Cada tanto nos encontramos con proyectos fotográficos que revisan la historia reciente. Las caras de los desaparecidos, y ese tronco imaginario representado por un palo de madera sostenido por un familiar aleatorio, generan nuevas representaciones: la foto de la foto. Al respecto, en las páginas de este semanario se han comentado varios trabajos; principalmente, aquellos que han intentado trascender la imagen, preguntar sobre los representados, humanizarlos –a ellos y a su tragedia–, en definitiva, desmonumentalizar la memoria. Por ejemplo, para referirse a Imágenes del silencio, el fotógrafo Ricardo Gómez traía a cuento a su colega español Pedro Meyer: «Decía que fotografiaba para recordar». Y acotaba: «Me gusta esa idea y es una de las razones por las cuales tomo fotos. Y esto [Imágenes del silencio] surgió por querer seguir aportando desde nuestro lugar. ¿Qué puedo hacer yo, fotógrafo, para contribuir a mantener la memoria y apoyar la causa de verdad y justicia?». Entonces, el ejercicio fotográfico recuerda y mantiene. Vaya si será interesante e importante; tanto que en algunos casos la fotografía dio un paso más, enorme: aportó pruebas contundentes para certificar la verdad y hacer posible la justicia.
El catalán Francesc Boix fue uno de los más de 200 mil detenidos que pasaron por el campo de concentración de Mauthausen, en el norte de Austria, durante la Segunda Guerra Mundial. Catalán y comunista, combatiente del ejército republicano durante la Guerra Civil Española, Boix era fotógrafo. Como ninguno de los nazis que registraban los ingresos sabía diferenciar una cámara de una roca, sacaron al catalán de las tareas más destructivas del cuerpo y lo obligaron a ser parte del laboratorio fotográfico. Día tras día, debía tomar el rostro de quienes entraban a Mauthausen, fuesen prisioneros o verdugos. Al tiempo, logró la confianza de sus captores y gozó una suerte de libertad vigilada que le permitía trasladarse a pueblos cercanos. Lo que no sabían era que, en el sigiloso encuentro con otros coterráneos, entregaba paquetes con rollos de negativos, para su ocultamiento, con el fin de asegurar futuras pruebas. El resguardo no sólo incluía los rostros, sino también imágenes explícitas del accionar en el campo, las mayores degradaciones de los derechos humanos en la historia contemporánea. Cerca de 2 mil negativos fueron ocultados y utilizados, en 1946, durante los juicios de Núremberg, como pruebas fehacientes contra los altos mandos del nazismo.
La historia del fotógrafo catalán y comunista no se resume aquí caprichosamente. El Plan Cóndor tiene su propio Boix. Se trata de Víctor Basterra, testigo clave en el juicio a las juntas militares en Argentina, quien falleció el 7 de noviembre.
Por oficio, aprendido desde adolescente, Basterra era obrero gráfico, integrante de la Federación Gráfica Bonaerense. Además, era militante peronista, primero de base y luego en las Fuerzas Armadas Peronistas, motivos suficientes para su detención, junto con su compañera y su hija, en agosto de 1979. Dora y Eva fueron liberadas una semana después. Basterra estuvo detenido hasta diciembre de 1983, en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el centro de reclusión, tortura y desaparición más grande de las dictaduras latinoamericanas. Fue un sobreviviente de la ESMA. Contra aquellos peronistas «veteranos» (Basterra fue detenido con 35 años) hubo particular ensañamiento, bronca de acumulación histórica y búsqueda de gratificación interna entre los militares marinos. La mayor parte de esa camada de militantes no logró sobrevivir. Basterra sufrió un par de infartos a raíz de la picana eléctrica y pasó meses sintiendo que era de noche siempre, debido al cautiverio en el casino de oficiales, donde no recibía luz natural. Quienes han logrado –por vida y fortaleza– contar la dinámica de este rincón de la ESMA lo definen como un infierno, territorio del Grupo de Tareas 3.3.2 y donde se ejecutaban las órdenes para el robo de bienes y la apropiación de bebés.
Entre los conocimientos de Basterra como gráfico estaba el ejercicio de impresión de seguridad utilizado para elaborar las documentaciones personales. Enterados, los militares lo forzaron a falsificar los carnets de identidad que utilizaban en determinadas acciones. Ya en la tarea, en alguno de los encuentros posibles entre prisioneros que se daban en la ESMA, Enrique Ardetti –aún desaparecido– le dijo a Basterra: «Negro, si zafás de esta, que no se la lleven de arriba». Para Basterra, esa frase se convirtió en horizonte. Su trabajo le permitía enfrentar sus ojos a la realidad desnuda del centro de reclusión y decidió sacar provecho de ello, pensando en un futuro, que más que una certeza era un tal vez. Ante el pedido de tomar cuatro fotos para cada documento, comenzó a tomar cinco. La copia de más la guardaba en papel fotosensible. A las imágenes de los rostros de los captores se les sumaron las de sus compañeros capturados y las de rincones que describían la geografía de la ESMA. ¿Cómo disminuía el riesgo de que le descubrieran las copias guardadas? Durante 1982, a algunos prisioneros que realizaban tareas «funcionales» a la Armada se les permitió realizar cortas visitas a sus familias. Visitas con guardias, por supuesto, que concluían con el retorno a la reclusión. Basterra se colocaba los negativos de las fotos en el calzoncillo y aprovechaba esas salidas para dejarlos solapadamente en su casa. Así, siempre que veía la oportunidad, hasta su liberación. Si bien la logró el 3 de diciembre de 1983, una semana antes de la asunción de Raúl Alfonsín, fue en condiciones de vigilancia: hasta agosto del año siguiente continuó recibiendo visitas y amenazas de algunos militares que habían posado para él, aunque no sospechaban que les había tendido una trampa. Basterra armó un dossier con las fotos y, luego de alejar a su familia de Buenos Aires, dio a conocer el material. Un avance se publicó en el diario La Voz y luego, con testimonio y documentación de relevancia como complemento de las fotos, Basterra se presentó en el Centro de Estudios Legales y Sociales. Eran los tiempos de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, que incluyó la historia en su informe y habilitó el accionar de la Justicia.
Las fotos tomadas por Basterra en la ESMA, principalmente las que nos enfrentan a los ojos de los desaparecidos, las hemos visto cientos de veces sin saber que eran suyas. Durante el juicio a las juntas, sus palabras fueron de las más escuchadas. Su intervención tuvo una visita tan ilustre como inesperada: la de Jorge Luis Borges, octogenario y ciego. Sobre lo escuchado, Borges escribió un texto en La Nación, que comenzaba diciendo tajantemente: «He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral». La nota –un poco de crónica y otro poco de carta abierta– reflexiona sobre el sentido físico y eterno de la cárcel, la tranquilidad discursiva de la víctima ante las crudezas de los victimarios y la inocencia del mal, y coquetea con la teoría de los dos demonios. Pero también cierra con unas líneas claras y contundentes o, hablando de la fotografía y sus nociones, líneas que aseguran la noción de anclaje y pueden copiarse y pegarse hoy: «Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice. Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el código civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer».