La Iglesia del Cristo Obrero, construida por Eladio Dieste entre 1958 y 1961, es quizás la obra arquitectónica uruguaya más conocida fuera de fronteras. Imágenes de ella recorrieron el mundo cuando aún no estaba finalizada, y hoy integran casi cualquier libro sobre arquitectura moderna latinoamericana. Mucho se ha escrito sobre su sistema constructivo, el uso de la cerámica armada y la expresividad de sus curvas de ladrillo, así como de su autor. Sin embargo pocos escucharon hablar del matrimonio Giudice-Urioste y del rol clave que desempeñó en la construcción del templo.
Esa pareja de filántropos católicos no sólo financió la obra, pensada originalmente como un pequeño salón parroquial, sino que fueron ellos los que decidieron apostar al talento de un joven constructor de silos y estructuras abovedadas, para concretar lo que terminó siendo uno de los edificios espirituales más expresivos que ha dado la arquitectura moderna. De hecho el matrimonio está enterrado allí, en un nicho previsto por el propio Dieste, donde una placa de mármol parece reivindicar una autoría invisibilizada: “Los restos de los esposos Alberto F Giudice y Adela Urioste de Giudice descansan en este templo que ellos construyeron para Dios”.
El rol de los comitentes en la concreción de las obras de arte ha sido poco estudiado en Uruguay, pese a que su papel generalmente ha ido más allá del mero financiamiento. Esa omisión se explica en parte por la predominancia de los abordajes biográficos y formalistas en la historiografía del arte (y de la arquitectura), en los que prima el estudio de la obra en sí –sus méritos formales, su inscripción dentro de una corriente–, o de su autor –su trayectoria, formación, influencias–, soslayando el peso de estos otros actores cuya intervención es clave para comprender la trama de sentidos de los ejemplos analizados.
De ahí que Divinas piedras. Arquitectura y catolicismo en Uruguay, 1950-1965,1 de Mary Méndez, tenga por lo menos dos grandes méritos. Por un lado se detiene en el rol de actores distintos al arquitecto en el proceso de creación y concreción de tres obras clave de la arquitectura nacional: la Iglesia de Cristo Obrero, de Dieste (Atlántida), el Seminario Arquidiocesano Cristo Rey, de Mario Pay-ssé Reyes (Toledo), y la capilla Santa Susana, de Antonio Bonet (Soca).
Por otra parte, pone el foco en la coincidencia temporal y espacial de tres edificios que comparten la característica llamativa de ser obras modernas aplicadas a programas religiosos (una parroquia, una capilla y un seminario). Llamativa porque, siendo un país laico y con una fuerte tradición anticlerical, Uruguay generó esas tres joyas de la arquitectura religiosa del siglo XX. También porque esas obras se construyeron en un período de gran influencia del paradigma moderno en arquitectura, cuyos funcionalismo y racionalismo generaban un distanciamiento conceptual respecto de los valores simbólicos y espirituales de la edilicia religiosa.
El libro reconstruye las circunstancias históricas y religiosas en las que esas obras fueron materializadas, identificando un conjunto de actores que tuvieron que ver con ellas, y analizando los sentidos asignados a esos edificios por quienes los pensaron, los financiaron y los construyeron. De este modo pone en el tapete el origen de los fondos y las características del encargo, el papel desempeñado por el comitente y la red de relaciones profesionales e intelectuales entre clientes, arquitectos y referentes del catolicismo en Uruguay.
El resultado es revelador. Luego de leer el libro se coincidirá en que sólo considerando el gran optimismo y personalidad del arzobispo y cardenal Antonio Barbieri (1892-1979) se puede comprender cabalmente el ambicioso proyecto del Seminario Arquidiocesano de Toledo, o la importancia que tuvo la creciente inclinación del matrimonio Giudice-Urioste hacia la arquitectura moderna (representada en su residencia de estilo náutico en la rambla de
Atlántida) para entender por qué la Iglesia del Cristo Obrero tuvo las formas que le dio Dieste y no las historicistas que le hubiesen dado otros arquitectos católicos de la época, como Guillermo Armas, quien había realizado la ampliación de la capilla del Sagrado Corazón ubicada en el centro del balneario.
