A pocos días de que el almanaque señale que ya pasaron cincuenta años del asesinato del ícono, Aldo Marchesi, autor de un estudio sobre la “izquierda radical” latinoamericana en los años sesenta de próxima aparición,1 da su opinión sobre las distintas facetas de su pensamiento y acción. El historiador destaca, entre otras cosas, las dificultades para analizar desde el hoy —opina— a una figura tan anclada en su época que a pesar de ello siempre renace como símbolo de rebeldía. Incluso en un tiempo como el actual, en el que la violencia social se manifiesta de forma tan abierta pero en el que se condena con demasiada facilidad a la “violencia de abajo”.
—¿Hay un legado del guevarismo? ¿Se puede ver al Che como una figura vigente en estos tiempos?
—Es bastante complejo pensar la manera en que las izquierdas se sitúan ante Guevara y su eventual trascendencia, fundamentalmente por los cambios que ha habido en torno a temas como la revolución o la violencia. Son asuntos en los que el cambio histórico ha sido extremadamente radical.
La reflexión sobre la violencia revolucionaria, que es un elemento central de la modernidad —no sólo de la izquierda, sino de todas las tendencias en la mayor parte del siglo XIX y del XX—, ha tenido una serie de transformaciones realmente importantes en las últimas décadas. La subjetividad de un Guevara puede verse en ese sentido como mucho más cercana a la de un Giuseppe Garibaldi que a la de los tiempos actuales.
Las dificultades para conectarse con ese pasado las ilustró muy bien el historiador Alessandro Portelli al contar la historia de un partisano que cada año iba a escuelas y liceos de Italia a recordar la épica de la lucha contra el fascismo. En los noventa el partisano notó que algo estaba cambiando en la manera en que lo percibían los jóvenes. Un día un estudiante le preguntó si él había matado a alguien. El hombre dijo que sí, que estaba combatiendo en una guerra. Y el estudiante le respondió: “Usted es tan asesino como los fascistas”. El tipo quedó mudo, no supo qué decir a alguien que no consideraba que fascistas y antifascistas defendían proyectos diametralmente opuestos sino que los igualaba en que unos y otros habían matado.
Ahí te das cuenta de la diferencia de tiempos históricos y de lo difícil que resulta pensar desde el hoy, después de tantos años de discurso sobre los derechos humanos, el humanismo, la no violencia, ciertos asuntos que eran centrales cinco décadas atrás.
“La subjetividad de un Guevara puede verse como mucho más cercana a la de un Giuseppe Garibaldi que a la de los tiempos actuales.”
Hay investigadores que vienen trabajando sobre cómo desde los noventa la historia pasó a ser contada no a partir de los proyectos históricos concretos, sino a partir de la idea de que todo se reduce a las figuras de víctima y victimario. Muchos autores pasaron a relatar el siglo XX como el siglo de la “gran matanza”, y, desde una visión “humanista” algo estrecha, englobaron bajo el mismo concepto de “asesinos” a rojos y blancos, a fascistas y comunistas, a los movimientos de liberación del Tercer Mundo y a los colonialistas, hasta a aliados y nazis, como si todos valieran lo mismo y la historia fuera una sucesión de crímenes, de gente matando a otra gente. Guevara ha sido visto desde ese ángulo como un “asesino perfecto”, obturando la visión sobre su proyecto.
—Esa imposibilidad de trasladarse a aquellos años, de la que hablabas antes, ¿no está vinculada a que ahora cuesta mucho encontrar proyectos emancipadores?
—En cierta manera sí, y al hecho de que la propia idea de revolución está en crisis. La palabra revolución se mantiene dentro del lenguaje político, pero muy pocos la invocan o la defienden. Y en los últimos treinta años es muy difícil encontrar en el mundo un proceso que se instale dentro de la lógica de las revoluciones clásicas (la francesa, la rusa, la china, la cubana, la mexicana, para poner ejemplos).
El otro asunto que dificulta la reflexión es la crisis de las izquierdas en la pos Guerra Fría, con el triunfo ideológico del liberalismo conservador y de ciertas ideas neoliberales, que en los noventa se convirtieron en la nueva utopía.
