La tasa de homicidios ha crecido de manera significativa en las últimas semanas en Uruguay. A pesar del impacto de la acumulación de casos en pocos días, el comportamiento negativo del fenómeno en este último cuatrimestre tiene antecedentes similares en años recientes. Para un gobierno que luego de dos años de pandemia atribuyó el descenso de la tasa de homicidios a sus buenos oficios y a los instrumentos que, por fin, respaldaban a la Policía, el problema está en que, casi de la nada, tiene que lidiar con un crecimiento de la violencia homicida que le desbarata todos los argumentos. Por otra parte, el Frente Amplio (FA), al ritmo de las noticias policiales, se posiciona con una estrategia reactiva (parecida a la que usó la oposición cuando el FA era gobierno), con el objetivo de erosionar la credibilidad del relato oficial construido durante estos dos años. Si la izquierda pretende ir más allá del mero rédito cortoplacista, en este terreno debe encarnar una actitud de profunda modestia.
Después de dos años (2018 y 2019) que registraron valores extremadamente altos, en 2020 y 2021 la tasa de homicidios tuvo un apreciable descenso. Más allá de algunas dudas metodológicas sobre las formas de clasificación, la tendencia fue real. Pero el gobierno la atribuyó de inmediato al éxito de la nueva política de seguridad: respaldo, realismo, voluntad, coraje fueron algunos de los valores que se deslizaron para entender un cambio tan significativo en los indicadores de delitos. De ese vaporoso espacio, más tarde se pudo transitar a otro más materializable: la Ley de Urgente Consideración (LUC). La LUC es buena, se decía, porque habría servido para bajar la cantidad de delitos. Fue imposible escuchar en ese tiempo algún argumento con fundamento, alguna hipótesis que hiciera pensar en cómo, directa o indirectamente, la pandemia y sus distintas intensidades estaban impactando en los homicidios. El debate público no recibió ningún aporte relativizador, y se optó por construir un discurso de éxito y fortaleza en contraste con los 15 años de gestión frenteamplista. Una estrategia deliberada, vacía y, a la corta, imprudente.
Hoy, cuando los homicidios vuelven a mostrar su rostro más agudo, el gobierno mantiene la línea simbólica y desata su performance: preocupación, reuniones de alto nivel, la actitud de hacerse cargo, la promesa de más presencia policial y el anuncio de un plan cuyas líneas son un misterio. Pero con un añadido: así como el gobierno atribuyó el descenso de la tasa de homicidios al éxito de la gestión, este aumento, según algunas voces del propio gobierno, también sería la consecuencia de ese éxito. El incremento tendría como base la «implacable» política de seguridad, que golpea al microtráfico, encarcela a sus responsables, desabastece el mercado de drogas y, por lo tanto, contribuye a la intensificación de los conflictos. El argumento no es nuevo: lo hemos escuchado en otros momentos, no tan lejanos. Quizá nunca haya sido emitido con ese simplismo y con un regodeo tal en la idea de estar comandando, de verdad, una batalla crucial contra un enemigo poderoso. La «guerra contra las drogas» (o mejor sería decir: contra los escalones más bajos de esas dinámicas) aterriza en el discurso político y se desparrama como prioridad institucional. Pero ¿cómo se puede sostener que una política de seguridad es exitosa cuando la tasa de homicidios aumenta con tal intensidad? ¿Cómo transformar en éxito lo que constituye un irremediable fracaso? ¿Cómo concebir un espacio objetivo de posibilidad para semejantes discursos? No es sencillo responder estas cuestiones. Aunque tal vez puedan identificarse tres procesos simbólicos de larga data que permiten naturalizar este tipo de referencias políticas.
En primer lugar, la construcción del narcotráfico como un significante vacío es una realidad que acumula décadas. Las formas en las que distintos actores estatales lo han enunciado y definido constituye todo un desafío interpretativo, pues allí se anuda la pretensión tanto de objetivarlo como de instrumentalizarlo para justificar omisiones propias. El narcotráfico aparece como un enemigo inabarcable, siempre un paso adelante, que exige mayor conciencia y capacidad de respuesta, o como una guerra sin cuartel que obliga a la sociedad de bien a no retacear esfuerzos. El narcotráfico permitió que la lógica de las equivalencias (ellos y nosotros, el bien y el mal) se instalara en el núcleo de los discursos políticos. En tiempos más recientes, ese significante vacío adquirió la forma de un significante flotante, y el problema del narcotráfico quedó reducido a las dinámicas violentas y territorializadas del microtráfico. Para los discursos conservadores, el problema de las drogas ha sido colocado como un eje central de la causalidad de los fenómenos de la violencia, la criminalidad y la inseguridad. Cuando los gobiernos del FA reconocieron la incidencia del crimen organizado en el país, la oposición de entonces los acusó de poner excusas y de caer en la trampa del prejuicio ideológico. Hoy, aquel repertorio de excusas que tanto rechazo producía es desplegado por el actual gobierno con idénticos argumentos.
