El homicidio es el indicador por excelencia para la comparación internacional en materia de violencia y criminalidad. Aunque por encima del promedio mundial, durante los últimos 30 años Uruguay ostentó una de las tasas de homicidios más bajas de la región. El valor mínimo de la serie se registró en 1985, con cuatro homicidios cada 100 mil habitantes. Cinco años después, la tasa de este delito creció más de un 60 por ciento. Y se mantuvo relativamente estable en los años posteriores. Durante ese tiempo, el pico más alto se registró en 1993, 1997 y 1998, con 7,4 cada 100 mil habitantes. Los valores más bajos se registraron en 2005, con 5,7, y 2011, con 5,8.
Sin embargo, a partir de 2012 se produjo un salto significativo en la cantidad de homicidios: alcanzó una tasa de 7,8 cada 100 mil habitantes. Si bien ese valor no se alejó de otros registrados durante los años noventa, constituyó un quiebre relevante de la tendencia. En 2015 el valor subió a 8,5; en 2018, a 12,1, y en 2019 se estabilizó, con 11,5. En ocho años, el país casi logró duplicar la cantidad de homicidios. La situación general parece marcada por lo que ocurre en Montevideo, que en 2011 presentaba una tasa de 8,1 cada 100 mil habitantes y en 2019, de 16,5. Con un escenario de mayor cantidad de víctimas de homicidios, Uruguay modificó su posición relativa en el contexto regional.
Durante 2020 y 2021 –años marcados por la pandemia–, la cantidad de homicidios experimentó un descenso. Si bien hay dudas sobre la profundidad de esa caída –ya que el Ministerio del Interior reporta el doble de muertes dudosas y hasta el momento no ha dado explicaciones consistentes sobre ese salto (véase «La gran duda», Brecha, 23-XII-21)–, el impacto directo e indirecto de esos meses de fuerte afectación social no ha sido evaluado a la hora de considerar esas variaciones. Recuperada la movilidad social, en la segunda mitad de 2021 la cantidad de homicidios volvió a aumentar, y en los primeros meses de 2022 lo hizo con más fuerza. De mantenerse esa tendencia, el país recuperará los valores de los últimos años, algo esperable, dadas las características del fenómeno y la ausencia completa de políticas específicas para atacarlo.
¿Qué rasgos tienen los homicidios en Uruguay? Lo primero que se puede destacar es un patrón de concentración territorial muy marcado. A medida que avanzan los años, tiende a gravitar con más peso en Montevideo y Canelones que en el resto del país. En 1985, la tasa de Montevideo era de 3,9 cada 100 mil habitantes. En 2019, de 16,5. En 2009, el 45 por ciento de los homicidios ocurrieron en Montevideo. En 2018, el 54 por ciento. Pero la capital del país también registra una concentración del fenómeno: ya en 2009, menos de un tercio de las comisarías policiales se ocupaban de más de dos tercios de los homicidios. Estas comisarías abarcan los barrios con peores indicadores socioeconómicos. Con el salto de las tasas en 2012, este proceso se agravó. Por ejemplo, en 2015, siete de las 24 comisarías se ocupaban del 76 por ciento de los homicidios de la capital. En dos de ellas, las tasas eran superiores a los 30 homicidios cada 100 mil habitantes, y en tres los valores estaban comprendidos entre los 20 y los 30 cada 100 mil habitantes.
Los hombres son quienes matan y mueren preponderantemente por la violencia homicida. En el caso de las mujeres, la probabilidad de ser asesinada es cuatro veces más alta que la de asesinar. Por otra parte, la edad de las personas determina importantes diferencias en el riesgo de ser víctima de un homicidio. La mayor probabilidad de victimización se verifica entre los 18 y los 28 años (especialmente en la primera mitad de este intervalo). En 2013, el 28,5 por ciento de las víctimas de homicidios tenía entre 18 y 28 años. Entre los 18 y los 38 años se incluía el 49,2 por ciento. Para 2019, el tramo más joven representaba el 37,6 por ciento de los homicidios y, si lo extendemos a los 38 años, obtenemos un 61,1 por ciento de las víctimas. A medida que la cantidad de homicidios aumenta, además de agravarse la concentración territorial y de género, atrapa con más fuerza a los jóvenes adultos, seguramente por el reforzamiento de las lógicas de inserción en los escalones más bajos de la criminalidad organizada.
El 60 por ciento de los homicidios se comete en la vía pública; entre el 5 y el 7 por ciento, en las cárceles, y la participación de las armas de fuego es determinante. En 2018, el año de mayor cantidad de homicidios, en Montevideo el 82 por ciento de los homicidios se cometió con armas de fuego, y en todo el país alcanzó el 74 por ciento. En los últimos años, la localización territorial y las armas de fuego han marcado un perfil de riesgo a la hora de producir víctimas de homicidios. El porcentaje de esclarecimiento, es decir, de las resoluciones judiciales que castigan a uno o varios responsables de un homicidio, también es un indicador de la complejización del fenómeno en los últimos tiempos. En 2006, el 76 por ciento de los homicidios fue esclarecido. En 2010, lo fue el 73 por ciento. Luego del crecimiento de la tasa en 2012, el porcentaje de esclarecimiento apenas superó el 50 por ciento. En 2021, luego de un descenso importante de la cantidad de homicidios, ese porcentaje registró su valor más bajo: 50 por ciento.