Aun con todos esos elementos que dificultan pensar el legado, creo que hay muchas cosas de Guevara que siguen siendo bien interesantes y tienen contemporaneidad.
—¿Cuáles serían?
—Uno puede identificar cuatro Guevaras: uno político, uno militar, otro que reflexiona sobre la ética en los procesos revolucionarios, y un cuarto que pone el acento en la emancipación del Tercer Mundo como punto central de su accionar y que habla de la necesidad de globalizar las luchas. Es en estos dos últimos aspectos que me parece que su legado podría ser visto como más vigente.
Pienso que varios elementos de los diagnósticos sobre la realidad latinoamericana que planteaba Guevara siguen siendo pertinentes: la idea de que existen grandes trabas para lograr cambios de fondo por medios legales, el marcado carácter reaccionario de ciertas clases dominantes en América Latina, las dificultades para construir un liberalismo democrático que dé espacio a los sectores populares. Estos temas, que el Che planteaba a principios de los sesenta, reaparecieron ahora con otro lenguaje, sobre todo con el fin del ciclo progresista.
A Guevara se lo percibe como el “radical” por excelencia, pero en los inicios de la revolución cubana él buscaba acuerdos y espacios de negociación y convivencia con distintos países de América Latina: viene a Uruguay y pronuncia su famoso discurso en la Universidad, se reúne en Argentina con el presidente Arturo Frondizi, en Brasil le dan una medalla de honor. Los límites se los fijaron las derechas conservadoras, sobre todo la brasileña y la argentina, con su reacción, que culminó con la expulsión de Cuba de la Oea en el 64.
Recién a mediados de los sesenta él llega a la conclusión de que los espacios de negociación política en América Latina son cada vez más estrechos y que el camino que queda para cambiar las cosas es la guerra revolucionaria. Ahí es que expande su idea del foco guerrillero, sobre la función ejemplarizante de la acción encarnada en esos superhombres que serían los guerrilleros que lograrían interpelar al conjunto de la sociedad, y que se expresa en algunos de sus trabajos, que en muchos casos son manuales de guerra.
“Muchos autores pasaron a relatar el siglo XX como el siglo de la ‘gran matanza’, y, desde una visión ‘humanista’ algo estrecha, englobaron bajo el mismo concepto de ‘asesinos’ a rojos y blancos, a fascistas y comunistas, a los movimientos de liberación del Tercer Mundo y a los colonialistas, como si todos valieran lo mismo.”
Tal vez esa sea la dimensión menos vigente de Guevara. Incluso por los desarrollos tecnológicos actuales, imaginar que pueda existir hoy una guerrilla rural o “ejércitos populares” capaces de mantener niveles de enfrentamiento viables con ejércitos regulares se hace casi imposible. Y si te ponés a pensar en qué derivaron aquellos movimientos armados, en qué terminaron las experiencias de violencia organizada y profesionalizada de parte de grupos de izquierda, verás que generaron un fortalecimiento de las estructuras represivas estatales y acabaron en masacres.
—Volviendo a lo que decías sobre la vigencia de los diagnósticos de Guevara, la realidad latinoamericana de hoy no es tan distante de aquella de hace 50 años. Incluso se podría decir que los niveles de violencia social en muchos países han aumentado y que los gobiernos progresistas han encontrado límites muy claros para revertir esas realidades.
—Ahí hay una paradoja. Por un lado, tenemos la crítica a la violencia revolucionaria como fenómeno autoritario per se, pero, por otro lado, vivimos en sociedades cada vez más violentas, que acumulan cada vez más armas, con niveles de enfrentamiento cada vez mayores. Evidentemente no tengo una propuesta para resolver esa paradoja, por más que me inclino por descartar la violencia.