Tiempos de optimismo católico. Las imágenes más difundidas del seminario de Toledo, que actualmente alberga a la Escuela del Ejército, son las que registran el trabajo conjunto de Pay-ssé Reyes con artistas plásticos del Taller Torres García (fundamentalmente Horacio Torres y Gonzalo Fonseca). Esas imágenes reflejan la aspiración de la modernidad de integración de las artes visuales.
Méndez incluye en su libro algunas de esas fotografías, pero también otras. Una de ellas, especialmente reveladora, es la que registra el momento de la bendición de las obras por las jerarquías católicas, el 28 de mayo de 1955.
La imagen muestra a las autoridades eclesiásticas caminando entre las adustas estructuras de gruesos pilares y vigas de hormigón. Parecen avanzar con sus largas y negras túnicas (representativas de la tradición sacerdotal y la vocación espiritual) por un túnel de concreto gris (símbolo de la modernidad funcionalista y racionalista). El contraste visual refleja otros de orden simbólico (entre materia y espíritu, entre tradición y modernidad), pero como finalmente los opuestos aparecen coexistiendo, la imagen termina mostrando una armonía posible.
Y se trata de una armonía representativa del gran furor que vivió la Iglesia uruguaya en los años cincuenta y sesenta, en el marco de la renovación del catolicismo iniciada luego de la Segunda Guerra Mundial y que culminó con las reformas del Concilio Vaticano II.
En Uruguay esos años coincidieron con una mayor descentralización de la estructura clerical (se pasó de tres diócesis a nueve), la dispersión del clero y la necesidad de nuevos edificios. También con el gobierno del arzobispo Antonio Barbieri, figura clave del período.
Este intelectual y gran comunicador se propuso aumentar las vocaciones sacerdotales, la militancia de los laicos, y difundir la educación católica y la participación sacramental en los barrios. Su optimismo respecto del crecimiento del culto católico se vio reflejado territorialmente con la apuesta de la Iglesia a acompañar la expansión de la población hacia la zona metropolitana. Casualmente las tres obras analizadas en el libro se encuentran en Canelones.
Tanto el seminario de Toledo como la Iglesia del Cristo Obrero reflejan el activismo de los creyentes, que fueron los que financiaron ambos edificios, y la devoción católica de dos de los arquitectos más prometedores del momento (Payssé y Dieste).
El seminario de Toledo, construido en las 75 hectáreas donadas por Alejandro Gallinal, fue impulsado por la Iglesia pero financiado mediante una colecta entre los fieles laicos que duró seis años, con el empuje de Acción Católica, organización a la que pertenecía Payssé, quien resultó ganador del concurso convocado entre 60 arquitectos católicos.
Por su parte, la iglesia construida por Dieste en Estación Atlántida fue una iniciativa liderada por miembros de Acción Católica que recolectaron fondos entre las familias creyentes y adineradas de la zona para lo que inicialmente iba a ser una modesta capilla destinada al pueblo obrero ubicado al norte del pujante balneario. Finalmente el matrimonio Giudice-Urioste asumió los costos del templo, y el dinero recaudado se destinó a obras secundarias.
Barbieri imaginó el seminario de Toledo con capacidad para alojar a un número de seminaristas que resultó claramente desproporcionado (400 estudiantes, tres veces más de los existentes), pero que reflejó su optimismo. La construcción contaría con un templo, un salón de actos para 500 personas, una biblioteca para 200 mil volúmenes, aulas, dormitorios para los estudiantes del seminario menor, del seminario mayor y para los docentes, además de sectores de servicios, cocinas, comedores y enfermería.
“La construcción del Seminario Arquidiocesano expresaba una gran confianza en el futuro de la Iglesia uruguaya y fue la expresión más acabada de la voluntad que la jerarquía católica tenía de manifestar su presencia en la cultura local”, sostiene Méndez.
Construir el edificio llevó casi 15 años, y debió interrumpirse por falta de fondos. En 1967 se abandonaron las obras y dos años después el conjunto fue adquirido por el Ministerio de Defensa.
Méndez realiza un profundo análisis simbólico del proyecto del seminario, considerando las ideas iniciales expresadas por Barbieri, la propuesta ganadora de Payssé (que compara con otros proyectos que se presentaron al concurso), y los cambios que sufrió el anteproyecto a lo largo de los años.