En segundo lugar, se ha asumido que hay vidas que no importan. Los jóvenes pobres, enredados en condiciones de vida que restringen todos sus derechos, insertos muchas veces en redes de delito y lógicas de violencia, se vuelven, al mismo tiempo, víctimas y victimarios. Son vidas que se apagan precozmente, destinos trágicos que se acumulan en contextos de proximidad, que no logran la posibilidad de duelos colectivos. Sus muertes son contadas parcialmente en las noticias y se vuelcan en los renglones de la contabilidad de los homicidios como ajustes de cuentas, conflictos entre bandas criminales o rivalidades por drogas. Cada allanamiento, cada cierre de una boca, cada captura o formalización son vividos como un éxito por una política pública incapaz de incidir a fondo en ningún factor de riesgo. A su vez, cada muerte sin nombre es interpretada como un daño colateral de una guerra despiadada que no deja tiempo para la congoja. En ese marco de representaciones, cientos de adolescentes y jóvenes uruguayos pierden la vida al año en medio de una indiferencia generalizada.
Por último, el enfoque policial-penal ha oscilado entre la incidencia de las poblaciones de riesgo (categorías enteras de personas sobre las que pesan los castigos más severos) y la responsabilidad individual a la hora de juzgar una conducta tipificada como delito. Cuando la intención de matar está dada (y esa intención es más probable entre aquellos vinculados con formas organizadas de ilegalidad, según los discursos oficiales), no hay forma de prevenirla. No hay Policía que pueda con eso, se dice a modo de disculpa. Lo curioso es que, para frenar una escalada de homicidios, se presenta un plan cuyo eje es el incremento de la presencia policial en los barrios. Entre el riesgo y la responsabilidad individual, la política ha abandonado por completo las explicaciones que tengan que ver con la incidencia de la desigualdad estructural y la posibilidad de trabajar en escenarios de prevención que tomen en cuenta el desestímulo de la violencia, el incremento del capital social y de los factores de protección, la reducción de las tasas de impunidad y la posibilidad de sanciones alternativas. Nada, absolutamente nada de esto ha estado o está en la agenda, ni siquiera en consideración preliminar.
Se ha señalado, con razón, que el gobierno no tiene un plan en materia de seguridad. En rigor, no lo necesita, porque su estrategia se basa en una concepción hegemónica que ha dominado la escena en Uruguay desde 1995 hasta la fecha, con la Policía en el centro y una política criminal que hace de la cárcel el primer recurso. ¿Es posible imaginar alternativas a este trayecto? Durante 15 años la izquierda tuvo la posibilidad de construir otra perspectiva viable, pero terminó alineada y reforzando las tendencias predominantes. Navegamos bajo un mismo proyecto que se sostiene en una falsa retórica de oposiciones, mientras los problemas de fondo se acumulan y gobiernos como el actual se dedican a trabajar su imagen y desnaturalizar las evidencias. ¿Qué consecuencias políticas tendría un deterioro aún mayor del problema? ¿Acaso un programa más autoritario?
Una concepción alternativa no puede limitarse a la crítica de un ministro débil, desbordado y carente de cualquier argumentación. Tampoco alcanza con postular la necesidad de una política de Estado, pues cuando eso estuvo sobre la mesa –los acuerdos multipartidarios y las negociaciones de la Torre Ejecutiva– el punitivismo avanzó con más facilidad. Sostener cuestiones más instrumentales, como que hay que escuchar a los expertos o ensayar un modelo de gestión más interagencial, puede tener sentido si se apoya en un impulso político distinto, crítico y participativo. Nada de esto se avizora, lamentablemente. Mientras tanto, esas altas tasas de homicidios –esas muertes que no importan– seguirán siendo funcionales a la política predominante.