El problema del camino hacia el cambio social en América Latina siempre está en la agenda. Ese debate fue central en los sesenta. En realidad venía de antes, de los cincuenta, cuando quedaron en evidencia los techos del reformismo y del populismo, pero fue en los sesenta que hizo eclosión. La opción por la violencia fue sólo una de las opciones de un repertorio que tuvo muchas otras. Esa discusión sobre la “metodología” para el cambio ha perdido un poco de actualidad, pero no ha desaparecido. No quiere decir que hoy se dé en los mismos términos que hace cuarenta o cincuenta años, pero vuelve a estar allí.
Hoy no hay quien reivindique la acción guerrillera en América Latina, pero uno de los problemas de los sesenta es que se terminó reduciendo el tema de la violencia política a una forma muy concreta: el de la guerrilla. En realidad, en la tradición de la izquierda el repertorio de la protesta es amplísimo, y muchas están asociadas a formas de violencia que ahora se condenan con mucha ligereza.
—¿Cómo deberían reaccionar los campesinos o ambientalistas hondureños que son asesinados por decenas aún hoy? En Brasil hay ahora un debate en el movimiento sindical sobre el recurso a formas de acción directa como reacción a una reforma laboral propia de fines del siglo XIX…
—Sí, y se habla de “sesentismo” para criticar esas posturas, de “violentismo”. Por eso remarcaba que el tema de la violencia es un tema abierto, como abierta está la discusión sobre qué es violencia.
—Decías que había otros aspectos del legado de Guevara que te parecían relativamente vigentes…
—Uno es su idea de la guerra global, que trasciende de manera muy nítida lo estrictamente militar. Su famoso mensaje a la Tricontinental es una pieza en la que plantea toda una visión sobre cómo tiene que ser el conflicto político contemporáneo. La nación tiene en ese mensaje un lugar secundario, y el énfasis lo pone en la internacionalización del conflicto. La “contradicción principal”, para hablar en términos de los sesenta, que él plantea allí es la de imperialismo versus Tercer Mundo, y el llamado bloque socialista aparece no con un papel de vanguardia sino lateral: sirve si es funcional a las luchas de los “pueblos del Tercer Mundo”, y si no lo es, deja de servir.
“Tal vez la dimensión menos vigente sea la de imaginar que puedan existir ‘ejércitos populares’ capaces de mantener niveles de enfrentamiento viables con ejércitos regulares.”
Guevara pensó la política en un escenario global. La internacionalización que se ha ido acentuando desde los años sesenta le ha dado razón, y en ese sentido ha sido incluso anticipatorio; también acertó en imaginar al Tercer Mundo, a los países emergentes, como centro de los conflictos políticos del futuro, aunque las derivas de esos conflictos han ido en direcciones opuestas a las deseadas por él mismo, como las que se dan en el mundo árabe con la emergencia del Estado Islámico y otros grupos similares.
Y después está el tema de la dimensión de la ética en la política, un punto que él ubicaba en un lugar central. Esto se refleja, en particular, en la carta que le manda a Carlos Quijano, conocida bajo el título de “El socialismo y el hombre en Cuba”,2 y en los tiempos en que asume responsabilidades de gobierno, cuando polemiza con los soviéticos sobre los instrumentos de planificación de la economía o acerca de los estímulos para generar una nueva sociedad. Allí está la idea de que la revolución no debe apuntar sólo a cambiar las condiciones materiales de la gente, sino a construir un “hombre nuevo”, una forma diferente de vivir socialmente muy marcada por la idea de comunidad o por valores colectivos.
Es una idea que está en diálogo con muchas expresiones en los sesenta: la de la militancia como ética individual. En Guevara se da con fuerza especial en la manera que él toma la militancia: como un soldado. Ahí también aparece muy fuerte la idea de sacrificio. Hay textos muy duros en los que él asume que va a morir más temprano que tarde. “Cuando la muerte me encuentre”, es una frase que él repite. Es una forma de ver la acción colectiva, la militancia. Muchas veces se han establecido vínculos entre esa idea sacrificial y el peso del cristianismo en este continente, y la identificación de Guevara con Cristo ha sido muy común.
“Hoy no hay quien reivindique la acción guerrillera en América Latina, pero uno de los problemas de los sesenta es que se terminó reduciendo el tema de la violencia política a una forma muy concreta: la guerrilla.”
