Los años de la pérdida - Semanario Brecha
La inexorable profundidad del trauma

Los años de la pérdida

Xinhua Nicolás Celaya

Una aguja va conmigo,
tu burbuja pincharé.
La tuya y de tus amigos,
y ninguna dejaré.

La Vela Puerca, 2001

Perdimos la concepción que teníamos del tiempo, cómo lo administrábamos, el modo en el que contábamos con él para planificar nuestras vidas. Perdimos el pasado, en tanto relato que establecíamos bajo ciertas coordenadas: mirado desde hoy, todo pasado ha cambiado. «Éramos felices y no nos dábamos cuenta», posteó el humorista Horacio Rubino en sus redes, acompañando fotos de miles de personas sin tapabocas, aglomeradas en un desfile de carnaval. Tiene razón: la frase evidencia la inocencia con la que construíamos la memoria. Aunque nos aferremos cada vez más a los registros del tiempo que pasó, esa inocencia es irrecuperable. La manera en la que solíamos pensar el mundo nos resulta ficcional, ilusoria, lejana; la gente afirma: «Parece otra vida».

La pandemia como un umbral, un portal, un sismo. Origen y final. Perdimos la manera en la que interpretábamos: la lectura, la música y el cine se convirtieron en otra cosa. Las historias previas se abismaron de nosotros, como si estuvieran del otro lado de un vidrio esmerilado, y la nostalgia es la contraparte de aquello que ya no está: es el ojo que mira el vacío que deja algo cuando desaparece. En su lugar, una sombra, una huella sucia, un agujero.

Perdimos cualquier resistencia a idealizar el ayer. Perdimos los viajes, la posibilidad de imaginar el mundo, incluso aquellos lugares a los que sí hemos ido. Perdimos las casas de los amigos, los centros culturales, los teatros, las aulas, las tribunas, los tablados, las cantinas. Las marchas multitudinarias, las asambleas en ronda, las reuniones de profesores con chistes y codazos, las juntadas porque sí. Los cumpleaños infantiles, los conciertos, la sola idea de que existe, ahí afuera, una noche en la ciudad. Perdimos las fiestas, el baile, el sudor, las luces, los escenarios, las guiñadas cómplices, cierta arista aliviadora del cansancio. Perdimos los abrazos y un montón de vínculos porque, ahora, cada vínculo que se sostiene implica demasiada energía. Perdimos los besos no planificados, la espontaneidad del deseo. Perdimos la certeza de que andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Palabras y silencios, puntos y comas.

Perdimos trabajos, formas de intercambio, capacidad de consumo, derechos laborales, la organización de la protesta, la poca tranquilidad que habíamos ganado para expresarnos y para ser. Perdimos determinaciones, propósitos, proyectos. Perdimos el gobierno nacional y, con él, un montón de discusiones ideológicas que problematizaban y cimentaban las decisiones políticas. Perdimos la confianza de estar en movimiento, de haber crecido, de creer que ya no éramos tan opacos, tan irremediablemente absurdos, un paisito inviable perdido en el medio de gigantes. Perdimos lo que quedaba como garantía en la educación y la salud públicas. También el modo simbólico en el que esas instituciones nos abrigaban, en una línea compartida de tradición cultural. Perdimos articulaciones regionales que habíamos internalizado como formas de la esperanza. Los métodos de comunicación alternativa, los chismes de los compañeros que iban y venían, la información de primera mano. Perdimos el lugar de enunciación, las promesas compartidas, la idea colectiva de tomar la calle. Ahora, las prácticas del cuerpo que experimentábamos como emancipatorias implican un peligro completamente nuevo: que otros pierdan, o puedan perder. Tal vez, la vida. Perdimos la posibilidad de abandonar con alegría el hogar, esa trampa que nunca cede. A la vez, la urgencia de los reclamos ya no es suficiente para que los discursos que se basan en certezas monolíticas o en maniqueísmos poco autocríticos dejen de sonar desatinados y banales. Porque perdimos personas. La comunidad, diezmada. Cuatro mil trescientas noventa y cuatro muertes. Mañana serán más.

