Habrá nuevas e inquietantes revelaciones. Es cierto que estamos lejos todavía de tener un análisis profundo e integral sobre la trama de delitos que implica la actuación del exjefe de la custodia presidencial. Aun así, lo que se ha visto, o lo que se ha dejado entrever, alcanza para señalar que estamos navegando hacia una crisis político-institucional de proporciones únicas. Afincarse en conclusiones tan categóricas no es un mero ardid para trazar fronteras morales entre gobernantes indignos y proyectos políticos virtuosos. Tampoco la realidad puede despacharse con afirmaciones cínicas de carácter igualador que sostienen que en todos lados hay desleales y charlatanes. El caso Astesiano hay que encuadrarlo en su singularidad y entenderlo desde todo lo que proyecta.
No estamos ante un error banal, disculpable, ni ante un curso de acción impredecible. Astesiano es producto de una decisión política, y las formas de negarlo o de reaccionar frente a las situaciones que han salido a la luz pública son más reveladoras todavía del daño incalculable que se le está haciendo a la confianza democrática. Respuestas destempladas, agresivas y poco consistentes, defensas políticas absurdas que siempre colocan la responsabilidad en la vereda de enfrente, declaraciones de actores institucionales más preocupados por minimizar la situación que por asumir compromisos creíbles en materia de investigación y esclarecimiento. Corrupción, tráfico de influencias, espionaje político y redes de complicidad que involucran a las fuerzas de seguridad, a la cancillería y a empresarios de distinto porte aparecen como asuntos de extrema gravedad. La observación politológica de que el gobierno tiene que jugar a la defensiva por primera vez desde que asumió es casi una frivolidad. Acá hay indicios claros de que las reglas del juego democrático están siendo dañadas, tanto por los hechos que se descubren como por las respuestas políticas para justificarlos.
Astesiano es un personaje único. Emprendedor de la ilegalidad, polifuncional, incansable, desplegó una agenda propia por todos los subsuelos del poder. Cuesta creer que en tan poco tiempo haya podido gestionar tanto. Es altamente probable que esa trama de vínculos se haya gestado en otros tiempos. Un poder activo que se nutre de otros poderes y que se explota sin frenos cuando dispone de los resortes de la acción gubernamental. Astesiano no es ajeno a nada. Todo lo contrario, es producto de una decisión, de una radical decisión política. Fue el presidente quien lo colocó allí, y a la luz de los hechos es imprescindible especular sobre qué razones tuvo para ello. Esta historia tendrá nuevos capítulos y tal vez haya que resignificar los que ya se conocen, pero lo cierto es que no deseamos que se llegue al extremo de confirmar que el presidente fue un mero cómplice de Astesiano. Hasta el momento, lo que se sabe es que él lo promovió, lo habilitó y lo dejó hacer, en principio bajo el desconocimiento de todo un gobierno. Ya con eso, su responsabilidad política es mayor.
Es altamente probable que las figuras políticas más destacadas del gobierno, incluyendo al presidente, no sean el motor principal de toda esta trama de colusión. Pero no sería improbable que fueran cómplices o encubridores de un sinfín de poderes a los cuales responden por vínculos personales y afinidades ideológicas. Astesiano deja al descubierto esos poderes y sus formas de trabajo. Ese fue su error. Por exceso de confianza y de ambición, ahora podemos saber algo sobre personajes y prácticas que sostienen una configuración política. Detrás de cada piedra que se mueve hay una conexión. Empresarios, lobistas, productores, representantes consulares, autoridades policiales, etcétera. No tenemos el mapa completo, pero el bosquejo alcanza para dimensionar el peso de las connivencias. El poder real se mueve fuera del alcance de los radares. Eso lo sabe cualquier gobernante, y por eso se apoyan en figuras como la de Astesiano. Solo que esta vez algo salió mal, y no solo para ellos, sino para todos nosotros.
