En los años setenta había muchos uruguayos viviendo en Argentina, expulsados por el golpe militar del 73 o parte de la diáspora económica que, durante 40 años, echó de este país a cientos de miles de personas. Llegaban con su borocotó chas chas, con sus palabras alternas y sus termos bajo el brazo; los varones, aplomados, como en el cine argentino de los años cuarenta, las mujeres, vigorosas y compañeras, como las quería Benedetti. Entonces Argentina vivía la euforia del regreso del peronismo después de 18 años de proscripción y siete de sucesivas dictaduras militares. Pero, como se sabe, duró poco, y muchos perseguidos políticos debieron emprender un nuevo exilio a México, Venezuela, España y varios países del llamado primer mundo.
Uruguayos y argentinos compartieron destinos errantes hasta el fin de las últimas dictaduras y un lapso de tiempo más, porque una cosa fue recuperar la democracia y otra, rehacer los medios económicos para sostenerse en el regreso. Durante los años ochenta y noventa Uruguay siguió expulsando gente y solo logró detener esa sangría a partir del segundo gobierno del Frente Amplio. Algunos dicen que fue efecto del viento, como el cambio de la matriz energética, como dejar de agarrarse una pulmonía cada vez que la city porteña estornudaba una crisis cambiaria. Argentina continuó girando en el trompo de sus dos caras cada vez más cerca del abismo y, en los últimos años, acosados por vértigos, desesperanzas y hartazgos, muchos argentinos de ingresos medios y altos comenzaron a cambiar el destino de sus vacaciones por la residencia permanente en Uruguay. Hoy son el contingente mayoritario de quienes se radican en el país y superan los 30 mil, delante de los brasileños, los cubanos, los venezolanos y los caribeños que buscan un lugar en esta tierra.
De no creer. ¿Uruguay, país de expectativas? Lo matizará cualquier uruguayo de a pie, inmerso en los debates por la desigualdad que movilizan las próximas elecciones. Que un país limitado y caro, sin crecimiento demográfico ni grandes promesas laborales convoque inmigrantes acerca un lente sobre el deterioro regional y las reservas no del todo fuertes, no del todo frágiles, de la democracia uruguaya.
Para el extranjero, Uruguay, hoy, es el refugio latente y cordial de una expectativa de sobrevivencia, tan modesta como valiosa, porque un extranjero es un individuo que se ha quedado sin suelo y cuando da un paso detrás de la oportunidad también pisa el desarraigo. Una gran cantidad de uruguayos lo conoce de sobra: tiene que aprender hábitos elementales, el nombre y el valor del dinero, acostumbrarse a verlo todo de afuera, pero estando adentro, y conseguir un pequeño pedazo de realidad. Primero, un sitio donde dormir. Si no es una casa, que sea un cuarto, si no es un cuarto, que sea una cama, si no es una cama, que sea un sillón. Y los documentos, pesadilla del venado que sorteó las dentelladas del cocodrilo, pero se enredó en las zarzas de la orilla, y un trabajo, un lugar donde volver a pararse y decir: estoy justificado. Sin documentos y sin trabajo una persona es nadie, y mucho menos puede mudarse de país. Si tiene suerte en conseguir las dos cosas, las novedades de los noticieros le son ajenas durante largo tiempo, mucho más ajenas que las del país que dejó atrás, y, si lo asiste alguna fortuna, un día empieza a quejarse del sueldo, del ómnibus y del estado del tiempo, como cualquier vecino.
En los últimos años, los comercios y los servicios de Montevideo se han llenado de trabajadores caribeños que día a día colorean con sus palabras, comidas y dichos el mesurado ambiente local. La creciente ola de cubanos ha encontrado la ruta de Guyana y Brasil para llegar al país, pero permanece enredada en el limbo de las visas y los trámites migratorios. La mayoría llega por razones económicas y pide visa de refugiado político, que las autoridades uruguayas no le otorgan porque no encuentran evidencias de persecución. Los venezolanos huyen del régimen de Maduro, marcado por la profunda debacle económica y democrática, y los argentinos huyen de Milei, de Fernández, de Cristina, de la mala vida sórdida que supieron consumir.
Como muchos vienen de Buenos Aires, puedo afirmar sin audacia que para un porteño el primer Montevideo es un laberinto de espejos que deforma todas las proporciones. Hay que corregir la percepción para comprender que el Palacio Salvo no significa lo mismo que el Barolo, aunque sean edificios gemelos, y que el Río de la Plata es el mar. Pero el primer desafío siempre será desacelerar, bajar la adrenalina, moderar la desconfianza y la crispación. Más difícil es lograr oír sin comparar. Cuando Roberto Arlt viajó a Río de Janeiro, al escribir sus aguafuertes comparó tantas cosas que en vez de indagar lo desconocido se dedicó a confirmar lo que sabía de Buenos Aires. Fue en 1930, pero «en el dos mil también».
En Montevideo hay que aprender a viajar en ómnibus cansinos –por moderno que sea el transporte, siempre es lento–, a no tocar bocina en los atascos, a aceptar los tiempos muertos, las cosas que casi salen bien, a conversar de asuntos generales y evitar preguntar por temas que involucren asuntos personales o íntimos. Como las formas de la vida en las dos orillas son parecidas, es fácil equivocarse: en este agrietado museo del pudor, la generosidad y el rechazo se muestran en silencio. Les cuesta a los argentinos. ¡Cuánto les costará a los caribeños!
Nadie sabe lo que durará la ola migratoria ni se atrevería a predecir su permanencia. Los movimientos de población en el tercer mundo son fruto de la inestabilidad económica y de la ferocidad de los gobiernos. Son países que no integran las cúpulas distópicas frente a las que naufragan y mueren miles de africanos, ni las del norte americano, que levantan barreras contra las caravanas de indigentes en busca de un futuro, a todas luces abducido por la abrumadora concentración de la riqueza en el 1 por ciento de la población del planeta.
Según la estimación más reciente de Naciones Unidas, en los últimos 50 años se triplicó la cantidad de migrantes internacionales: aproximadamente 281 millones de personas desplazadas de su país de origen. Es que quien distribuye la renta también reparte los lugares del mundo donde es posible vivir.