Un capítulo aparte merece la modalidad de victimización más grave para las mujeres: el femicidio. Según la Organización de las Naciones Unidas, es un fenómeno compuesto por 13 categorías. La más relevante es el femicidio íntimo, definido como el asesinato de una mujer por un hombre con el que tenía o había tenido una relación o un vínculo íntimo. En Uruguay, el asesinato de mujeres representa, en promedio, un 12 por ciento de la cantidad total de homicidios. Durante los últimos ocho años, la cantidad de femicidios íntimos se ha mantenido estable, con un pico alto de 26 casos en 2018 y un registro mínimo de 11 en 2020. Lo mismo ocurre cuando a esa modalidad íntima se le suma el asesinato de mujeres por un familiar: la cifra más alta fue de 34 casos en 2018. Aproximadamente el 60 por ciento de los homicidios de mujeres son femicidios íntimos.
En Uruguay, se ha multiplicado la cantidad de víctimas de homicidios en la última década. El país ocupa ahora un lugar más incómodo en el contexto regional. Las víctimas más frecuentes de homicidios siguen un patrón relativamente convencional: son varones jóvenes de las periferias de los grandes centros urbanos, abatidos casi siempre por armas de fuego. En Montevideo, por ejemplo, es posible identificar auténticos enclaves, que a veces superan los 30 homicidios cada 100 mil habitantes. Pero esta víctima es la menos reconocida. Los jóvenes que mueren por disputas territoriales en el marco de conflictos entre grupos criminales son asumidos con indiferencia tanto por la sociedad como por la opinión pública y los discursos políticos. En el mejor de los casos, cuando no se les niega esa condición, son víctimas de segunda (propiciatorias, diría la victimología).
Los discursos oficiales (los de antes y los de ahora) han alegado que este problema obedece a una mayor cantidad de situaciones vinculadas con los ajustes de cuentas y las disputas del mundo criminal, sobre todo en relación con el narcotráfico. Si bien esa mirada refleja una parte de las nuevas dinámicas, no está exenta de problemas e interpretaciones unilaterales. Cuando se analizan las clasificaciones estatales sobre las causas de los homicidios, para el promedio de 2003 y 2004 en Montevideo se obtuvo la siguiente distribución: disputa o discusión, 39 por ciento; conflicto de pareja o rivalidad sentimental, 17 por ciento; rapiña o hurto, 15 por ciento; delincuente abatido por particulares, 3 por ciento. La clasificación ajustada para 2012 a nivel nacional fue la siguiente: ajuste de cuentas, 29 por ciento; altercado o disputa, 18 por ciento; violencia intrafamiliar, 17 por ciento; rapiña o hurto, 14 por ciento; otro, 8 por ciento; motivo no determinado, 14 por ciento.1
Los ajustes en las clasificaciones del homicidio no solo responden a cambios reales en las modalidades, sino también a nuevas interpretaciones de los fenómenos que nos indican situaciones y contextos en la producción de víctimas. No es lo mismo morir en una rapiña, a manos de la pareja o la expareja, o debido a haber participado en el delito organizado. No lo es desde el punto de vista de la probabilidad de ser víctima de homicidio como tampoco desde la perspectiva de llegar a ser una víctima visible, reconocida y eventualmente sacralizada. Desde el punto de vista de la reacción social, hay homicidios que importan y hay otros que no. La clasificación de estos tiene un efecto político de primer orden a la hora de jerarquizar a las víctimas.
La medición precisa, la revisión de categorías, la comprensión de sus heterogeneidades y el conocimiento riguroso de las dinámicas que sostienen los homicidios exigen un esfuerzo mayor, dada la magnitud del fenómeno en nuestro país. Un conjunto de factores de riesgo se han potenciado a lo largo del tiempo y el agravamiento del problema no ha podido evitarse. Los dos últimos años de pandemia nos han dado la falsa ilusión de un retroceso, porque, en rigor, seguimos subordinados a la creencia de que las respuestas represivas y las estrategias policiales contra el microtráfico de drogas son las llaves para disminuir la criminalidad más violenta. La evidencia de los últimos meses nos regresa al lugar de incomodidad, cada vez más lejos de una política de seguridad preventiva, democrática y eficaz.
1. Para 2018, el 47 por ciento de los homicidios se debió a un «conflicto entre grupos criminales, tráfico de drogas, ajustes de cuentas».