Demasiado se parece el avión a un pájaro, y quizá llegue el tiempo en que no se pueda distinguir qué fue primero en la Tierra. Lo imposible era posible en la propia naturaleza y hubo que imitarlo, con los propios materiales del mundo crear el artificio. Pájaro de chapa, mirando como un dios el precipicio; alas inertes, creadas por el hombre para llevar al hombre como equipaje.
En la antigua Grecia el mito de Ícaro cimenta el deseo de subirse a los vientos, de perseguir la libertad, de sentirse algo más que humano. Pero las plumas pegadas con cera se desprendieron al contacto con el sol e Ícaro no pudo otra cosa que perecer, cayendo en el mar. Ha sido un destino idéntico el de muchos pioneros de la aviación, apasionados por cumplir una marca que los hiciera eternos. Otto Lilienthal, con sus alas de pájaro, en el Berlín de fines del siglo XIX, no sólo preocupado por volar, también por dejar un registro fotográfico que lo haga veraz y lo acerque al mundo. El hombre pájaro murió en 1896 en una de sus tropelías, con la convicción de que son necesarios los sacrificios si se pretende ir más allá.
Pero el avión no sólo es transporte humano. Como es sabido, el naciente instrumento tomó vigor cuando se vio su utilidad para la destrucción y el dominio. Nada más humano que la tentación de sobreponerse al otro, más si su lengua y territorio son otros, y además contiguos. La Primera Guerra Mundial supo aplicar el control y el bombardeo desde el cielo, apostillas al arte de la guerra ya expuesto por Sun Tzu en la antigua China. En 1937 Picasso supo plantar en arte el horror con su “Guernica”. Aquí cerca, desde el aire, se escondieron cuerpos en el río. En el Norte, más finos, el avión de pasajeros fue usado como proyectil y así quedó inaugurado el siglo XXI.
Pasajeros. Pocas cosas instalan más miedo en el imaginario popular que el viaje en avión, incluso ese temor puede arrastrarse toda una vida sin enfrentamiento posible. Claro que antes el viaje aéreo era un lujo para sólo unos pocos y hoy es mucho más accesible. Suele ser más costoso que otras formas de transporte, es cierto, pero es más veloz y más seguro. Siempre se recuerdan las tragedias vinculadas al avión, en las que la muerte suele ser unánime, y de allí el terror, pero parecen ser escasas en relación con lo habitual de su uso. Igualmente, cómo pasar por alto esas noticias, los eventuales errores, las inclemencias del tiempo, la agenda terrorista, la desdicha de saber que nadie está a salvo. Se puede recordar incluso las vidas notables que se ha llevado, sin ir más lejos, para nuestra propia cultura: Gardel, Ángel Rama, Susana Soca (“No el rojo elemental sino los grises/ hilaron su destino delicado”, le escribió Borges a la uruguaya).
¿Acaso no es hermoso volar? A veces el aeroplano se transforma en una insoportable rutina que implica aeropuertos, escalas, largas esperas, malos servicios (“Yo tenía la intuición de que el mundo tendía a parecerse cada vez más a un aeropuerto”, escribe Houellebecq en su novela Plataforma). Es sabido que la repetición ahoga lo poético de cualquier vivencia, así que mejor dejar los viajes –si uno puede elegir, al menos– para momentos clave, productos del deseo, de la necesidad de abrirse a nuevos territorios.
Alado. Siempre me tocó ver los aviones desde lejos, casi imperceptibles en el cielo, anunciados por el sonido de sus motores, en la noche por sus luces titilantes. Pero de pequeño pude entrar al aeropuerto de Colonia y subirme a un avión varado. Me pareció gigante, interminables sus filas de asientos. No creía conocer a alguien que hubiera subido a uno de verdad, y me veía lejos de hacerlo aunque seguramente lo deseara. Mis abuelos del campo serían los primeros: fueron a Italia y me contaron el periplo. Yo estaba desesperado por saber si era verdad, si realmente uno podía sacar la mano por la ventana y tocar el cielo (cierto dibujo animado estadounidense había colocado un límite para éste, un techo contra el cual el villano se estrellaba).
No soy un usuario habitual del avión pero, ya más grande, por razones laborales, comencé a serlo en ejemplares de poca monta, de esos que el simple pasajero ve y automáticamente siente alguna desconfianza. Eran de la Fuerza Aérea uruguaya, viejos, estéticamente poco vistosos pero autorizados para viajes dentro del país. En las horas previas a subirme al primero de ellos busqué mucha información relacionada con el tiempo, dudaba incluso de si se podía viajar mientras llovía (fue bella la sorpresa de ver que uno podía montarse sobre las nubes y esquivar así el llanto que empaparía a los terrícolas). En la noche anterior presentí a la parca muy cerca y pensé en renunciar al viaje. “Decidió no subir al avión que terminó estrellándose”, diría el hipotético titular sensacionalista. Pero llegó la primera experiencia, y las fantasías fatalistas desaparecieron.
Lo primero es despertar al pájaro en reposo, en el pequeño y viejo aeroplano un sonido de motor estridente, al máximo, y la carrera dolorosa de alguien que hace mucho esfuerzo por ganar velocidad. En un avión moderno es otra cosa, se percibe el brío de un corazón que anhela las alturas. En ambas naves la hermosa sensación de tener entonces alas, algo que se siente primero en el estómago, en ese segundo exacto en que comienza a abandonarse la pista. Y dejar al fin la tierra, hincarle los dientes al cielo, en plano cenital creciente divisar el salobre Plata, las prolijas manzanas, las avenidas geométricas, los caminos vecinales poco planificados, las inmensas ciudades en la noche.
Pienso en los primeros pilotos que enfrentaban por primera vez la imagen del mundo desde las alturas, planeando en pequeñas aeronaves (“hasta que fallen los motores”, frasea Darnauchans, y su pulsión tanática mastica cada sílaba). Será por eso que los primeros ejemplares que cruzaron el Atlántico eran en realidad hidroaviones. Tal es el caso del Plus Ultra, comandado por Ramón Franco (hermano del futuro dictador), que en 1926 –por primera vez y con varias escalas– unió a España con América en un periplo que mantuvo en vilo a toda Hispanoamérica. O el caso de nuestro Tydeo Larre Borges, que tres años después cruzó el Atlántico sur en un viaje sin escalas. A diferencia de muchos otros pioneros de la aviación, Larre Borges sobrevivió y murió longevo.
Pero es día sereno, el astro se divisa por la pequeña ventanilla, el avión ha cruzado cordilleras coronadas de sal, ciudades interminables, ríos como venas, y comienza el descenso lento que lo hará visible en tierra. Las ruedas tocan la pista, el balanceo es suave. Alguien nos espera, aunque es cierto que hay aeropuertos donde nadie dice adiós y otros donde nadie aguarda. Lejos del infinito, ya no somos pájaros, la ley de gravedad vuelve a aprisionarnos pero la respiramos como una bendición, como la certeza de que la vida continúa. Algo nuevo está por llegar.