Realiza un detenido estudio del complejo como unidad, y de sus distintas edificaciones, incluso hace una lectura crítica del resultado del trabajo de integración de las artes visuales. Explica las dudas de Payssé con respecto a la capacidad comunicativa del arte abstracto (representado en el mural interior diseñado por Horacio Torres) y de los signos torresgarcianos, y su defensa de la elocuencia de la palabra escrita para trasmitir el dogma católico, lo que quedó reflejado en la definición final que tuvo la fachada de la iglesia resuelta por él.
Méndez compara el seminario de Toledo con la iglesia de Atlántida, y busca demostrar cómo la forma de vivir la religión, distinta en Payssé y en Dieste, se reflejó en el lenguaje utilizado en cada edificio para comunicar la fe.
Sostiene que la devoción de Dieste era “de corte místico”, propia de una aproximación más subjetiva a la religión, menos discursiva y racional que la que tenía Payssé.
Ese misticismo se reflejó en la confianza de Dieste “en la capacidad comunicativa de la abstracción”. Y agrega: “la iglesia de Atlántida no tuvo otro ornamento que la cruz, signo de Cristo pero también figura abstracta por excelencia. No se pensó siquiera en incluir el vía crucis y sólo se permitió la escultura de Eduardo Yepes, bañada con láminas de oro. Los contenidos simbólicos de la abstracción fueron explorados conscientemente y llevados al extremo evitando todo tipo de elementos decorativos, explotando únicamente los recursos que ofrecía la técnica constructiva y el ladrillo”.
En esa apuesta a la abstracción, Dieste reflejó una aproximación a la religión opuesta a la puesta en práctica por Payssé en el seminario de Toledo, controlada por la palabra.
Agrega que “Dieste buscaba un cristianismo primitivo, original”, por lo que generó un espacio con “temor reverencial”, apelando a “recursos arquitectónicos arcaizantes, a la antigua oposición del mundo aéreo contra el telúrico y al uso retórico del simbolismo de la luz”.
Según Méndez, la entrega y dedicación de Dieste y Payssé a esas obras se explica por la devoción católica de ambos y porque formaban parte de una corriente humanista dentro de los arquitectos del período que creía en el carácter redentor de esos trabajos, lo que se reflejó en que ambos asumieron parte de los costos (Payssé donó el dinero para la construcción del bautisterio en Toledo, mientras que Dieste regaló sus honorarios de experto ad maiorem Dei Gloriam).
El caso de la capilla Santa Susana, de Bonet, es distinto, porque la influencia del comitente en la obra no está clara, y porque el arquitecto no era católico. Esto hace que en parte el rico análisis realizado en los otros casos, vinculando las circunstancias históricas y religiosas de Uruguay con la génesis de las obras, se pierda en este tercer ejemplo.
De todos modos, Méndez señala que se trata de una obra abstracta “en extremo singular si consideramos el programa, la implantación, las ideas arquitectónicas que manifiesta su forma, el lenguaje y sobre todo la profusión de signos y elementos simbólicos que revelan un profundo conocimiento litúrgico y sutilezas teológicas poco corrientes en un arquitecto agnóstico”.
Precisamente, en este tercer edificio la autora se detiene en un minucioso análisis de los múltiples simbolismos que allí se encuentran: desde las formas geométricas que componen la capilla, la reiteración de números y figuras de claro significado cristiano, hasta el desciframiento de la iconografía presente en los paneles de hormigón, los relieves figurativos y las inscripciones en latín.
La triple formación de Méndez (en arquitectura, teología e historia) explica la erudición del análisis de esa simbología cristiana, tan profunda como desconocida para la mayoría de los uruguayos.
La capilla Santa Susana refiere a la fallecida poeta y crítica literaria Susana Soca (1907-1959), hija del médico Francisco Soca y de Luisa Blanco Acevedo, y fue construida en la localidad canaria de Soca, especie de “feudo” de la poderosa familia de la artista, cuya prematura muerte en un accidente aéreo ocurrió en enero de 1959.
La documentación disponible, aclara Méndez, no permite dilucidar si la obra era un proyecto que la escritora había encargado a Bonet –autor de Solanas del Mar, en Portezuelo–, a quien pudo haber conocido ya que compartían amistades y círcu-
los intelectuales (Esther de Cáceres, José Bergamín, Rafael Alberti, entre otros), o si se trató de una iniciativa de la madre de Susana, en memoria de su hija.
