Luego de Una forma de hacer tiempo (2019), Emanuel Sobré (director) y Camila Diamant (dramaturga y actriz) vuelven a trabajar juntos en una pieza intimista. Nuevamente, dos personajes se encuentran para intercambiar acerca de cómo se ven a sí mismos y cómo los traduce la mirada del otro. Se reitera la elección de un apartamento como el espacio principal en el que se desarrollan los diálogos. Si bien en la pieza anterior los personajes Alejo y Sara no eran pareja, pero convivían, en esta Ernesto y Luz son dos personas de edades distantes que se conectan luego de haberse conocido en un bar. Sus encuentros en el apartamento de Ernesto son consecuencia del insomnio que los persigue.
Lejos del romanticismo, Del otro lado del mundo continúa las búsquedas dramatúrgicas de Diamant, que esta vez escribe junto con Sobré acerca de dos seres que aparentan ser outsiders del mundo. El apartamento actúa como refugio de ese afuera, que se torna amenazante. Ernesto (interpretado con un cuidado deslumbrante por César Troncoso, de nuevo en las tablas montevideanas) es un profesor universitario que ha perdido su trabajo y desarmado su familia, tal vez por razones ideológicas. Luz es una joven que comenzó a trabajar temprano en un bar como mesera y dejó de lado los estudios. Ocupa el horario de la noche por su incapacidad de conciliar el sueño. El encuentro entre esos dos universos, que al inicio parecen incompatibles, se va construyendo desde las fisuras de ambos personajes, que encuentran un desafío común en la elaboración de un diccionario con aquellas palabras del japonés que no pueden tener, por sus significados, traducciones específicas al castellano. Frente a la imposibilidad, una ruta inesperada despeja el camino.
Es un logro de los actores construir en escena la química adecuada para evitar los lugares comunes. La rareza de los encuentros, en los que Luz busca objetos para concretar trueques que le permitan sobrevivir mientras Ernesto se concentra en su investigación sobre la cultura japonesa, los presenta como seres rotos, que encuentran cierta salvación en el destino que los unió.
El director trabaja el ritmo con acierto, apoyándose en una iluminación (a cargo de Rosina Daguerre y Martín Siri Galán) que destaca los cambios de escenario y los apartes de los personajes hacia la platea. En esos momentos, Ernesto y Luz comparten sus pensamientos más personales y ordenan el transcurrir del relato. Son tiempos suspendidos que ayudan a definir el tono de la puesta mientras llaman la atención sobre la relevancia del lenguaje. El acercamiento a un idioma tan alejado de la cultura local actúa como paralelismo de la historia de vida de ambos personajes. Más allá de la empatía y la conexión que establecen, en un vínculo que se torna casi paternal, el texto deja traslucir los inevitables prejuicios con los que se juzgan entre sí y evidencia aquellos preconceptos que bloquean un acercamiento más certero.
La idea de lo nocturno sobrevuela y define los estados, además de los ambientes. Luz y Ernesto son seres marcados por las imposibilidades, el estado indefinido entre sueño y vigilia, los trastornos en las conductas y los estados de ánimo resultantes de la falta de descanso. Pero también, del otro lado de ese mundo oscuro –y en un guiño cómplice con el nombre de ella–, del encuentro de sus impulsos nace una posible salida. Sobré ha mencionado la influencia de la película Perdidos en Tokio (Sofia Coppola, 2003) en cuanto a la diferencia de edad de los personajes y la soledad que los une, pero pronto se aleja de esa inspiración para generar un mundo propio, como el de aquel bonsái que ocupa el primer plano del escenario y que los personajes cuidan mientras intentan rescatarse el uno al otro.