Lo sagrado y lo profano - Semanario Brecha

Lo sagrado y lo profano

Nelson González del Río (Tacuarembó, 1948) retoma sus obsesiones mitológicas en el poco propicio espacio del Impo –galería habitada por oficinas u oficinas habitadas por cuadros–, pero espacio de arte al fin, y de los pocos que subsisten en la “principal avenida”

En el poco propicio espacio del Impo –galería habitada por oficinas u oficinas habitadas por cuadros–, pero espacio de arte al fin, y de los pocos que subsisten en la “principal avenida”, Nelson González del Río (Tacuarembó, 1948) retoma sus obsesiones mitológicas.1 Recurrencias diversas, valga el juego de palabras, porque sus motivos habituales son abordados desde múltiples medios expresivos: esculturas en madera, mosaicos, pinturas de diversos formatos. Con ellos recrea figuraciones “arcaicas” –como el artista gusta denominar– de ligero aire precolombino, pero concebidas con técnicas y recursos modernos (pintura acrílica, motosierra, teselas industriales) empapados o cruzados por gestos de vanguardia expresionista o abstracto-expresionista (De Kooning), apuntando así a una reificación de los símbolos proteicos, como las parejas, el árbol de la vida, el maíz y las danzas propiciatorias. González del Río se juega a la potencia expresiva: “Pareja alada en las praderas del Río Negro” (acrílico sobre tela, 2012) o “Pareja arcaica en amarillo y gris” (acrílico sobre tela, 2012)  dan cuenta de una contundencia gestual que se acrecienta y corporiza en sus toscas y globulosas tallas: “Mujer boliviana con sus cicatrices” (motosierra, 2007) o “Mujer pájaro” (madera tallada, 1990), esculturas que parecen oscilar entre las expresiones naïf y brut, pero que bien observadas se sustentan en un dominio consciente del oficio. Por otra parte, cierta facilidad en la ejecución, como en “Pareja real con bastón de mando” (acrílico sobre tela, 2010), lleva a pensar si la rapidez del ejercicio pictórico –que puede leerse en trance de espontaneidad– no conspira a veces contra el resultado. Es decir, si la vehemencia necesaria para impregnar a sus pinturas y sus tallas de ese fervor anímico, de ese fuego interior que es como la marca personal del artista, no le resta en algunos casos riqueza y complejidad compositiva, también necesaria. En ese sentido, su trabajo como mosaiquista, más convencional y meditado, escapa a los riesgos de la improvisación, y protegiendo su obra de los desbordes la aleja también de los hallazgos y de lo numinoso. Decisiones que el artista debe tomar a cada paso. Es que en sus momentos altos hay algo ígneo, auténticamente llameante, en sus coloridas obras: el corrimiento de los empastes, las incisiones en la pintura fresca que dejan como escarificaciones en los cuerpos pintados. No por casualidad otrora prendió fuego a sus obras en lugares públicos, cruzando ese espacio que media entre el rito purificador y la performance mediática. A veces la línea que separa el espíritu de lo sagrado en el arte y la puesta en escena del arte profano es delgada y esa línea puede quebrarse, como sucedió a ese chamán moderno, tan influyente en otros movimientos, Joseph Beuys, a su paso por la escena estadounidense (para luego volverse a enmendar). Pero volviendo al terreno local, y dentro de una tradición que busca conectar con un imaginario americano –dejando de lado el camino trazado por Joaquín Torres García–, son muy pocos los que mantienen una constante de creación viva (se me viene a mientes la obra de los noventa de Gabriel Marquisio y ciertas pesquisas más recientes de Martín Mendizábal, como dos ejemplos de similar fibra). González del Río mantiene viva esa llama y apuesta con ímpetu a su plena consumación.

El hombre y el mito II. Espacio Impo, 18 de Julio 1373.

 

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