Un caso de esta magnitud revela la completa debilidad de la política. Para un gobierno que ha querido mostrarse implacable a la hora de controlar policialmente a los sectores más vulnerables y que ha judicializado todas las causas sociales imaginables (allí tenemos el ejemplo de las ollas populares), esta subordinación a intereses oscuros lo coloca en un lugar de franca inconsistencia. Para un relato que ha promovido la libertad como fin último, no hay posibilidades de rehacerse cuando se confronta con sus propias prácticas abyectas. Si al menos sus protagonistas admitieran algo de esto, tendríamos algún grado menos de preocupación. Entrever el funcionamiento de un conjunto de poderes fácticos desmiente las narrativas liberales y los mitos acerca de la robustez de nuestra democracia. Aquí hay varias cosas que se resquebrajan. Lo primero es la imagen del propio presidente, construida con base en un cuidadoso esquema de comunicación. Luego, la autonomía de la política y las capacidades de la democracia para sostenerse fuera de los poderes reales. A veces, esos gestos de cercanía entre los actores políticos, que se parecen mucho a la camandulería entre pares, no son signos de fortaleza. Por el contrario, una reacción antagónica hacia ciertos estilos dominantes, que manifieste intolerancia hacia lo intolerable, puede expresar un cierto grado de salud del sistema.
En este contexto, el papel jugado por el Ministerio del Interior es uno de los elementos más preocupantes. La ausencia de controles políticos eficaces, liderazgos policiales afincados en las peores prácticas, acciones selectivas en los territorios más vulnerables, tecnologías de vigilancia desviadas de sus objetivos esenciales, sospechas fuertes de producción sesgada de información estadística sobre las tendencias del delito, etcétera, le marcan el tono a una gestión que, en el caso de Astesiano, ha estado orientada a la negación y al encubrimiento. Hemos pasado de la discrepancia franca a las políticas de seguridad aplicadas a la desconfianza en términos de garantías institucionales mínimas.
No menos inquietante es el escenario de la justicia penal. Un esquema procesal nuevo, atacado duramente por los sectores más conservadores, se ha ido consolidando a lo largo del tiempo y enfrenta ahora su prueba de fuego: investigar a fondo el corazón del poder político. La debilidad institucional para hacerlo, las declaraciones públicas imprudentes de la fiscal a cargo del caso y el papel de muchos auxiliares de la Justicia que luego declaran como indagados nos colocan a todos en un espacio de incertidumbre. ¿Tendremos un resultado final acorde a la magnitud del caso?
Los mensajes y las reacciones políticas del oficialismo completan este cuadro de preocupaciones. Al principio, fueron los absurdos argumentos sobre el desconocimiento de los antecedentes penales del jefe de la custodia presidencial. Luego se alabó nuestra calidad democrática porque la Justicia puede investigar con independencia al poder político. En paralelo, el multifacético Astesiano pasó a ser una figura desleal, negativa, abominable («malos hay en todos lados»). Conforme la información que se conocía públicamente comprometía aún más al presidente y al gobierno, las reacciones escalaron en su nivel de agresividad: humo, manija, pretensión desestabilizadora de la oposición. Son tan increíbles los argumentos que habría que tomarse muy en serio la confianza del gobierno a la hora de convencer. ¿Y si, en definitiva, amplios sectores de la sociedad admiten como válidos esos mensajes? Las encuestas de opinión pública han pautado algo de esto, y desentrañar esa situación no es un desafío interpretativo menor.
Si bien el asunto es tema de conversación y motivó posiciones políticas claras, sorprende hasta el momento la ausencia de una reacción enérgica y masiva por parte de una ciudadanía movilizada que sea capaz de exigir respuestas institucionales acordes a la gravedad de la hora. Una sensibilidad conservadora ha calado hondo, al punto de observar con indiferencia todo lo que ocurre o limitar los reflejos de protesta por miedo a ser colocados en el espacio de la desestabilización o la pretensión destituyente.
En definitiva, no es solo la imagen presidencial lo que está en juego. Las preocupaciones formales por la calidad institucional de nuestra democracia deben poder ir un paso más allá para identificar las lógicas de intereses que operan, obstaculizan, cercenan y hacen valer la ley del más fuerte. Esos poderes son capaces de desplegarse a través de operaciones en contextos sociales receptivos a las informaciones dañinas y en esquemas de poderosas tecnologías de la vigilancia y el control. La tibieza, la docilidad y el hacernos los buenos pero distintos no nos previene contra todo eso. Trabajar en la construcción de contrapoderes de alta legitimidad para arrinconar a los poderes fácticos es tal vez el desafío político mayor, y con seguridad la única plataforma válida para encuentros en común o políticas de Estado. Si no trabajamos fuerte en esa dirección, a la larga todos seremos cómplices de nuestros propios Astesianos.