—La contracara de esta visión es lo que pasa después, cuando estos movimientos son derrotados.
—Y se produce una reversión total, al punto de que muchos protagonistas de aquellos años, integrantes de grupos guerrilleros, se bandearon hacia el otro lado al tomar conciencia de que se habían perdido en el camino de unos ideales colectivos y que no habían tenido existencia individual. Sin caer en esos extremos, en el individualismo, se generalizaron visiones muy críticas que pusieron énfasis en esa contradicción entre lo individual y lo colectivo, en cómo el sacrificio que llega hasta la entrega de la vida termina obturando la posibilidad de ser individuos, con ideas distintas, con relaciones humanas complejas. Esa literatura se profundizó luego y se extendió a temas no directamente políticos, como los vínculos entre los militantes y sus familias. En la última década se han multiplicado ejemplos en ese sentido —documentales, películas de ficción, ensayos, novelas— que hablan de la relación crítica que tienen con sus padres los “hijos de los sesenta y los setenta”. Algunos llegan a decirles a sus padres: “la militancia los llevó a abandonarnos, y vean cómo estamos”. Y a menudo los padres se quedan sin palabras. Aunque no estén explicitadas, se trata de críticas ideológicas a una manera de concebir la militancia de la que Guevara fue un abanderado.
“Guevara pensó la política en un escenario global. La internacionalización que se ha ido acentuando desde los sesenta le ha dado razón, y en ese sentido ha sido incluso anticipatorio.”
—Sacando toda la explotación comercial, pasando por encima de la “recuperación” capitalista de un ícono revolucionario, de ese “volveré y seré remera”, el Che ha sido presentado por propios y extraños como el rebelde por antonomasia. Cincuenta años después, ¿qué o quiénes encarnarían esa figura del rebelde con causa?
—Hay una dimensión rebelde de Guevara, claramente, pero si uno va más a fondo, más que como a un rebelde se lo debería ver como a un revolucionario que justifica racionalmente todo aquello por lo que lucha y los métodos que elige. Es un soldado revolucionario, no un rebelde romántico en un sentido más instintivo. Se han escrito toneladas de libros sobre la significación de Guevara como ícono, pero a mi juicio falta seguir explorando por ese lado. Más allá de lo que se habla sobre el vaciamiento de su prédica, que barras de fútbol lo evoquen, que en los asentamientos lo luzcan con orgullo, que Maradona se lo tatúe, quiere decir algo. En la lectura popular de Guevara hay una crítica al orden establecido, al imperialismo, al capitalismo, un rescate de la entrega, del poner el cuerpo, de desafío a los enclaves del sistema, aunque no se lo diga así.
En esta zona del mundo no hubo remplazo del Che. La política ha ido por otros rumbos. En otras zonas sí lo hubo, para mal, como en el mundo árabe, donde se lo ha sustituido con otro modelo muy distinto de héroe, el del fundamentalista. En Europa apareció el “indignado”, pero es un actor colectivo y de una significación muy distinta.
Allí se ve también cómo Guevara fue, por un lado, una figura muy de su época, difícil de transponer al hoy, pero al mismo tiempo encarna una crítica política a un sistema, y que sigue siendo convocante.
En definitiva, las formas de la rebeldía van cambiando pero tienen continuidades históricas, y el hecho de que cíclicamente Guevara aparezca tiene que ver con eso. Otro historiador italiano, Enzo Traverso, dice que la izquierda tiene una relación melancólica con su pasado. Me parece una manera muy precisa de ver la cosa: el pensamiento de izquierda ha tenido transformaciones muy positivas, como las reflexiones sobre el autoritarismo, pero no termina de establecer un diálogo racional, articulado, con su pasado. Aquellos que se sienten de izquierda, que reconocen que aquella experiencia histórica es constitutiva de su identidad política, con sus aciertos, errores y horrores, recurren a la melancolía porque no saben cómo resolver el duelo con ese pasado. Pasa algo así con los sesenta: no se termina de decidir qué tomar y qué dejar de esos años.