Los difíciles vínculos - Semanario Brecha

Los difíciles vínculos

Tres grandes ciudades (Detroit, Roma y otra que bien puede ser Montevideo) otorgan su marco a otros tantos estrenos en los que las relaciones familiares acusan los embates de los tiempos que corren.

Encuentro en Roma

DetroitDetroit (Agadu), escrita y dirigida por Carlos Schulkin, elige a dicho centro industrial en marcada decadencia para observar a una fracasada protagonista que, en vista del abandono familiar que sufre, se ve obligada a intentar vender su casa, trámite que trae consigo el reencuentro con un primo y la participación de otro par de personajes que, de alguna manera, inciden en la referida operación. Las referencias a los ex seres queridos que la perjudicaron se contraponen al vínculo con el primo en cuestión, a la celeridad que reclamaría la encargada de concretar la compra, quien, por otro lado, está vinculada al primo, y a la presencia de un plomero que llega a hacer reparaciones en el inmueble y opina más de lo que debería. Esas cuatro bien definidas siluetas llevan adelante las instancias llamadas a cambiar la situación de alguien que revé una vida que no ofrece mayores indicios de cómo habrá de continuar, y nutren el desarrollo de un texto que se sigue con interés, más allá de las reacciones algo intempestivas de los integrantes del cuarteto. A dichos rasgos de inverosimilitud cabe agregar la difícilmente justificable irrupción del tal plomero, que termina por adquirir un rebuscado perfil de testigo salvador. Una acertada puesta en la que cobran fuerza las caracterizaciones de –habida cuenta de algún desborde inicial– Camila Sanson como la dueña de casa, Luis Musetti como el primo y Florencia Salvetto y Federico Torrado animando a los recién llegados, disimula en parte los trazos más bien gruesos con que Schulkin resuelve las ocurrencias y giros de conducta de unos y otros a lo largo de esta historia de extranjeros que bien podría desarrollarse en territorios más cercanos.

Encuentro en Roma (El Galpón, sala Atahualpa), del argentino Jorge Palant, viene de Buenos Aires protagonizado por la uruguaya Adela Gleijer, radicada allá desde hace años, y Coni Marino, bajo la dirección de Herminia Jensezián. El tal encuentro en la capital italiana resulta, en realidad, una especie de símbolo de las diversas visitas que una madre de estas tierras le hace a su emigrada hija con la esperanza de que ésta vuelva al suelo que la vio nacer. Con bienvenida originalidad, Palant concentra su mirada en un puñado de llegadas de la madre y otras tantas instancias de partida que se encargan de retratar los lazos no siempre afectuosos de dos mujeres que tienen mucho para decirse, algunas cosas para reprocharse y, por cierto, un par de asuntos que una y otra ocultan o disimulan y que quizá involucran a otros miembros de la familia. En algún momento alguien señala que querer a alguien incluye también los momentos en que, por diversos motivos, el cariño hacia ese alguien se resiente, una bien concebida consideración que las siluetas femeninas que animan el texto ilustran con la precisión del caso. La dirección de Jensezián contrapone con discreción las alternativas de los intercambios que revelan las asperezas del vínculo de dos seres tan imperfectos como cualquier espectador, seres que la gran Gleijer, en bienvenido regreso, y una estupenda Coni Marino, aprovechan a fondo con la sinceridad que la ocasión reclama.

Dulce veneno (La Gringa), escrita y dirigida por Raquel Diana, sigue los pasos de una pareja cuyas vidas se internan a veces en una fantasía que ambos sobrellevan como manera de conseguir la felicidad que no les llega en las alternativas de lo cotidiano. Los nombres que uno y otra pueden adoptar se asocian al de un tercero que, de pronto, se torna en el Segismundo de La vida es sueño, de forma de compartir la diaria lucha en la que quizás sólo el poder de los sueños otorga la posibilidad de seguir adelante. El trío propuesto por Diana, si bien por momentos cobra las características de un triángulo, trasciende tal equívoco para adquirir una postura existencial que el trabajo de la autora, desde la dirección, sugiere con sutiles dobleces en los encuentros de esos personajes que, en supremo acto de desprendimiento, pueden ser capaces de dejar de lado lo que cada uno quiere para sí en beneficio del otro. El aparente naturalismo del dúo que discute en la intimidad de su casa o de los otros dos que traban conocimiento en un taxi se trueca de improviso en el pseudomonólogo de quien se confiesa ante la platea, por más que esto último no sea otra cosa que el preámbulo de la comedia de la vida que los tres protagonizan de manera de expresar cabalmente lo que sienten. Tres formas de hacer teatro entonces, que la responsable entremezcla con debida naturalidad para que Alejandro Camino, María Clara Vázquez y Gustavo Alonso trasmitan a la platea, con credibilidad y vuelo, que aún en las circunstancias más grises vale la pena dejar irrumpir a la imaginación.

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