Perdimos los rituales de despedida, los velorios y los entierros, pero estamos continuamente en duelo. La lista que enumera lo perdido se multiplica sin solución de continuidad. No todos perdemos lo mismo, pero la pérdida nos atraviesa. Puede significar algo diferente para cada uno y eso hace que el esfuerzo que tenemos que hacer para comprender la pérdida del otro parezca, a veces, un desafío abrumador.

La tristeza se ha instalado en las subjetividades y en las relaciones sociales, cotidiana y definitiva. Es la cómplice perfecta de un gobierno que se empeña –y triunfa– en hacernos perder cualquier ilusión de que puede haber una salida colectiva a todo esto. Cada sector está preocupado por lo suyo, porque la libertadresponsable nos deja solos. En cada discurso del equipo de gobierno, perdemos la esperanza de que el Estado –ese complejo todos que nos oprime, pero que, también, nos congrega– nos ofrezca algo: sálvese quien pueda. También perdimos la seriedad y esa solemnidad que, ante la tragedia, es una actitud que demuestra respeto: el presidente considera que puede ser canchero, hacerse el gracioso. Mientras tanto, la única asistencia social para la tristeza, para la falta de deseo y de inspiración, para la frustración y la soledad y la pérdida es la vacuna, su promesa de prevención sin contención, sin humanidad, sin encuentro real. Y la gente, de todas maneras, agradece la sonrisa del personal de salud, se saca la foto y la sube a las redes, desesperada por un atisbo de alegría compartida.

Frente al abandono comunitario, la necesidad de respuestas hace el caldo gordo a los dogmas, a los de las iglesias y a todos los demás. Cuidar tu burbuja es estar entre los que son como vos, trabajar para la seguridad, esa eterna consejera de los ricos, los ignorantes y los cobardes. Las distintas recetas morales que nos ahorran el tener que pensar y procesar lo que nos pasa se disputan los fieles, mientras un vecino conservador festeja porque lo bueno de todo esto es que la pandemia ha obligado a las y los jóvenes a volver al hogar. Para él, para ellos, quienes mueran serán, por supuesto, los descarriados, aquellos que, hoy como ayer, algo habrán hecho.

Esa cultura del individualismo a ultranza también habita y transforma las relaciones íntimas. Perdimos la paciencia y un montón de herramientas que teníamos para sostenernos los unos a los otros. Nos rompimos, nos separamos, nos agotamos, nos rendimos. El encierro agudiza las diferencias, nos irrita. Perdimos el futuro: aquel imaginario, sea cual fuere, que nos traccionaba para adelante, que nos permitía negociar los impulsos del deseo. Desarmados, despiezados, en duelo, seguimos siendo la generación que busca alternativas a la idea de familia heteronormada, al mandato patriarcal, a la sangre o a la pareja como únicas posibilidades de pertenencia. Pero ¿cuál es la alternativa? ¿Quedarnos solos, solas? ¿Es la soledad en pandemia una manera posible para la emancipación, como sugiere, demasiadas veces, el mercado, embanderado con extraños eslóganes de amor propio? La moral de la autonomía también es una receta que, a veces, se combina con una capacidad de negación casi infantil: si a mí no me pasa, si a mi burbuja no le pasa, esto no pasa. Si no existe para mí, no existe, no es tan grave. Ya pasará.

Pero el duelo no pasa y el trauma se reedita. Frente a la muerte, quizás lo más honesto sea hacerse cargo de que no hay nada que podamos decir y que podremos procesar esto en colectivo dentro de mucho, mucho tiempo. Tal vez sea, ni más ni menos, un momento para dejar venir el vértigo de todo lo perdido, el remolino de lo que no fue, la caída de las expectativas, el derrumbe de lo que pensábamos que iba a ser. Así, en una breve calma, solo respirar un rato, cerrar los ojos, escucharnos el pulso, sobrevivir.

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