a fin de cuentas, el oro de América). Aunque los dominicanos aseguran que el verdadero sitio de su ajetreado reposo (hubo cenizas viajando a los cuatro puntos cardinales) es el Faro de Colón, en Santo Domingo. Cuestión de fe y de Adn postergado.

Si de Colón se disponía de vestigios en exceso, respecto de Cervantes el pecado era el opuesto. Lejos estaban los españoles, hasta ahora, de poder solazarse como los portugueses, que tienen reunidos en una misma planta, la iglesia del monasterio de los Jerónimos, a su mayor navegante y su mayor escritor. Así las cosas, después de paladear un pastel de Belén, elaborado en base a una hermética receta guardada durante generaciones por una familia del antiguo puerto, pueden ir a ofrecer las migajas de sus respetos a Luís Vaz de Camões y Vasco da Gama, que habitan la eternidad de dos labradísimos catafalcos colocados simétricamente en cada brazo de la cruz basilical.

También de los italianos se podía sentir envidia. Italia dispone de dos sepulturas para el Dante, con dos ciudades que se disputan el honor de darle sus tres palmos de tierra. Florentino exiliado en Ravenna, ahí murió y ahí está casi todo lo que queda de lo que fue el cuerpo del autor de La Divina Comedia. Casi, porque reliquias-trofeo han alimentado leyendas urbanas de medio mundo, Buenos Aires incluido. Florencia construyó en 1829 un monumento funerario para Dante Alighieri dentro de la Iglesia de la Santa Cruz en espera de una inminente repatriación. Pero Ravenna se negó. “No lo quisieron en vida, no lo tendrán en la muerte”, se dice que fue la respuesta de la ciudad de los mosaicos.

Ahora, sin embargo, esa carencia del mundo cervantino se termina. En breve, y sin tener que leer de El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha más que las pocas páginas que se sufren en secundaria, los hispanohablantes podrán hacer su selfi junto a la tumba de su autor. Probablemente previo pago, que de alguna manera hay que financiar las excavaciones y relanzar el Barrio de las Letras.

Después de los antropólogos llegará el tiempo de los autores de epitafios. Académicos de la lengua y publicistas han de estar afilando el teclado y disputándose el honor. El resultado tendrá solemnidad y punch, acorde a la ocasión de las postergadas exequias de Estado que presidirá, ahora, la borbónica corte. Pocos repararán en que tal vez el novelista no hubiera querido otra frase que la que eligió Esquilo para su tumba: “De su valor, Maratón fue testigo”. Lepanto, en este caso.

Pero leerlo, lo que se dice leerlo, es algo que llega o que no llega. A veces se recurre a las mil páginas del Quijote como a un refugio, cuando se está habitando un país de una lengua extraña y en sus escasas librerías no hay más libros en español que los que dicta la obviedad. Para esos momentos, rodeado por cuatro muros de palabras que todavía no llegan a entenderse, nada mejor que esta obra escrita por un preso. Y entonces sí se desentierra el ombligo del idioma.

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