La autora opta por no tomar posición sobre la génesis del proyecto, realizado entre 1959 y 1965, aunque sí rastrea los víncu-los de Susana con intelectuales católicos del período, e indaga en la relación entre Bonet y Dieste, así como en el posible influjo del pensamiento de intelectuales católicos uruguayos y españoles de la época (como Esther de Cáceres) sobre la obra, y en los puntos de contacto entre la capilla y otros edificios del catalán.
- Mary Méndez (Montevideo, 1969) es arquitecta (Udelar) y magíster en historia de la arquitectura por la Universidad Torcuato di Tella (Argentina). Estudió teología y exégesis bíblica en la Facultad de Teología del Uruguay. Es profesora agregada en el Instituto de Historia de la Facultad de Arquitectura (Udelar), y docente de teoría e historia de la arquitectura nacional. Divinas piedras… recoge su tesis de maestría defendida en 2013, publicada por la colección Biblioteca Plural (Csic-Udelar) en 2016.
Crítica al anticlericalismo historiográfico
“En la Facultad de Arquitectura el estudio de los edificios religiosos nunca ha considerado la importancia del destino, y los casos han sido y continúan siendo estudiados e interpretados sin valorar el programa religioso, soslayando así el contexto cultural que los produjo”, sentencia Méndez al inicio del libro. Y agrega: “La Iglesia del Cristo Obrero ha sido estudiada a partir de sus condiciones estructurales, técnicas, matéricas, desde el regionalismo o las muy conocidas explicaciones acerca de la modernidad apropiada, pero al no abordar su dimensión cultural resulta un caso culturalmente ilegible. Mucho menos comprensible resulta la pequeña capilla Santa Susana, de Bonet, con todos sus elementos simbólicos tan mal interpretados, no sólo en el contexto local y regional, sino incluso en los estudios sobre la obra completa del arquitecto. El Seminario Arquidiocesano ha sido considerado un ejemplo de modernidad heterodoxa con todos los problemas intelectuales que sabemos esta afirmación conlleva (…). En parte esta posición guarda relación con una incomprendida incorporación de frases y palabras en el edificio, en la multitud de signos cifrados, aun incluso sin considerar las múltiples analogías que presenta”.
Para la historiadora esa precariedad interpretativa se explica por la creencia extendida de que como Uruguay es un país laico, que vivió una temprana y progresiva secularización, su población o no es religiosa o vive la religión como algo privado, que no afectaría su actividad pública. Por eso “se da por descontado que las creencias de un arquitecto no se expresaron en su producción”.
Su investigación busca precisamente echar por tierra esta creencia, realizando un análisis del contexto cultural y del simbolismo de cada edificio y de su vínculo con la identidad religiosa de los autores y demás actores que intervinieron en su construcción.
Si bien Antonio Bonet (1913-1989) era agnóstico, Mario Payssé Reyes (1913-1988) y Eladio Dieste (1917-2000) eran católicos. Pay-
ssé se formó en el Colegio Sagrado Corazón, de los jesuitas, fue miembro del Movimiento Familiar Cristiano, creado en 1948, y de Acción Católica, una organización que formó parte del proyecto pastoral del papa Pío XI y que se implantó en Uruguay en 1934. Perteneció al Partido Demócrata Cristiano, del cual se desvinculó cuando éste se integró al Frente Amplio. Según Méndez, Payssé “fue profundizando su pensamiento conservador”, lo que generó su distanciamiento de la Facultad de Arquitectura, donde había sido docente del taller de Vilamajó y luego del suyo propio entre 1943 y 1957.
Por su parte, Dieste, quien estuvo vinculado al colegio católico La Mennais (fue presidente de su asociación de padres), tuvo una devoción más mística que la de Payssé. En 1962 integró, junto a otros arquitectos católicos, una comisión de Acción Católica que buscaba restaurar el auténtico espíritu cristiano mediante la liturgia y el arte sacro, siguiendo las directivas del papa Juan XXIII en sus encíclicas.
A diferencia de Payssé, cuya gran obra religiosa fue el seminario de Toledo, Dieste “cubrió miles de metros cuadrados dedicados al culto católico”. Realizó la estructura de la Iglesia de la Asunción y San Carlos Borromeo (Millán 3307) en 1954, del colegio La Me-nnais (1958), y también de San Juan Bosco (1966). Proyectó y construyó la iglesia de Atlántida (1958-1961), la de Durazno (1968) y la Iglesia de Lourdes, en Malvín (1961).
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