—Dicen que cuando eras inspector de filosofía hacías mejores devoluciones en el boliche que en el liceo, ¿eso era por el proverbial matrimonio entre filosofía y bohemia o por otras razones?
—Quizás es un amable exceso de quien te lo dijo. Me jubilé de la enseñanza el milenio pasado, pero durante un buen tiempo continué dando clases de didáctica a estudiantes a los que invitaba a reu-
nirnos en una plaza o un bar para aliviarles el peso que imponen los espacios institucionales, y la figura del inspector.
—Que sigue intimidando a cualquier docente.
—La dictadura consolidó la calificación por puntajes de los docentes y su corte de adjetivos: aceptable, inaceptable, bueno, muy bueno, etcétera. Si visitaste a un profesor y le decís “excelente, te pongo 90 puntos”, parecería que no hay mucho que agregar en cuanto a valoración, ¿no? Sin embargo, de acuerdo a una norma aprobada por autoridades de Secundaria, cualquier docente que aspire a presentar un proyecto en el marco de un año sabático debe reunir, en sus últimas tres visitas de inspección, un puntaje promedio equivalente a la excelencia, es decir, 91 puntos. Además de que es casi imposible que un mismo inspector realice tres visitas a un docente, la distancia entre cada una varía de meses a años. Yo mismo puedo calificar, hoy, con un puntaje más alto que el que puse ayer, por factores alejados de mi plano consciente. Antes existían juicios, no puntajes; el docente que se presentaba a un concurso llevaba los informes de los inspectores que lo habían evaluado y el tribunal, de común acuerdo, le adjudicaba un puntaje.
—Cambiamos para peor.
—Sí, aunque me consta que, más allá de estos bemoles, la Inspección de Secundaria dota de sentido a su labor.
—Desde el momento en que obtuviste el diploma de profesor hasta el presente, ¿qué aprendiste sobre lo que la filosofía puede ofrecer?
—Debería pensarlo con más tiempo, pero entre infinitos detalles que incluiría está ese enorme maestro que fue Arturo Ardao, quien me aconsejó leer dos libritos, uno de Augusto Salazar Bondy y otro de Leopoldo Zea, que discuten la existencia de una filosofía latinoamericana.
—¿Títulos?
—¿Existe una filosofía de nuestra América?, de Salazar Bondy (Siglo XXI editores, México, 1968), La filosofía americana como filosofía sin más, de Zea (Siglo XXI editores, México, 1969). A poco de la aparición de esas obras, Roberto Fernández Retamar respondía a un periodista europeo que le preguntó si existía una cultura latinoamericana: “Usted me está preguntando si nosotros existimos”. Porque es evidente que donde hay cultura y pensamiento, hay existencia. Estas cosas me llevaron a indagar en el pensamiento popular incluido en la historia de las ideas hasta que arribé a los preámbulos de la dictadura, y sentí que mientras yo estaba elucubrando cómodamente, muchos compatriotas sufrían la represión; era hora de pelear, no de pensar.
—Estuviste entre los que sufrieron un larguísimo exilio por causa de su militancia política.
—Lo soporté, digamos. La historia está hecha de accidentes e imprevistos y lo biográfico no importa aquí, mejor destaquemos que una gran cantidad de liceales, algunos provenientes del pueblo Bernabé Rivera, aceptaron pensar y argumentar sobre el sentido de las utopías, propuesto por las Olimpíadas Filosóficas de este año. Y te digo: sigo pensando en cambiar el mundo, aunque sea una idea inconcebible.
—Dijiste, al pasar, que muchas personas ven la realidad según la recorta el rol, profesional o artesanal, que eligieron asumir.
—Claro, nos escandalizamos por los campos de concentración pero no vamos a los asentamientos a preguntar a sus habitantes cómo sobreviven en esas condiciones. Y seguimos inermes ante un joven de 17 años que, en una entrevista, afirma que sabe que va a morir a los 25. Pero dejame ir a esto (espía una hojita en la que anotó un esquema de respuestas). En tanto mi vida como pensador estuvo unida al vínculo entre filosofía y educación, en los últimos años he insistido con la idea del rigor filosófico, bien distinto, por cierto, al rigor de las normas Iso 9000. Busco formas específicas de rigor en el aula, en la línea que considera que enseñar filosofía supone filosofar. Porque así como hay formas distintas de hacer filosofía, hay formas de no hacer filosofía con ella. Me explico: puedo hacer el comentario de una obra de Platón tan estricto como ajeno al filosofar, sin dejar de cumplir con el objetivo aparente de la educación, que es enseñar. El profesor de matemática enseña matemática, y el de filosofía a Platón, Sócrates y demás. No estoy diciendo que no importe la historia de la disciplina, porque empezar un libro de filosofía por la página uno, desconociendo lo que escribieron siglos de pensadores precedentes es, al menos, desafortunado.
—Asusta eso de que no pueda disfrutar un libro de filosofía si no deglutí su álbum familiar.
—No me refiero al placer social de leer lo que te venga en gana, sino de la actitud que a mi entender corresponde a un docente de filosofía. Todos los liceales que esta tarde abordaron la utopía nos causaron placer, ¿no? Porque comprobamos que, además de escuchar, pueden hablar, y fueron capaces de pensar y argumentar colectivamente sobre un texto muy denso de un filósofo contemporáneo. Hicieron el trabajo, no un esfuerzo. Cada vez que dicen que la educación debe ser alegre y divertida, mentalmente respondo: “las pelotas” (reímos). Educarse da trabajo, el objetivo de aprender a arreglar un motor no es divertirse, es saber cómo engrasarse, armar y desarmar, errar, probar cien veces, en fin, una serie de transpiraciones. Si después le encontrás el gusto, tanto mejor, y si le encontrás el gusto, con toda probabilidad, serás muy buen mecánico.
- El grupo de filósofos uruguayos que recibió este galardón está encabezado por Arturo Ardao, único en obtener un Morosoli de Oro, y muchos años después sigue con Gustavo Pereira, Eduardo Piacenza, Walter Lépore, Enrique Caorsi, Mabel Quintela, Yamandú Acosta y el entrevistado, quien presidió en dos oportunidades la Asociación Filosófica del Uruguay (Afu).