Por Agustín Lewit*
La tensión política en Venezuela ascendió un nuevo escalón con la reciente detención del alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, acusado de formar parte de un plan desactivado la semana pasada que buscaba desestabilizar al gobierno, el cual incluía la participación de un grupo de militares y contemplaba –según las versiones oficiales– ataques a distintas sedes gubernamentales y al canal multiestatal de noticias Telesur. El arresto del máximo líder metropolitano se suma al de otros referentes políticos opositores detenidos en el último año, como Leopoldo López, ex alcalde de Chacao, y Enzo Scarano, ex alcalde de San Diego, ambos acusados de promover acciones desestabilizadoras, lo cual evidencia en conjunto una oposición cada vez más radicalizada.
Al referirse a la detención de Ledezma, hecha efectiva por agentes del Sistema Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) bajo órdenes del Ministerio Público, el presidente Maduro hizo referencia a un comunicado publicado la semana pasada por el diario opositor El Nacional, firmado conjuntamente por el alcalde apresado, por María Corina Machado, diputada destituida en marzo pasado tras aceptar ser representante alterna de Panamá ante la Oea, y también por Leopoldo López, es decir, tres de los referentes de la derecha venezolana más dura. Según Maduro, el documento –titulado “Acuerdo nacional para la transición”— tenía el objetivo de fungir como señal de activación del supuesto plan golpista. El plan revelado pasa a engrosar una larga lista de intentonas golpistas contra el chavismo.
Aunque será la justicia venezolana la que determine o no la existencia de los cargos que se le imputan a Ledezma, lo cierto es que el episodio no hace sino aumentar la tensión de un escenario político que se presenta desde hace tiempo rotundamente partido e irreconciliable. En efecto, son cada vez más los factores que en Venezuela han llevado a la democracia hasta un peligroso límite, provenientes, en su mayoría, del accionar de una oposición política que, pese a sus reiteradas derrotas electorales, se muestra dispuesta a todo por reconquistar el poder, e incluso a pasar por encima de las propias reglas democráticas. Dentro de esas acciones hay que incluir, por ejemplo, las “guarimbas”, esas violentas manifestaciones contra el gobierno reactivadas hace un año, que cobraron la vida de 43 personas, los distintos planes golpistas desactivados en los últimos años –apoyados externamente por sectores conservadores de la región, como el de Álvaro Uribe y, claro está, también por Estados Unidos— así como también las persistentes acciones llevadas a cabo por sectores económicos concentrados que acaparan y obstaculizan la distribución de bienes básicos, con el objetivo de crear descontento social.
La pregunta que surge en Venezuela ante cada nuevo acontecimiento es cuánto más serán capaces los venezolanos –el gobierno, pero también los distintos sectores de la sociedad– de aguantar tal nivel de conflictividad. Máxime cuando las partes parecen no hacer otra cosa que recrudecer sus posiciones y clausurar cualquier tipo de diálogo.
Por otro lado, cabe preguntarse si Maduro no yerra el cálculo al decidir aplicar a los conspiradores todo el peso de la ley, en vistas, principalmente, a la utilización que la “comunidad internacional” hace de cada uno de estos acontecimientos contra el propio gobierno. Aunque, en rigor, tampoco es posible denunciar planes desestabilizadores y no tomar medidas al respecto contra los responsables. Allí, entonces, lo que aparece es un dilema difícil de resolver que, en cualquier caso, termina reflejando una realidad sumamente compleja.
En términos más generales, en el escenario venezolano aparecen claves que ayudan a graficar las realidades políticas de otros países de la región. Así, aunque varíen las escalas, la actual coyuntura venezolana no resulta, en esencia, muy distinta de la existente en Bolivia, Ecuador, Argentina, Brasil y Uruguay. En todos estos países surgieron en los últimos años gobiernos que, con distintas intensidades, han decidido tocar intereses de los históricos núcleos de poder –económicos, mediáticos, judiciales– y se encuentran, desde entonces, resistiendo los embates de los mismos. El nuevo ataque a Maduro, en sintonía con los persistentes sufridos por Evo Morales, Correa, Dilma y Cristina Fernández, debe ser leído entonces como el precio obligado a pagar por la irreverencia.
Detrás de ese diagnóstico compartido asoma una cuestión central: las democracias de los países mencionados se encuentran en un momento crucial en el que están conociendo –y reconfigurando– sus propias fronteras de posibilidad. Claro que esto, ni por lejos, resulta una cuestión sencilla, ni mucho menos tranquila. Hasta dónde las democracias regionales serán capaces de soportar procesos de cambios, parece ser la pregunta que mejor grafica los escenarios políticos de América del Sur en la última década. La respuesta depende, en parte, de cuánto toleren los sectores conservadores verse desplazados de los espacios de decisión que históricamente dominaron. Algo que, tal como muestra Venezuela, les cuesta y mucho.
* Investigador del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, periodista de Nodal.